“Hay un punto sobre el
cual los nuevos Alcaldes están de acuerdo. Este tiene que ver con la valoración
de las máquinas administrativas que han heredado. Máquinas descompuestas,
disociadas, desmotivadas” (Luciano Vandelli, Alcaldes y mitos, CEPC/FDyGL,
1997)
Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Debo reconocer que no es
fácil convencer a los dirigentes políticos, sean estos del nivel de gobierno
que fueren, para que inviertan tiempo y energías en reforzar las organizaciones
públicas que pilotan. Los aspectos relativos a “la máquina administrativa”
siempre han sido poco atendidos por una política que vive inmersa en la
inmediatez. Invertir en temas organizativos ofrece siempre resultados a
medio/largo plazo, un calendario que solo aquellos responsables públicos que
disponen de visión estratégica y sentido institucional manejan con pulcritud.
Algo que cada vez abunda menos. Los grandes gobernantes han sido notables
reformadores de las instituciones públicas y de su servicio civil. Los
mediocres o malos han despreciado ese ámbito que solo les producía “dolores de
cabeza”. O, todo lo más, han hecho reformas cosméticas. No se puede hacer buena
política con máquinas administrativa en mal estado.
Los políticos, además,
desconocen por lo común el medio sobre el que deben operar tales reformas y
desconfían –al menos en los primeros momentos- de una burocracia pública que se
enreda en una maraña de trámites y que, a diferencia de ellos, tiene otro tiempo
y otro reloj: la inamovilidad frente a la temporalidad. Dos concepciones
espaciales que distancian notablemente las percepciones, pero que asimismo se
mueven en marcos cognitivos diferentes. No es un problema solo de desconfianza
recíproca y de percepción temporal (unos tienen prisa y otros van a “su
ritmo”), también lo es –por lo común- de lenguaje, de comunicacion. Y en no
poca medida de estructura.
El resultado es que el
alineamiento Política-Gestión dista de ser efectivo en nuestras
Administraciones Públicas. Las máquinas administrativas están muy rotas y la
crisis ha acentuado esos fallos. Ni hay dirección política efectiva, ni hay
dirección ejecutiva ni una función pública eficiente. Tampoco se alimenta,
salvo excepciones puntuales, órganos de encuentro entre políticos, directivos y
funcionarios. Espacios necesarios para articular algo que resulta ya
imprescindible. Y no se llamen a engaño, sin alineamiento no hay solución a
tales problemas.
La concepción dicotómica
(o en qué lado del río estás: ¿eres político o funcionario?) sigue siendo el
factor determinante de unas organizaciones públicas que por lo común (siempre
hay excepciones) funcionan mal o, cuando menos, a la mitad o menos del
rendimiento de sus posibilidades reales. Regalamos cantidades ingentes de
dinero público por hacer cosas de forma poco eficiente o, incluso, por hacer
poco o nada (las nóminas de la Administración están plagadas de directivos o
jefes que no dirigen ni se responsabilizan de ello y de empleados públicos que
trabajan a medio gas, que no tienen tareas determinadas o que las ejercen con
algún grado de pereza o desmotivación).
Una política obsesionada
por el corto plazo y un empleo público protector de su estatus y de sus pingües
privilegios. La táctica absorbe de lleno a una política precipitada que es
incapaz de pensar estratégicamente. Ya lo dijo Clausewitz, “en la estrategia
todo discurre más lentamente. Se concede mucho más espacio a las objeciones e
ideas ajenas”. Una vez más rapidez y lentitud chocan frontalmente. No saben
ensamblar los dos lados del cerebro.
Comienza a ser una
constante en nuestras estructuras públicas la queja sobre su mal
funcionamiento. Pero esta queja, paradójicamente, no procede tanto de los
usuarios de los servicios (algunas veces también) como de quienes desarrollan
su actividad dentro de tales organizaciones. Hay paradójicamente mucho
“quemado” en unas organizaciones que para sí quisieran trabajar en ellas muchas
personas. Quienes nos movemos en el ámbito del sector público de forma
transversal somos testigos de esos ecos. Pero los puede percibir cualquiera.
