Por Rafael Jiménez Asensio.-Blog La Mirada Institucional.- El artículo 103.3 de la Constitución se proyecta
esencialmente sobre la institución de función pública, pero tal expresión debe
ser entendida en sentido lato (empleo público). Y sus previsiones se han de
poner en estrecho contacto (en lo que a función pública en sentido estricto
respecta) con el derecho fundamental de acceso a la función pública (artículo
23.2 CE), pero asimismo con el sistema de distribución de competencias en lo
que afecta al régimen jurídico de los funcionarios (artículo 149.1.18 CE). No
es momento, sin embargo, de tratar tales cuestiones.
Ahora me interesa solo
poner el acento en dos principios, que recogidos en este artículo 103.3 CE,
dibujan las líneas esenciales de lo que es la institución de función pública:
acceso por mérito y capacidad (garantía de profesionalidad) y la imparcialidad
(como atributo existencial de la propia institución). Es importante constatar
cómo fruto de un desarrollo normativo escasamente adecuado, un desinterés
político manifiesto y una inadaptación al cambio en ocasiones más que evidente,
se ha ido produciendo el lento declive en la aplicación efectiva de tales
principios.
La situación de partida se intentó corregir por medio del
Estatuto Básico del Empleado Público de 2007 (TREBEP), dónde se recogía
explícitamente que esa reforma se emprendía con la voluntad de aproximar el
modelo de función pública al existente en otros países de la Unión Europea. A
pesar de reconocerse que esa maniobra de aproximación sería un proceso
“previsiblemente largo y complejo”, lo cierto es que a día de hoy (2018) el
fracaso de la reforma emprendida puede calificarse de estrepitoso.
Conviene detenerse en lo que la Constitución quiso y lo que
realmente fue o, mejor dicho, lo que ha terminado resultando. La voluntad
inicial era buena, pero las Constituciones escriben sus renglones sobre los
torcidos legados de la historia de la función pública y también de las
patologías inherentes a su funcionamiento insertas durante los últimos
doscientos años.
Comienza el precepto constitucional estableciendo que el
estatuto de los funcionarios públicos se regulará por Ley. Leyes de función
pública abundaron en la primera etapa del desarrollo constitucional, sobre todo
una vez aprobada la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de
la función pública, que desbrozó el camino para que las Comunidades Autónomas,
en un ejercicio de isomorfismo institucional y con imaginación más bien
estrecha, reprodujeran un modelo de función pública que abandonaba parcialmente
el sistema corporativo (sistema de carrera) sin atreverse a echarse en manos
del sistema de puestos de trabajo (sistema de empleo). La OCDE ya venía
encuadrando a la institución de función pública de los diferentes países en una
de esas dos casillas: modelos de carrera o modelos de empleo. España se quedó
en medio. No suele ser buen sitio, menos aún cuando se cruzan técnicas
organizativas que tienen difícil encaje en esos sistemas mixtos y al final se
anulan entre sí. Y con ello convivimos.
Hay una función pública de la Administración General del
Estado que por la zona alta dispone de un conjunto plural de cuerpos con
funciones diversas con gran poder indirecto (cuerpos de élite), que funcionan
como repúblicas autónomas y que, por lo general, capturan áreas importantes del
actuar político-administrativo, sin un sistema homogéneo de reclutamiento
(salvo la trasnochada oposición memorística en la era de Internet, que genera a
su vez una cultura o espíritu de cuerpo en singular muy acusado) y
con una presencia social y territorial en lo que afecta a sus efectivos muy
poco o nada representativa de lo que es este país llamado España. Luego un
sinfín de cuerpos que se agrupan por niveles de titulación, de importancia menor,
pero aún con una presencia dominante cuantitativamente hablando de funcionarios
de los Grupos o Subgrupos de Clasificación instrumentales (C1 y C2) frente a la
necesaria e inevitable tecnificación (A2 y A1) que una Administración del
Estado con apenas competencias ejecutivas exige. La alta función pública del
Estado debe reforzar mucho la extracción tecnológica de sus miembros, donde las
titulaciones STEM (ciencias, tecnología, ingenierías y matemáticas),
deberían ser las dominantes en un futuro mediato. El papel de los juristas en
la Administración declina, aunque nada parece apuntar en esa dirección. En otro
orden de cosas, llama poderosamente la atención que la propia Administración
General del Estado haya sido precisamente el nivel de gobierno que menos ha
hecho (ni siquiera intento alguno) por adaptar su normativa al EBEP. Como si no
existiera. Dato determinante. No hay política de función pública. O, al menos
no la ha habido. Veremos a partir de ahora. Hacienda ha determinado cómo se
deben gestionar anualmente los recursos humanos de la función pública (en clave
exclusiva de restricciones de gastos de personal). El resultado está a la
vista: una función pública endémica, marcadamente envejecida e inadaptada a los
tiempos en los que ha de actuar. Los retos son innumerables y el tiempo escaso.
