“Una cosa es que a la Administración Pública le cueste ser
proactiva y tener una cierta visión estratégica, pero otra muy distinta es que
sea sencillamente estúpida” (C. Ramió)
Por Rafael Jiménez Asensio.- La Mirada Institucional blog.- Creo que hay debates que se deben abrir, aunque levanten
ampollas y generen un sinfín de críticas. Es muy fácil matar al mensajero,
sobre todo cuando trae noticias que no agradan. Lo que aquí sigue -ya les
advierto, un texto largo para este género del post- es una mera descripción de
un problema, un sucinto e incompleto apunte sobre un incierto futuro, y una
modesta aportación o consejo sobre cómo afrontar lo que vendrá.
Nadie puede poner en duda que las Administraciones Públicas
españolas, por lo que afecta a sus niveles superiores, tienen un elevadísimo
porcentaje de juristas. En verdad, si somos más precisos en el lenguaje,
deberíamos afirmar que la presencia de los titulados o graduados en Derecho es
sencillamente abrumadora en lo que se conoce como “Administración General” o
el back office de los sistemas administrativos, sean cuales fueren
los niveles de gobierno. Si ponemos la vista sobre los ámbitos sectoriales o
finalistas, esa presencia, como es obvio, se diluye. Pero, no nos llamemos a
engaño, todavía hoy los funcionarios de extracción jurídica son los que manejan
los resortes de poder interno en las organizaciones públicas, aunque cada vez
los tengan que compartir con otras titulaciones, como los economistas o, en
menor medida, médicos, ingenieros, psicólogos o informáticos.
En la función pública alemana tradicionalmente siempre se
habló del monopolio de los juristas (Juristenmonopol); de todos modos, a no
confundir el prestigio de la profesión de funcionario jurista en Alemania con
nuestra situación en general.
Las Administraciones continentales europeas
tuvieron predilección especial por fomentar una burocracia asentada en la
figura del “letrado” (primero en la construcción del Estado moderno, luego en
la Administración prusiana). Tras la revolución liberal, las
Administraciones de impronta francesa o napoleónica reservaron también un
amplio espacio a los juristas en sus diferentes cuerpos y escalas superiores.
La paradoja es que Francia fue la primera en apartarse de esa tendencia, cuando
configuró los estudios de Sciences po como la pasarela (casi)
necesaria para acceder a los cuerpos de élite. El Derecho seguía teniendo
fuerte presencia en esos estudios, pero junto con otras muchas materias
(economía, relaciones internacionales, historia, pensamiento político,
estadística, administración pública, etc.). Aun así, en otros cuerpos
administrativos superiores los estudios jurídicos siguieron siendo la antesala
del acceso a la función pública. Por el contrario, en la Administración del
Reino Unido los juristas siguen siendo minoría y dedicados a tareas
especializadas, no genéricas. Lo mismo ocurre en otras Administraciones de
corte anglosajón o en las nórdicas.
El modelo administrativo español siempre vivió muy
hipotecado a un importante número de cuerpos de élite en los que disponer de la
licenciatura en Derecho era requisito o, en su caso, una buena tarjeta de
entrada para acceder a tales estructuras funcionariales: los programas mandan y
el tipo de oposiciones más. Este modelo que pervivió durante los siglos XIX y
XX sigue aún vigente en la Administración General del Estado, con algunos
matices. Tan elevada presencia de juristas en el sector público se transmitió
con fuerza a las Administraciones de las Comunidades Autónomas o a las
Administraciones Locales. El isomorfismo institucional fue la pauta y se calcó,
en lo que se pudo, el modelo matriz. La necesidad era –o se pretendía
que fuera- que tales organizaciones públicas debían actuar de acuerdo con el
principio de legalidad (¿no actúan así las Administraciones anglosajonas o
nórdicas, sin apenas juristas, y con dosis mucho mayores de eficiencia?). Lo
cierto es que con esa excusa latente o aparente, legiones de titulados en
Derecho poblaron la nómina de las Administraciones Públicas. Muchos de ellos se
jubilarán en los años venideros, otros están llamando a la puerta. Pero no es
por ahogar sus respetables expectativas: ¿Realmente la Administración Pública
necesitará en los próximos años tal cantidad de juristas? Ya les anticipo que
rotundamente no.
