Por AndrésMorey. Tu blog de la Administación Pública.- Oigo a un comunicador radiofónico alabar la eficacia y
rapidez de la administración de la coalición que gobierna la Comunidad Andaluza
y lo hace fijando la atención en la reducción de las listas de espera en la
sanidad; pero lo que me interesa es resaltar que dijo que para ello había
bastado con apoyarse en los funcionarios de carrera. Por ello, parece oportuno
referirse a ellos, en cuanto que la situación de interinos y contratados
temporales o no, preside principalmente las cuestiones jurídicas. Los
funcionarios de carrera constituyen, se puede decir, la estructura permanente
de la Administración y por esta misma razón son formalmente el factor humano
más importante.
La naturaleza del funcionario de carrera y su legitimidad
parte, primero de que a dicha condición puede acceder cualquier ciudadano que
cumpla los requisitos de una convocatoria pública de pruebas selectivas de
ingreso; las cuales conllevan un programa previo que ha de ser conocido y
demostrar que es así y de unas pruebas para ello y en las que se parte de los
contenidos del programa que obedece al tipo de funciones y competencias que se
han de desarrollar en los puestos a desempeñar. Estas pruebas y su superación
son las que, de acuerdo con lo establecido en la Constitución y en la ley,
legitiman al funcionario de carrera y le otorgan la permanencia en el puesto,
ya que ella es necesaria para que cumpla su función pública y la garantías que
ella implica. Y es así porque ha de ser, pese a las críticas y envidias que
suscite; sin perjuicio de que como cualquiera, al funcionario, al distinguir
entre el bien el mal o, en este caso, entre lo legal y lo ilegal o lo eficaz y
lo ineficaz, se le haga responsable de sus acciones. Si no tiene capacidad de
elegir, si es un mandado, no será responsable y si no lo es no hay garantía
alguna para los ciudadanos ni el interés general.
Así, por esta razón, las oposiciones han sido siempre el
primer y principal tipo de pruebas para el ingreso en la función pública, sobre
todo en aquellos puestos en los que la función exige del conocimiento de los
saberes inherentes al administrar público y que no son propios de la actividad
privada y no se adquieren por tanto en el mercado. La valoración de las
pruebas, el nivel exigible en ellas parte de que esos contenidos propios
generales a toda la Administración se hayan demostrado. Diríamos que este es el
nivel mínimo que supone o marca el programa y que el tribunal o comisión
selectiva ha de tener en cuenta y que no puede ignorar; pero el valor no
depende sólo de estos juzgadores, sino del nivel que demuestran los aspirantes
en las pruebas, de modo que no basta conocer sino ser mejor que los demás, pues
los aspirantes se oponen unos a otros. La obtención de una plaza es más cara o
más fácil según cual sea ese nivel de los opositores, siempre que se cumplan
los mínimos. Por eso no se debe de decir que una oposición se
aprueba sino que se supera.
En principio, pues, el que obtiene un puesto o ingresa en
la Administración pública a través de unas pruebas selectivas en competencia y
concurrencia con otros, ha demostrado que sabe y vale y que puede mejorar según
su trabajo y el conocimiento que adquiera en el mismo.
Pero conviene decir que me estoy refiriendo, pues, a una
formación previa exigible que se demuestra en la prueba selectiva, pero que hay
algo más que una preparación de oposiciones y su superación no otorgan. No sé
cómo referir ese algo, pero me atrevo a decir que son los valores morales o
éticos que la función pública implica y que describe el artículo 103.1 de la
Constitución: servicio objetivo a los intereses generales, aplicar los
principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación. Y para que quede claro que todo lo dicho implica un respeto al
principio de legalidad, el punto 1 citado acaba con el conocido con
sometimiento pleno a la ley y al Derecho. Y, por supuesto, los contenidos
propios de la Ciencia de la Administración pública.
No voy a insistir en la distorsión de la libre
designación en el sistema de objetividad y principio de legalidad. Pero sí en
que valores sustanciales son la objetividad que conlleva la imparcialidad como
base y ésta la no dependencia en la función. Dicho esto no hay más remedio que
tener que abordar la relación entre el espacio político y el administrativo. Ya
lo he hecho con cierta intensidad, pero hoy, por razones de brevedad, quiero
señalar que la formación posterior a las oposiciones del funcionario, es
esencial, por este orden: para la eficacia administrativa y política, para el
ciudadano y para la legalidad y el Derecho.
Esta formación debe insuflar estos valores que recoge el
artículo constitucional y ante todo, pues, la objetividad e imparcialidad. El
funcionario de carrera y sobre todo el superior es no sólo uno que ejecuta o
administra, siempre, de un modo u otro, asesora y su asesoramiento más propio
es el informe y más aún el de carácter preceptivo y en el campo plenamente
ejecutivo y jurídico la propuesta formal de resolución.
Si es cierto lo comentado de Andalucía, será porque el
funcionario de carrera ha sido consultado, se ha implicado en el problema, ha
asesorado, ha intervenido y se ha integrado en el objetivo político
correspondiente. Así será garantía para el político (menos coaches y otras
zarandajas) pues el funcionario es el primer experto, y si no lo es es porque
no hay formación después de la selección, sino una fábrica de cursitos que sólo
sirven para contratar amigos o subvencionar sindicatos o para que el
funcionario acumule puntos para concursos, y que nada tienen que ver o no con
la función a desarrollar. Será, también pues, sin duda, el funcionario garantía
de eficacia y de legalidad y favorecerá al ciudadano y se evitarán estructuras
caras e innecesarias.
Pero en estos momentos de predominio electoral y
político, nadie nos habla de esto.
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