"Una organización es la sombra del que la dirige” (Pascual
Montañés)
“Nada de jefes, pero sí muchos líderes” (Gary Hamel)
Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- Llevo algún tiempo destacando la imperiosa necesidad de que
las organizaciones públicas (particularmente las locales) alineen correctamente
Política y Gestión como presupuesto para su mejor rendimiento institucional. Y
esa finalidad requiere de un modelo organizativo-institucional que defina
correctamente las responsabilidades políticas, las adecue a las áreas
organizativas, articule sistemas de interacción fluida entre el espacio
político y el de gestión, particularmente consejos de dirección, un estrato de
dirección pública profesional que actúe como rótula entre la política y la
gestión, así como se articule toda la acción político-administrativa alrededor
de un Plan o Programa de Gobierno que actúe como hoja de ruta y medio, al fin y
a la postre, de rendición de cuentas. Las diferencias de marcos cognitivos y de
percepción del tiempo que existen entre quienes proceden de la política y
quienes provienen de la función pública, puede resolverse de muchas maneras
(por ejemplo, espacios comunes de encuentro), pero en esas ideas expuestas se
resumen las líneas básicas de ese correcto alineamiento entre ambos mundos
(política y gestión).
Por tanto, un diseño organizativo de la zona alta de la
organización (del “techo o del ático” de las estructuras) puede representar,
depende de cómo se haga, un avance en la hipotética mejora del funcionamiento
institucional, pero cabe señalar de inmediato que no se logrará una mejora
sostenida del modelo organizativo si no se invierte también de forma
decida en el fortalecimiento de las estructuras intermedias de las
Administraciones Públicas o de sus respectivas entidades.
Y ese fortalecimiento institucional de las estructuras
intermedias requiere, entre otras muchas cosas, ser conscientes de que las
organizaciones públicas están sometidas hoy en día a unas presiones del entorno
muy elevadas, que les exigen una rápida adaptación a un nuevo y complejo
contexto, pero que, sin embargo, la burocracia maquinal clásica, por lo común,
impide, bloquea o reduce esa imperiosa necesidad de cambio. Tenía razón Henry
Mintzberg cuando en su clásica obra La estructura de las
organizaciones (Ariel, 1988) afirmaba que “los más afectados por el
entorno son los directivos y el personal staff”; esto es, quienes se
encuentran cerca del ápice estratégico de las organizaciones. Los
demás, y en particular, en las Administraciones Públicas, suelen estar a más a
resguardo de tales vientos o tempestades del exterior.
“Organizaciones ámbar”
Esta reflexión me conduce a plantear si en nuestras
Administraciones Públicas, aún muy condicionadas por lo que Frederic Laloux en
su excelente obra Reinventar las organizaciones (Arpa, 2017)
denominaba como “organizaciones ámbar” (caracterizadas por procesos estables,
jerarquías formales y su correspondiente estratificación social), tales
estructuras intermedias, dada su menor presión externa del entorno, no terminan
siendo más impermeables a los cambios, menos adaptables a la adaptación y con
una capacidad de aislamiento mayor en sus propias rutinas burocráticas.
Lo cierto es que en esos niveles jerárquicos intermedios del
sector público está todavía totalmente arraigada la figura organizativa de la
“Jefatura”. Esta denominación procede de 1827 (reforma López Ballesteros),
luego trasladada a la reforma de Bravo Murillo de 1852 y, finalmente, tras su
reconocimiento legal en el Estatuto Marura de 1918, recalar en la Ley de
Funcionarios Civiles de 1964, y, a partir de entonces, desplegarse en la triada
de las recurrentes jefaturas de servicio, sección y negociado, que mal que nos
pese han llegado hasta nuestros días e invaden las estructuras de las
Administraciones Pública.
Personalmente me sucede como a Peter Drucker, quien hace
años decía “que he dejado de sentirme cómodo con la palabra jefe porque
implica que hay subordinados”. Una expresión que, como también reconocía este
autor, identifica mal las implicaciones de responsabilidad que
comporta un puesto de trabajo con perfil directivo intermedio o bajo, que no se
circunscribe “necesariamente (al) dominio sobre personas”. Cuando solo se asume
“la jefatura” y no la responsabilidad, señalaba Drucker, “el poder siempre
degenera en una carencia de rendimiento” (La Administración en una era de
grandes cambios, 2012, pp. 35 y 112). Creo, por tanto, que tras casi
doscientos años de arrastrar ese concepto convendría a nuestra organizaciones
públicas modificar su terminología a la hora de acuñar los puestos de
responsabilidad administrativa. El lenguaje también ayuda a la adaptación y
cambio de actitudes. Aunque no lo parezca.
Pero, al margen de cuestiones formales, si hay algo
importante en esa realidad organizativa de las estructuras intermedias en
nuestro sector público es su vital trascendencia estratégica. De hecho, puede
afirmarse que uno de los déficits mayores que tienen las organizaciones
públicas es haber descuidado hasta el infinito la necesidad de fortalecer tales
niveles orgánicos y, especialmente, a las personas que los cubren. Luego nos
quejamos del mal funcionamiento las Administraciones Públicas o del escaso
recorrido de mejora y de adaptación que se detecta en estos últimos años.
Quizás, una de las causas más profundas se encuentre en este abandono o
descuido del papel nuclear que las estructuras directivas intermedias tienen en
el funcionamiento de las organizaciones públicas.
