"Desgraciadamente muy pocas reformas e innovaciones logran superar el castigo de Sísifo"
La utilización de eufemismos cuando se analizan los problemas de
las administraciones públicas ha adquirido, tanto en medios profesionales como
académicos, la dimensión de pandemia. Quizás por una tendencia al “buenismo”, al tratar sobre unas
instituciones beneméritas que son de todos y para todos, se impone de manera
refleja e irreflexiva la utilización de unos registros políticamente correctos.
Y damos vueltas y vueltas, mareando la perdiz, sobre problemas y situaciones
tangenciales y poco significativas para orillar los auténticos problemas de
fondo. Cuesta una barbaridad en nuestra cultura política, administrativa y
académica focalizar el auténtico problema. Identificar y parametrizar
claramente la enfermedad o la herida. Pero para mejorar nuestras administraciones
públicas el camino nunca es la diplomacia, el “buenismo”
o la cobardía. Hay que decir las cosas por su nombre: mala cultura política,
líderes políticos y administrativos mediocres, corrupción, clientelismo,
capturas sindicales y corporativas, cultura del mínimo esfuerzo, obsolescencia
obscena de los sistemas de gestión de recursos humanos, etc. Sin abusar, sin
generalizar y enfocando claramente las heridas en los ámbitos públicos que
realmente están enfermos. ¿Por qué tenemos tan asentada la cultura del
eufemismo en las instituciones públicas? Pues por qué no utilizarla sale caro:
ceses, promociones frustradas, vetos, persecución, etc. Como yo tengo tendencia
en meterme en todos los charcos (tanto los que me llaman como a los que no) soy
perfectamente consciente de estas consecuencias. Forma parte de mi rutina
profesional que algunas instituciones y medios de comunicación me veten o me
echen. Que un potencial nombramiento para un cargo a para formar parte de una
comisión de expertos se trunque por el barro que acumulo en los zapatos.
Administraciones públicas lampedusianas
Pero el término que va como anillo al dedo a la Administración
pública es la impostura. La mayoría de iniciativas de reforma, de mejora o de
innovación de nuestras organizaciones públicas suelen ser enormes imposturas.
Moverlo todo, cuestionarlo todo para no cambiar absolutamente nada de lo que es
realmente relevante. Las administraciones públicas suelen ser lampedusianas.
Además, eufemismo e impostura están emparentados. Si se hace un diagnóstico que
se basa en los eufemismos el plan de acción, de reforma o de mejora tiene que
ser inevitablemente una impostura. No queda otra. Imposturas cómo, por ejemplo,
los cansinos anuncios de los partidos políticos que van a impulsar una
regulación de la dirección pública profesional. Ante la presión que ejercemos
han llegado al colmo de la impostura al retener en el cajón un proyecto de ley
sobre este tema tan crítico y esperar a enviarlo al parlamento justo antes de
su disolución. Y en la siguiente legislatura el proyecto regresa al cajón
esperando que se acerque la próxima disolución parlamentaria para asomar el
hocico.
Afortunadamente hay una cantidad notable de empleados públicos
(altos cargos y eventuales muchísimos menos) que sortean tanto los eufemismos
como las imposturas e intentan impulsar auténticas mejoras para renovar
nuestros sistemas públicos. Entonces es cuando aparece el mitológico Sísifo y
su castigo. Estos servidores públicos abnegados, motivados y valientes cargan con
la enorme piedra de la innovación y del cambio y la suben por las empinadas
laderas administrativas. Cerca de la cumbre (donde andan agazapados los malos
políticos, algunos nefastos sindicalistas, perversos colegas funcionarios e
incluso jueces muy conservadores) muestran su poderío las fuerzas reaccionarias
y empujan la piedra en sentido contrario para que vaya bajando y regrese a las
catacumbas institucionales. Desgraciadamente muy pocas reformas e innovaciones
logran superar el castigo de Sísifo.
Finalmente, una mala cultura política preñada de líderes
mesiánicos y visionarios (chamanes según Víctor Lapuente) genera el efecto
Penélope. La soberbia política de pensar que uno está en posesión de la verdad
institucional y que los demás andan irremediablemente equivocados impulsa una
lógica política que teje políticas, leyes y servicios públicos durante una
legislatura para que el siguiente en ocupar el cargo desteja con impaciencia
todas las novedades para empezar de nuevo a tejer con suficiencia una nueva
prenda administrativa que considera que es la única pertinente y que todas las
anteriores son meras ocurrencias de descerebrados institucionales. Muchos
líderes políticos se confunden: ganar las elecciones es la puerta para gobernar
el presente y el futuro, pero no es una patente de corso para destruir todo lo
construido por sus antecesores. Las instituciones, sus políticas y servicios
públicos mejoran de manera incremental, mejorando y cambiando lo edificado
previamente. La lógica de construcción desde cero después de derruir todo lo
anterior deja yermos solares administrativos siempre en fase de diseño y
construcción de cimientos sin llegar nunca a alcanzar resultados buenos,
regulares o malos para los ciudadanos. Un alto cargo jamás tendría que cesar
por inercia a los equipos de profesionales que se encuentra y cancelar todas
las políticas previas. Debería tratar con respeto a la obra realizada y a los
propios albañiles y, después del diagnóstico sobre lo que se ha encontrado
conjugándolo con su nuevo proyecto político, empezar a construir sobre y no contra
lo que han realizado sus antecesores. Manteniendo y maximizando lo positivo,
minimizando o erradicando lo negativo y sobre esta base incorporar su propia
agenda de novedades, y todo ello con el estilo arquitectónico (ideología) con
el que ha logrado la confianza de los electores.
Nuestras administraciones públicas están a las puertas de un
inevitable gran cambio debido al relevo intergeneracional, a la pronta
incorporación de las tecnologías 4.0 y a la crisis post covid 19. Para poder
afrontar este cambio con solvencia es imprescindible erradicar los eufemismos,
las imposturas, los sísifos y las penélopes. Si no lo logramos vamos a vivir
igualmente el cambio: un cambio hacia la decadencia y la irrelevancia de las
administraciones públicas.
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