Por otro lado, disponemos de unas funciones públicas de
Comunidades Autónomas formadas inicialmente con el personal que provenía del
desguace territorial de la Administración General del Estado (traspasos) o, si
no, con reclutamientos masivos y acelerados de personal, que en su primera
etapa distaron en muchos casos de cumplir las más mínimas exigencias de
profesionalidad y de mérito, cuando no de imparcialidad. Legiones de
contratados administrativos e interinos se aplantillaron por doquier, con
sistemas de selección blandos que ahora en los años 2018 y siguientes se
quieren replicar. Unas élites administrativas débiles son un mal freno para los
inevitables apetitos de la política de colonizar la Administración Pública. Una
función pública con un componente profesional frágil tampoco actúa de dique
frente a la corrupción. Y, en alguna medida, eso es lo que ha pasado. Una
función pública con estándares de profesionalidad relajados sirve mal a la
ciudadanía y no coadyuva en la necesaria transformación del sector público.
Pero los niveles de gobierno autonómicos, tal como también
hicieron también la Administración del Estado y los entes locales,
multiplicaron los entes del sector público y las empresas públicas, donde la
entrada del clientelismo político fue transformando tales entidades con el paso
del tiempo en una suerte de “cuevas de Alí Babá”. Algo que han terminado
sancionando algunos tribunales del orden social que, con olvido expreso del
artículo 55 TREBEP (en relación con la disposición adicional primera del mismo
texto normativo), toleran esa corrupción de baja intensidad que implica acceder
a empleo en el sector público empresarial sin salvaguardar efectivamente los
principios de igualdad, mérito y capacidad. Así las cosas, el clientelismo o el
amiguismo, cuando no el nepotismo, campa por sus anchas en ese ámbito.
Y, además, los tribunales de justicia (incluso el Tribunal
Constitucional) se mostraron totalmente impotentes para detener ese “disfraz de
oposiciones” o el arraigo de las clientelas en el ámbito público. Centenares de
miles de personas se hicieron así empleados públicos (funcionarios o laborales)
o empleados de empresas públicas enchufadas al presupuesto público, a través de
medios espurios. La profesionalización de la función pública o del empleo
público (el acceso de acuerdo con los principios de mérito y capacidad),
incluida como vector de la institución, fue sencilla y lisamente ignorada en no
pocas ocasiones durante los últimos cuarenta años. Y todo apunta que esa
tendencia seguirá en los próximos años mediante esa extraña figura que se
denomina la tasa de “estabilización del empleo temporal” (artículo 19 de la Ley
3/2017, de 27 de junio, de LPGE; ahora ampliada en su radio de acción por el
proyecto de Ley de PGE para 2018). Las Constituciones en España dicen unas
cosas y la práctica cotidiana otra muy distinta. Así ha sido desde que a partir
de 1837 se incluyó en la Constitución el siguiente principio: “Todos los
españoles son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito y
capacidad”. En fin, tiene guasa que este principio se enunciara cuando el
sistema de cesantías, implantado por cierto en el período de la Constitución
gaditana de 1812, estaba entrando en su pleno apogeo. Con esas seguimos. Las
Constituciones pueden decir lo que quieran, incluida la de 1978, que ya se hará
lo que proceda.
