"Solo hay que hablar y ponerse de acuerdo transversalmente, ahí está el compromiso. Eso es la política, con mayúsculas. Pero los partidos y sus “lidercillos” (poca cosa son, realmente, o al menos eso demuestran) continúan enzarzados en esa red de “tacticismo” barato y “autismo político” indecente"
"No hay oposición que no
sea demagógica”
“La democracia es
precisamente el espíritu de compromiso”
(Raymond Aron, Introducción
a la filosofía política. Democracia y revolución, Página indómita,
Barcelona, 2015, pp. 86 y 104, respectivamente)
Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Aunque es cierto que, como
reconoció Peter Maier, “los partidos o están en el gobierno o esperando
gobernar”; y que las funciones que los partidos realizan tienden cada vez más
“a circunscribirse casi exclusivamente al gobierno” (Gobernando el vacío, Alianza
Editorial, 2013, pp. 99 y 106), la reciente fragmentación política que se está
produciendo en no pocos contextos cambia notablemente ese enfoque. Moisés Naím
lo percibió con claridad meridiana en otro ensayo editado ese mismo año (El fin
del poder, Debate, 2013), al advertir de una degradación del poder como
consecuencia, entre otros datos, de la fragmentación política y cuyas
consecuencias pueden erosionar la confianza de la ciudadanía en el propio
sistema democrático, al mostrarse este impotente de afrontar los innumerables e
intensos retos que se le plantean a corto plazo.
Hay, por tanto, una cierta
percepción de que no se puede hacer política sin gobernar. Tampoco reformas.
Pero tal vez convenga matizar ese punto de vista, al menos si nos encontramos ante
una situación parlamentaria como la que se vive en España en esta XII
Legislatura. No cabe duda que los partidos, por definición, buscan el poder. Lo
expresó muy bien Mitterrand, en un testimonio recogido por Jean Daniel (Ese
extraño que se me parece, Galaxia Gutenberg, 2010): “El ejercicio del poder es
el destino natural de un político”.
Pero ello no implica que,
aun lejos del Ejecutivo (y, por tanto, del reparto de cargos y prebendas) no se
pueda hacer política de gobierno, ni menos aun reformas. Sin duda, política de
oposición se puede hacer en todo caso, todo lo dura que se quiera y cargada por
lo común –como reconocía Raymond Aron- de tintes demagógicos. Siempre ha sido
así.
Pero cuando quien gobierna
lo hace con una minoría relativa (o incluso con una “minoría absoluta”), las
posibilidades de hacer política de gobierno o de impulsar reformas a través del
Legislativo (o de la mayoría parlamentaria) no son anecdóticas, sino que pueden
ser muy amplias. Depende cómo se jueguen las cartas en el tablero de las
negociaciones y qué capacidad de impulso e iniciativa (por no decir de
innovación), así como de aunar voluntades, se tenga.
Es cierto que no tiene a
su servicio la “máquina administrativa burocrática”, pero no lo es menos que
promover cambios legislativos se puede hacer siempre que los “grupos políticos
de la oposición” (que pueden llegar a representar la mayoría absoluta de la
Cámara baja) así lo auspicien. Disponen de técnicos, académicos y profesionales
suficientes para plantear esas modificaciones normativas sustantivas que
reformen el andamiaje institucional e introduzcan al Estado y al sistema social
por una senda de progreso. La mayoría absoluta del Senado, como es conocido, no
es un obstáculo insalvable. Solo hace falta saber qué se quiere (problema
complejo en una política que, como reconocía Innerarity en su libro La
política en tiempos de indignación, no piensa en clave de gobierno, solo de
elecciones) y cómo hacerlo (algo tampoco sencillo).
Es verdad que para
impulsar reformas constitucionales el concurso del partido actualmente en el
Gobierno en funciones será inevitable. Pero en estos casos los consensos deben
ser más ampliados, puesto que acabarán, sí o sí (dada la actual composición de
las cámaras), en un referéndum, sea cual fuere el alcance de las reformas
propuestas. Y cuando se convoca un referéndum, “crucen los dedos”.
Quizás convendría que los
partidos políticos que no van a gobernar en el Ejecutivo sean conscientes de la
fuerza real que tienen como elementos propulsores del cambio político-institucional
y de unas ambiciosas reformas, que no tendrían que pasar necesariamente por el
Gobierno, máxime si este permanece en un estado de quietud durmiente esperando
que las querellas entre sus contrincantes le abran el camino y le dejen gobernar
plácidamente. Divide y vencerás, es su máxima. Y le puede dar réditos, ante una
(futura) oposición que -hasta la fecha- hace de la estulticia su bandera.
Algunos no se han
enterado. Llevan años en este oficio y ni se enteran. O hacen que no va con ellos.
Otros, más nuevos, procedentes de la “ciencia política”, aplican mal sus
lecciones supuestamente aprendidas (si no, no estaríamos donde estamos). El
“otro” ni se mueve; es su estilo, quedarse de perfil: incólume. A verlas venir.
Al parecer, es lo que “premia” este singulardemos.
Se pueden cambiar muchas
cosas, se pueden cambiar numerosas leyes y se pueden emprender reformas
ambiciosas. El verbo “poder” está de moda, aunque apenas se conjugue. Solo por
quienes lo usan en primera persona del plural, que excluye a los demás. Todos
se resignan a otro período de conservadurismo estéril, cuando este país
necesita urgentemente profundas reformas institucionales y sociales, no
cosméticas ni estéticas. Hay una mayoría política y social que apoya el cambio,
que aplaudirá las reformas. Cabe mover el país, sus políticas. Solo hay que
hablar y ponerse de acuerdo transversalmente, ahí está el compromiso. Eso es la
política, con mayúsculas. Pero los partidos y sus “lidercillos” (poca cosa son,
realmente, o al menos eso demuestran) continúan enzarzados en esa red de
“tacticismo” barato y “autismo político” indecente. Allá ellos. La gente ya no
les soporta más. Francisco Longo lo ha descrito de forma descarnada, pero muy
gráfica http://franciscolongo.esadeblogs.com/ellos.
Comienza a ser su problema, no el nuestro. Aunque nos salpique. Y mucho.
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