Ciertamente, esos juristas que pueblan las nóminas
administrativas son muchas veces (o la mayor parte de las veces) tramitadores
de procedimientos administrativos de mayor o menor complejidad. No son muchos,
realmente, los que llevan a cabo tareas de concepción, informes complejos,
diseño de políticas, estudios comparados, o de elaboración de textos para la
producción normativa; menos aún son los que se dedican a las tareas de defensa
de la Administración Pública ante los tribunales, estos últimos normalmente
agrupados en cuerpos o escalas cuya nota diferenciadora es actuar como “letrados”
en los diferentes procedimientos judiciales. A estos no me refiero en estas
líneas, aunque algunas cosas que diré puedan también afectarles.
Administración Pública juridificada
Disponemos, por tanto, de una Administración Pública
altamente juridificada. Y, tal vez, convendría preguntarse si ese dato fáctico
no está actuando realmente como freno invisible a los procesos de
digitalización de las organizaciones públicas o aplazando, en algunos casos,
proyectos de mejora e innovación que se promueven en el ámbito público. Cierto
que hay una fina capa de juristas funcionarios que empujan tales procesos de
innovación, pero no menos cierto es que la inmensa mayoría, todavía hoy, no lo
hacen. Si se mira egoístamente, a nadie le gusta cavar su propia tumba. En
verdad, tales resistencias lo único que lograrán será jugar el papel de
adormideras temporales o de intentar poner (lo cual es imposible) puertas al
mar. Aunque sea más tarde que temprano, la Administración Pública tendrá que
subirse a la ola de la digitalización, comenzar a capear la intensa ola de la
automatización y sortear como pueda el imparable y durísimo oleaje de la
Inteligencia artificial. Ya sea con los juristas, muy a pesar de los
juristas o, incluso, contra los juristas.
Dicho de otro modo, las profesiones jurídicas en las
Administraciones Públicas, en cuanto que buena parte de las tareas que realizan
hoy en día serán automatizadas a medio plazo, están llamadas inevitablemente a
contraerse muchísimo en número de efectivos (dotaciones) en los próximos años,
salvo que tales instituciones quieran acumular personas sin (apenas) funciones
en sus respectivas organizaciones, lo que sería algo así como autodestruirse,
hipotecar sus presupuestos públicos o transformarse en entidades de
beneficencia de funcionarios parcial o totalmente desocupados.
¿En qué medida o con qué intensidad numérica esa contracción
de tareas terminará afectando a las dotaciones de empleos cubiertos por
juristas? Esto no tiene respuesta fácil, sobre todo mientras no dispongamos de
estudios empíricos, trabajo de prospectiva (evolución demográfica y análisis de
necesidades a medio plazo) y desarrollemos más (o algo) la herramienta de la
planificación estratégica de recursos humanos en el sector público. Pero sí se
puede afirmar con rotundidad que, tal como reconoce la abundante literatura
especializada sobre el futuro del empleo en un escenario de revolución
tecnológica, con la salvedad (y probablemente temporal) de los abogados que
actúan ante tribunales de justicia, las tareas de tramitación gestión
administrativa o técnica que no aporte especial valor añadido a la máquina
serán objeto inevitablemente de automatización. Entre las profesiones del
futuro no están las jurídicas, menos aún las de un trabajo jurídico altamente
rutinario y con desarrollos cognitivos o creativos limitados, así como que no
opere en el campo de las relaciones sociales o de la interactuación ciudadana.