Liderazgo intermedio
En efecto, también Mintzberg puso en valor la importancia
que para el funcionamiento de las organizaciones tenía lo que él denominaba
como directivos de línea media, que, a pequeña escala, desarrollan buena
parte de los roles propios de la función directiva o, como ahora se
denominaría, algunas de las competencias propias de tales niveles directivos.
Sin duda definen objetivos, son responsables de sus respectivas unidades y,
aspecto nada menor, también son líderes personales o espejo en el que miran
quienes trabajan en tales unidades. No es ninguna casualidad que las
Administraciones Públicas de los países más avanzados lleven ya años, cuando no
décadas, desarrollando programas de liderazgo intermedio en sus propias
organizaciones, pues la mejora del rendimiento institucional de tales
Administraciones está muy vinculada al fortalecimiento de las competencias
directivas de tales niveles intermedios y de las personas que desarrollan esas
funciones.
En nuestro caso la cosa es más compleja. La burocracia
maquinal en sentido estricto domina las organizaciones públicas. Y la
percepción directiva de una persona que ocupa una “jefatura de servicio, de
sección o de negociado” es, salvo excepciones muy singulares y extraordinarias,
absolutamente inexistente. Por consiguiente, partimos de un estadio de
percepción del problema muy bajo o, incluso, de un subdesarrollo organizativo
clamoroso. Y, en consecuencia, si se quiere cambiar el rumbo de las cosas,
habrá que invertir no solo en cambios formales sino también de alteraciones
sustantivas en las que el diseño organizativo de estructuras y puestos de
trabajo es muy relevante, pero asimismo los sistemas de provisión de puestos de
trabajo y de formación, por no hablar de la siempre olvidada evaluación del
desempeño.
En un libro publicado hace veinte años (Administración de
entidades públicas. IEE, 1999), Isabel del Val ponía el acento en la existencia
de tres niveles directivos: estratégico (alta dirección); táctico (dirección
media); y operativo (dirección baja). Y, asimismo, establecía unas pautas
comunes que, con mayor o menor intensidad, se reproducían en todo trabajo
directivo, también en el ámbito público: establecer objetivos; orientar los
equipos hacia su logro; y controlar resultados adoptando las acciones
correctivas que fueran necesarias. También nos advertía de una verdad
incuestionable: “dirigir no es fácil”; ya que requiere talento especializado,
congujar inteligentemente análisis e intuición, así como, entre otras muchas
cosas (roles, habilidades y competencias), coordinar o comunicar.
Pues bien, en nuestro sector público la cultura organizativa
existente ha minusvalorado completamente el papel central que esos niveles
directivos de línea media tienen. Y ello se está pagando muy caro, pues las
organizaciones públicas son mucho más ineficaces e ineficientes de lo deseable.
Cuando afrontamos la puesta en marcha de la Agenda 2030 y, dentro de ella, el
Objetivo de Desarrollo Sostenible 16, directamente imbricado con el
fortalecimiento institucional, así como relacionado con la ejecución de las
políticas definida en el ODS 17, va siendo hora de que demos la importancia que
merece a las estructuras organizativas (directivas) intermedias de las
Administraciones Públicas, definamos bien sus perfiles funcionales y captemos a
las personas aptas para desarrollar esas tareas, así como formemos
adecuadamente a quienes hoy en día ejercen tales responsabilidades públicas.
No quisiera acabar esta entrada sin aportar una interesante
reflexión de Frederic Laloux. Ciertamente, como ya estudió Gary Hamel, las
organizaciones (también las públicas) tienden en estos momentos hacia un
aplanamiento de estructuras y, asimismo, a un refuerzo de aquellas capacidades
de sus empleados relacionadas con la implicación, la creatividad y la
iniciativa (también la innovación), pero en todas estas cuestiones las
Administraciones Públicas siguen ancladas en el viejo modelo de “organizaciones
ámbar” caracterizadas por procesos y jerarquías formales. Sin embargo, aunque
la batalla por la transformación horizontal de esas organizaciones jerárquicas
pueda verse como perdida, Laloux pone el acento en el papel central que tienen
“los directivos intermedios (para) fomentar un entorno lo más saludable
posible”. Y ello no es algo menor en las organizaciones públicas, en las que el
sentido de pertenencia por parte de algunos de sus empleados públicos no es muy
evidente. La calidad de los directivos intermedios puede promover, en
cambio, que las organizaciones públicas puedan transformarse gradual y paulatinamente
en “lugares dinámicos e innovadores donde la gestión por objetivos dé a la
gente espacio para expresarse”, y superar así “los lugares estresantes y sin
vida, restringidos a una inercia de reglas y procedimientos” en los que, para
desgracia de todos (también de los ciudadanos) se han convertido buena parte de
las Administraciones Públicas.
Ya lo saben, aparte de reforzar la zona alta de sus
organizaciones en el sentido indicado al principio, inviertan recursos y
programas en este estrato intermedio, refuercen su calidad directiva, y notarán
poco a poco cómo sus organizaciones públicas comienzan a adaptarse a ese
entorno exterior que está cambiando a velocidad de vértigo, aunque ello no se
advierta todavía por los distintos gobiernos ni por buena parte de los
responsables directivos de las administraciones públicas. Pues en última
instancia ello no solo mejorará las Administraciones Pública como hábitat
profesional, sino que revertirá en la calidad de los servicios que se prestan a
la ciudadanía. Y este es el punto importante. No cabe duda.
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