José Antonio Sánchez, el último presidente de RTVE |
Esta forma de gobierno exige una gran exquisitez en las
formas de todos los implicados. La corporación debe gestionarse con la mirada
puesta en los ciudadanos que pagan el impuesto, responsabilizándose ante ellos,
y los representantes parlamentarios se limitan a concretar ese mandato en forma
de acuerdo por 10 años, un periodo alejado de los ciclos electorales.
Siempre me gusta explicar que ese modelo de gestión es posible en un país de
larga tradición democrática donde, por ejemplo, uno puede encontrarse con una
casera cuando va a estudiar inglés que le prohíbe ducharse cada día porque el
pueblo en el que vive decidió combatir la sequía limitando el uso de agua en
ese menester y no en el riego de los jardines. “Voté en contra, pero no me
gustaría que mis vecinos pensaran que no respeto la decisión de la mayoría”,
fue su sentencia. Imaginen cualquiera de ustedes qué pasaría entre nosotros en
una situación análoga.
Hace poco más de una década, en el bienio 2004-2006,
vivimos el intento más serio de trasladar a España el modelo de la BBC. Se
legisló en ese sentido paralelamente en Cataluña –durante el primer tripartito–
y en el Congreso de los Diputados –en la primera legislatura de Zapatero– y se
crearon dos leyes que emulaban, con matices, el sistema británico de elección
de los órganos de gobierno de la Corporació
Catalana de Mitjans Audiovisuals (CCMA) y de la flamante Corporación de RTVE.
El precio que se pagó para ponerlas en marcha fue engrandecer los consejos para lograr de esa manera las mayorías parlamentarias cualificadas para elegir a sus miembros, que nunca dejaron de ser concebidos por los partidos como meras cuotas de representación que administran al ritmo de la dinámica política general y electoral sin respetar el principio de autonomía. Las leyes podían ser iguales que las de la BBC, pero ni España ni Cataluña eran Gran Bretaña y, principalmente, el régimen económico de ambas corporaciones no tenía nada que ver con el de la radiotelevisión pública de Su Majestad. La prueba más fehaciente de la falta de convicción en el modelo la tuvimos cuando el Gobierno de Zapatero, sólo tres años después de reformar RTVE, alteró con una segunda ley su régimen económico, prohibiendo la emisión de publicidad –una exigencia de las televisiones privadas– y dejándola de nuevo en manos de los favores del Gobierno a través de la subvención y de un precario sistema de impuestos a los operadores de telecomunicaciones.
El precio que se pagó para ponerlas en marcha fue engrandecer los consejos para lograr de esa manera las mayorías parlamentarias cualificadas para elegir a sus miembros, que nunca dejaron de ser concebidos por los partidos como meras cuotas de representación que administran al ritmo de la dinámica política general y electoral sin respetar el principio de autonomía. Las leyes podían ser iguales que las de la BBC, pero ni España ni Cataluña eran Gran Bretaña y, principalmente, el régimen económico de ambas corporaciones no tenía nada que ver con el de la radiotelevisión pública de Su Majestad. La prueba más fehaciente de la falta de convicción en el modelo la tuvimos cuando el Gobierno de Zapatero, sólo tres años después de reformar RTVE, alteró con una segunda ley su régimen económico, prohibiendo la emisión de publicidad –una exigencia de las televisiones privadas– y dejándola de nuevo en manos de los favores del Gobierno a través de la subvención y de un precario sistema de impuestos a los operadores de telecomunicaciones.
Contrarreforma
El fracaso del modelo de 2006 y la crisis económica de
2010 permitieron que tanto Convergència i Unió como el PP, cuando regresaron al
Gobierno, lo tuvieran fácil para forzar la
contrarreforma con idénticas medidas: reducción de los miembros de los
consejos –que habían exigido para sumarse al consenso anterior– y eliminación
de las mayorías cualificadas para su elección parlamentaria. Dijeron, y en
parte no les faltó razón, que las transformaciones de la CCMA y de RTVE habían
sido puramente cosméticas. Y en buena parte fue así: el centro-derecha nunca se
la creyó y el centro-izquierda siempre la vivió como un movimiento lampedusiano;
entre otras cosas porque los colectivos internos que exigen las reformas
–como ahora hacen los ‘viernes negros’– tienen también una confluencia de
razones profesionales e ideología política, absolutamente respetable pero muy
poco británica.
Para los profanos en el Derecho Administrativo, el
decreto del viernes pasado es ciertamente paradójico porque es el
Gobierno quien fuerza al Parlamento a tomar una serie de decisiones. La base
legal es la urgencia motivada por la imposibilidad, de acuerdo con otro decreto
ley del PP de 2102, de prolongar el mandato del actual presidente de la
Corporación.
La intención del Gobierno Sánchez es forzar con ello la activación
de la
reforma aprobada por la oposición durante el último mandato de Mariano
Rajoy y que PP y Ciudadanos pretendían subvertir de nuevo para asegurarse una
reproducción de los pesos parlamentarios de unos y de otros. La solución pasará
posiblemente por una ampliación, de nuevo, del Consejo para albergar a los
representantes de las minorías parlamentarias. Una alternativa que,
curiosamente, igual ayuda de rebote a aclarar también la situación de la CCMA
en Cataluña, gobernada por una
ley ‘ómnibus’ pactada por Artur Mas con el PP, y donde son los
socialistas los que se podrían beneficiar del mejor trato a las minorías en
este caso a costa de Ciudadanos, primer partido del Parlament al que
algunas mentes iluminadas del independentismo quieren dejar fuera de los
órganos de gobierno de la radiotelevisión pública catalana.
Todo, como vemos, muy poco británico. Las
exposiciones de motivos de todas estas leyes se llenan la boca de conceptos
altisonantes como ‘pluralismo’, ‘independencia’ o ‘transparencia’ donde solo
hay cuotas, reducción de la pluralidad al partidismo y precariedad económica de
las corporaciones públicas para asegurarse el cordón umbilical con los
gobiernos, tengan la mayoría que tengan, más o menos amplia.
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