Como ha recordado recientemente Torrejón Pérez (“El contenido de tareas y la
dinámica de las ocupaciones en España”; un interesantísimo artículo que me
remitió amablemente Mikel Gorriti), los impactos sobre los empleos de la
revolución tecnológica hay que analizarlos en función de las tareas: rutinarias, creativas y
de interacción social. Los impactos más inmediatos son, obviamente, sobre
tareas rutinarias. Por tanto, será muy importante para su mantenimiento a
corto/medio plazo el contenido “creativo” de las tareas del puesto y, más aún,
su dimensión social (tareas directivas, de asistencia, salud, educación, etc.).
Lo que no implica que tales empleos no se vean también finalmente afectados.
Como todo el mundo mínimamente informado conoce, la
Administración Pública a corto y medio plazo necesitará dotarse de un número
importante de empleos cubiertos por analistas de datos, ingenieros de datos,
programadores, monitores y programadores de robots, matemáticos, profesores con
otras competencias muy distintas a las actuales, personal sanitario y de
asistencia social, pero en todos estos últimos casos muy condicionados por un
entorno automatizado y de Inteligencia artificial que cambiará radicalmente los
roles y tareas de ese personal. Sin duda, se requerirán magistrados, fiscales,
abogados, policías, inspectores, etc., pero el número de efectivos y sobre todo
sus tareas también se verán ampliamente afectadas por la revolución
tecnológica. Y cada vez de forma más creciente.
Con este panorama sucintamente descrito, es oportuno
preguntarse qué hacer. Lo primero ver el problema. Lo segundo comprenderlo.
Y lo tercero, adoptar medidas. Dejaré los dos primeros pasos por
obvios, aunque son de imprescindible tránsito. Y me centraré en el último: ¿Qué
medidas tomar? Se puede resumir brevemente: una gestión planificada de
vacantes (Gorriti, 2018) y una gestión también cabal de las ofertas de
empleo. A corto plazo, la medida más sensata es, siempre que se produzca una
vacante de un empleo técnico-jurídico, ver si realmente a medio plazo tal
cobertura es imprescindible o si no sería mucho más apropiado crear una nueva
plaza con perfil técnico vinculada a las profesiones STEM y con las
competencias (soft skills, principalmente) que exigirá la automatización y la
IA en su impacto futuro en el sector público. Si transitoriamente fuera
necesario cubrir esa vacante con un perfil jurídico, optar por dos caminos: el
más aconsejable, configurar un programa temporal de naturaleza transitoria
anudado a la tecnificación gradual de las plantillas; el segundo, si se opta
por la cobertura definitiva de la vacante, exigir a esos “juristas” en el
acceso un elevado conocimiento y destrezas de competencias digitales, así
como en materia de protección de datos (su futura e inevitable reconversión,
siempre será más fácil si se parte de esos presupuestos), y garantizar que
acrediten actitudes y aptitudes para desarrollar competencias imprescindibles
en su labor futura: creatividad, iniciativa, resilencia y adaptación al cambio,
empatía, trabajo en equipo y pensamiento crítico. Nada de esto se evalúa en los
actuales procesos selectivos. Y se está llenando el empleo público de futuros
cadáveres funcionales o, en el mejor de los casos, de empleados que más
temprano que tarde estarán inadaptados al entorno con las consecuencias
emocionales y personales, amén de profesionales, que ello comportará.
No hacer esto, convocando indiscriminadamente y por inercia
las vacantes que se produzcan, es condenar a la Administración pública a no
atraer el imprescindible talento tecnológico (titulaciones STEM), algo que le
resultará muy caro de alcanzar por la competencia del mercado (a los analistas
de datos, ingenieros, matemáticos, etc., se los están rifando en el mercado:
hay escasez de tiulados para las necesidades inmediatas), además hoy por hoy el
sector privado es mucho más atractivo para las generaciones jóvenes ante la
obsolescencia brutal que presenta el sistema de acceso al sector público. Sin
una buena política de atracción del talento, la Administración Pública está
condenada a ser cautiva del sector privado in aeternum. Pero seguir
haciendo las cosas como siempre también es, tal como decía, hipotecar los presupuestos
públicos; pues no otra cosa significa tener decenas de miles de personas
ociosas o con un contenido de tareas enormemente bajo que no justificará la
existencia individualizada de muchas dotaciones en las Administraciones
Públicas (pensemos no solo en los juristas-tramitadores, sino también en
auxiliares, administrativos o técnicos de gestión). Y, en fin, desde un punto
de vista humano, probablemente se genere un insalvable problema a medio plazo:
¿Qué hacer con esos efectivos sin (apenas) tareas?, ¿recolocarlos?, ¿dónde?,
¿formarlos?, ¿en qué?