Si esto ha sido así en buena parte de las Comunidades
Autónomas, al menos en períodos muy concretos de su desarrollo institucional,
mejor no aproximarse al precipicio local. Aquí, junto con la debilidad endémica
de la función pública solo subsanada parcialmente por la existencia de un
reclutamiento centralizado (no precisamente muy adaptado al principio de
autonomía local) de lo que antaño fueron los cuerpos nacionales de
Administración Local (cuya constitucionalidad fue bendecida por las SSTC
25/1983 y 235/2000) y luego fueron reconvertidos (o travestidos) en
funcionarios con habilitación de carácter nacional, la implantación del régimen
laboral y la multiplicación de prácticas clientelares, han sido la regla en no
pocas administraciones locales. Solo algunos de los municipios de cierto tamaño
o entidades locales muy concretas han conseguido establecer sistemas de acceso
al empleo público que se basen en la libre concurrencia y en el principio de
igualdad, mérito y capacidad.
El proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para
2018 (asentado en este punto en el II Acuerdo para la mejora del empleo
público y de las condiciones de trabajo) ahonda y multiplica los procesos de
“estabilización”. No cabe duda que esa transformación mágica de centenares de
miles de interinos en personal funcionario de carrera o laboral fijo,
encontrará “fundamentos” suficientes en la frágil y alicorta aplicación del principio
de mérito por parte de la jurisprudencia constitucional y
contencioso-administrativa durante el período que transcurre desde finales de
la década de los ochenta del siglo pasado hasta nuestros días. Nunca ha sabido
el Tribunal Constitucional articular el principio de igualdad en el acceso a la
función pública sobre parámetros basado en la libre concurrencia en un
proceso competitivo, como son las pruebas selectivas de acceso a la función
pública o al empleo público. Contaminada su jurisprudencia por los constantes
procesos de “consolidación” o “estabilización” del empleo temporal (al que se
accede, por lo común, a través de pruebas de comprobación de mínimas exigencias
o incluso por unos sistemas de gestión de bolsas altamente discutibles en
términos de acreditación de la profesionalidad), la jurisprudencia del Tribunal
ha ido desde sus inicios haciéndose “trampas en el solitario” y transformando
esos procesos selectivos en pruebas amables (o, al menos, accesibles por la
“mochila de puntos”) para los que ya están e imposibles prácticamente de
superar para quien tiene la condición de outsider. Y no pongamos ejemplos,
aunque algunos son muy recientes y sangrantes.
Curiosa concepción de lo que es el principio de mérito por
parte de los tribunales de justicia y del Tribunal Constitucional, pues ambas
instancias, consciente o inconscientemente, han “comprado” la versión
empobrecida y de falso igualitarismo de lo que los sindicatos entienden por
principio de mérito. Con toda franqueza, si se quieren evaluar cabalmente los
méritos y capacidades de quiénes ya están desarrollando su actividad
profesional como interinos en la Administración (algo que ha de hacerse, pero
de otro modo), hay una vía objetiva mucho más ortodoxa en términos
constitucionales y finalistas: diseñar un tipo de pruebas selectivas donde los
conocimientos y destrezas (saber, saber hacer y saber resolver problemas con
los que se enfrentarán los empleados públicos en su quehacer cotidiano) estén
adecuadas a las funciones y tareas que se deben desarrollar su futuro
profesional (una finalidad exigida para los procesos selectivos por el propio
TREBEP) y dotar, así, de un peso importante en el conjunto de la valoración a
tales pruebas, dejando reducidas a su mínima expresión las pruebas memorísticas,
que poco o nada acreditan. Sorprende observar cómo el viejo formato
decimonónico de oposiciones sigue vigente: temarios extensos, pruebas de
“cantar temas”, casos prácticos rebuscados e irreales, tribunales durmientes
que escuchan (o simulan hacerlo), sin especialización alguna en buena parte de
los casos, test infames cuya preparación exige estudiar texto legales que están
al alcance de todos con un simple clic. Nada se está innovando en este
imprescindible campo: las Administraciones Públicas seleccionan “a ciegas”. Muy
poco de lo que exigen servirá para afrontar el escenario de la próxima década.