Gobernantes amateurs y funcionarios desmotivados
En efecto, los
responsables públicos se quejan amargamente de que tienen unas organizaciones
burocratizadas, lentas, poco eficientes y con algunos o bastantes empleados
públicos que trabajan poco (o, al menos, no se implican lo suficiente) y cobran
razonablemente bien. Los empleados públicos responden que nadie les marca
objetivos, que sus gobernantes son “amateurs” y que siempre quieren hacer las
cosas a través de vías expeditivas o “forzadas”, sin atender a las reglas o
procedimientos que marcan las leyes.
Esas dos concepciones de
lo público conviven de forma accidentada en las instituciones públicas
españolas. El alineamiento entre ellas es imprescindible, pero para lograr ese
objetivo hace falta que la política entienda algo que hasta ahora no ha
comprendido en absoluto: la necesidad de estructuras organizativas de dirección
profesional que hagan de argamasa, rótula o aceite entre Política y Gestión.
Una institución “de mediación”, como decía la OCDE, que tenga la doble
legitimidad y el doble lenguaje para actuar con reconocimiento recíproco con
políticos y funcionarios. Nada nuevo que no exista ya en las democracias
avanzadas y algunas otras que no lo son tanto. Pero un sueño de verano en un
país de marcada tradición clientelar como es España.
También el empleo público
debería aprender algo que parece haberse olvidado en las últimas décadas: la
idea de servicio público a la ciudadanía y de cumplimiento leal del programa de
aquel gobierno que han legitimado las urnas. El valor o principio de servicio
público debe ser el motor que impulse una actuación eficiente, desinteresada,
profesional e, incluso, solidaria (con una población que, al menos en parte,
está padeciendo los duros efectos de una prolongada crisis) en el ejercicio de
sus funciones. El bastardeo de una negociación sindical de condiciones de
trabajo prevaliéndose del paraguas de lo público, en que el dinero “es de
todos” y de la debilidad de un empleador que no es tal (los políticos, cuando
somos realmente los ciudadanos), ha ido creando un empleo público que, con
excepciones, dista de tener un compromiso moral y contextual con las
organizaciones en las que desarrolla su actividad profesional y con la
ciudadanía a la que realmente deberían servir, su auténtico “patrón”.
Los okupas
Así las cosas, algo habrá
que hacer para alinear esos dos mundos ahora tan distantes y distintos. La
brecha cada día es más grande. Está mucho en juego. A la política se le debe
pedir que abandone la vieja práctica de “okupar” las instituciones con “fieles
al partido” y asuma una apuesta por la integridad y por profesionalizar las
estructuras para facilitar el papel efectivo de gobernar: que se actúe –con el
consenso más amplio posible- con la finalidad construir organizaciones
profesionales, eficientes, imparciales y con un alto sentido de la integridad.
Esas organizaciones son de todos y para siempre. Si quiere hacer buena política
no le queda otra opción que “engrasar la máquina” y dedicar serios, así como
continuados, esfuerzos a ello. Que entre el tema en la agenda política. Tal vez
sea un deseo iluso, pero peor le irá a la política si no transita por esa vía.
Su acción será estéril.
Al empleo público habrá
que exigirle profesionalidad, dedicación y eficiencia, pero también que tenga
iniciativa en la retroalimentación del proceso de cambio o, al menos, colabore
lealmente y de forma proactiva en aquellos procesos de reforma o de innovación
que busquen adaptar las desvencijadas máquinas burocráticas a la sociedad de
las tecnologías de la información y a la sociedad del conocimiento. Perder este
tren será para la función pública dispararse un tiro no en el pie sino en el
corazón o en la cabeza, apostar por su paulatina muerte institucional. No hay
nada eterno, menos aún una institución que, pese a los tópicos que inundan el
debate mediático (“los funcionarios han ‘ganado’ una oposición”), ha de
justificar adecuada y permanentemente en el futuro su existencia con un trabajo
siempre eficiente y productivo para la sociedad (no lo olvidemos nunca) que
sufraga sus retribuciones.
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