Robots
Carles Ramió ha escrito recientemente un oportuno libro
sobre Inteligencia artificial y Administración Pública (Catarata,
2019), subtitulado “Robots y humanos compartiendo el servicio público”. En una
primera fase de desarrollo de la automatización e IA, así será; luego esa
compartición se puede ver seriamente dañada (pero a esto mejor no ponerle
fecha). El autor, para enfrentarse transitoriamente a tan importante reto, da
una receta plenamente correcta: “Hay que tener una visión de prospectiva para
evitar convocar puestos de trabajo de carácter cerrado que en el futuro puedan
desaparecer por la robotización y la inteligencia artificial, y, en los casos
en que los puestos vayan a ser necesarios en el futuro, definirlos muy bien
cuantitativamente e invertir en formación continua para evitar su
obsolescencia” (p. 152).
Por su parte, José Ignacio Latorre, Catedrático Física
Cuántica, ha escrito un estimulante e inquietante ensayo con el título de Ética
para máquinas (Ariel, 2018). Sobre el impacto de la Inteligencia
Artificial, este autor se autocalifica de “ecuánime”, pues ni se inclina por el
pesimismo ni tampoco por el optimismo sin matices. Se situaría en el foco de
análisis de otros ensayistas de ciencias sociales como el economista Alejandro
Hidalgo (El empleo del futuro, 2018). A pesar de optar por esa visión
moderadamente optimista, ninguno de estos autores puede esconder una realidad
innegable: el empleo del futuro, también el “público”, sufrirá una transformación
disruptiva de gran calado. Según Latorre, “el tránsito hacia la tecnificación
masiva no estará exenta de dolor”. Todo apunta, como también señala este autor,
a que la lucha futura se producirá entre generaciones. Por no mentar los
problemas de brecha de género (como recoge acertadamente Hidalgo, solo un
porcentaje mínimo de mujeres cursa hoy en día titulaciones STEM, y ello puede
tener serias consecuencias futuras sobre su empleabilidad). Y todo esto no son
datos menores.
El punto central por lo que a esta entrada importa es, sin
embargo, otro: “Gran parte de las personas que pierden un puesto de trabajo
debido a la tecnificación no son capaces de adecuarse a un nuevo mundo laboral.
Ese problema afecta especialmente a los trabajadores de mayor edad, (quienes)
forman una generación que no podrá adaptarse a la nueva economía impuesta por
el uso ubicuo de las máquinas” (Latorre, 180-181). El problema emergerá en el
sector público no tanto cuando se pierda el empleo, sino cuando desaparezcan
las tareas para cuyo desempeño está preparado el funcionario. ¿Habrá espacio de
reconversión?: en muchos casos no. Seamos sinceros.
¿Alguien en su sano juicio cree realmente que ese imparable
proceso no tendrá impacto alguno sobre el empleo del sector público o sobre los
innumerables empleos de tramitación o de gestión jurídico-administrativa? Si
así fuera, que se lo vaya mirando. No es buena estrategia hacerse trampas en el
solitario. Menos aún distraer el problema, hasta ocultarlo o pretender hacerlo
invisible. Hay realidades que no se pueden tapar, por mucho que no pocos se
empeñen. Tales olas u oleajes de transformación o disrupción acelerada
llegarán, aunque sea tarde, pues no cabe duda que habrá resistencias internas
sinfín. Y, si no se ponen medidas tempranas, graduales y racionales, sus
efectos serán sencillamente devastadores. No solo para las estructuras o para
los presupuestos públicos, también para las personas.
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