En efecto, los empleados públicos del futuro, especialmente
los empleos superiores, tienen que acreditar pensamiento crítico, creatividad,
innovación y trabajo en equipo. Y para acreditar esas competencias los procesos
selectivos tradicionales están absolutamente obsoletos, anclados en una
concepción decimonónica cuando estamos inmersos ya en la revolución digital y
está entrando con fuerza la revolución tecnológica. Pero tampoco por ahí se
quiere caminar, pues se dejaría en la cuneta a aquellos que “no sepan hacer” o
no acrediten tales competencias. Y eso generaría alta tensión. Las inercias
mandan.
En cualquier caso, seamos realistas, la situación descrita
ya no tiene solución: es de tal tamaño la bolsa de interinos en la
Administración Pública española (se habla de un cifra que supera las
cuatrocientas mil plazas en cobertura temporal), tras el cierre irresponsable
durante años de las ofertas de empleo público con la absurda medida de la tasa
de reposición (que en nada afecta a la contención del gasto en el ejercicio
presupuestario en la que se implanta), que esa cuestión se ha convertido en un
potencial problema de orden político que puede poner en jaque a cualquier
Gobierno.
Vuelta a empezar
Por tanto, vuelta a empezar. Los problemas de hace treinta
años retornan a la agenda con las mismas “soluciones” (aunque disfrazadas o
remozadas). ¿Tan difícil es llevar a cabo, a partir de ahora, una política de
previsión de efectivos que adecue las necesidades de la Administración Pública
y opte por la captación de talento a través de procesos selectivos ordinarios
renovados y continuos, erradicando así de forma absoluta la temporalidad en el
empleo público? Para alcanzar ese objetivo hay que hacer política de
recursos humanos. Y esto es algo hoy por hoy ausente en la mayor parte de
las instituciones públicas. El abandono (cuando no desprecio) político hacia
los problemas de gestión del empleo público, la captura sindical y unas
unidades de recursos humanos “educadas” los últimos años en la mera
supervivencia, son un cuadro poco halagüeño para cambiar un statu
quo incrustado hasta la médula en el funcionamiento de la institución.
Además, la profunda crisis fiscal, con una pésima política presupuestaria en
esta materia, terminó por agudizar un problema endémico, del que ya nadie sabe
cómo salir sin que el ADN de la institución de función pública (profesionalidad
y mérito) sufran daños irreparables. Y, mientras tanto, el cambio del entorno
en el que se mueve la Administración Pública sufrirá auténticos terremotos en
los próximos años, pillando una vez más dormitando plácidamente a los
responsables políticos y gestores, que solo se preocupan de lo inmediato y
apenas son capaces de ver lo que se les viene encima. Veremos las
consecuencias.
Hay, por tanto, que ponerse manos a la obra, pues si no la
situación descrita tendrá difícil arreglo. Cabe, en primer lugar, enfrentarse a
esas macro convocatorias selectivas con otra filosofía de gestión de los procesos
e introduciendo graduales mejoras, aunque sean pequeñas, en tales ámbitos. Y
que vengan para quedarse
La auténtica ventana de oportunidad está, sin embargo, en
desarrollar una política estratégica inteligente de recursos humanos que sepa
combinar la salida masiva de empleados públicos que se producirá en los últimos
años (jubilaciones ) con las necesidades reales e inaplazables de
transformación de las estructuras de puestos de trabajo en las organizaciones
públicas como consecuencia de la revolución tecnológica (identificando las
necesidades objetivas que tendrá la Administración del futuro). Y entonces, sí,
cambiar los procesos selectivos de forma radical, homologándolos con lo que
están haciendo el resto de las democracias avanzadas. En suma, existe una
ventana de oportunidad. Aquellas Administraciones Públicas que sepan
aprovecharla, se transformarán. Y aquellas otras que la ignoren, quedarán
absolutamente desfasadas. Y eso, aunque no lo parezca, también es política.
NOTA: Este Post es un resumen, ampliamente retocado, de
un Comentario al artículo 103 de Constitución que será publicado recientemente
en un libro colectivo en homenaje al Profesor Luís López Guerra. Por ello se
centra la atención principalmente en los principios recogidos en el artículo
103.3 del texto constitucional.
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