Quítate tú pa ponerme yo (Canción de salsa, Fania All Stars)
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- En 1996, tras el cambio de gobierno que se produjo en
España, me llamó un periodista de un medio de comunicación madrileño que quería
hacer un reportaje sobre los efectos que ese cambio de gobierno estaba teniendo
en relación con la cadena de ceses y nuevos nombramientos que se contaban
entonces por centenares o incluso miles. Un parlamentario desconocido, llamado
Rodríguez Zapatero, había presentado varias preguntas sobre este tema dirigidas
al entonces Ministro del ramo, señor Mariano Rajoy, y le había trasladado al
periodista en cuestión su perplejidad por esa caza de brujas que estaba
teniendo lugar.
Por aquellas fechas acababa de publicar un libro
titulado Altos cargos y directivos
públicos. Las relaciones entre política y administración en España (IVAP,
Oñati, 1996, reeditado y actualizado en 1998). Y, tal vez por eso, el
periodista se dirigió a mí para que le diera algún criterio que explicara por
qué el Gobierno de Aznar “no estaban dejando títere con cabeza” y se habían
producido ceses en cadena en puestos de altos cargos, directivos del sector
público y en la alta función pública. Al parecer, tanto el periodista como el
parlamentario en cuestión, estaban sorprendidos de que eso se pudiera producir
sin ningún tipo de límites: su esquema argumental era que quienes ocupaban esos
puestos directivos tenían la condición, generalmente, de altos funcionarios
cualificados y que cesarlos era una medida que rayaba lo arbitrario. Es más,
incluso una directora de una entidad instrumental de carácter cultural, llamada
Elena Salgado, judicializó su cese, llegando incluso en amparo hasta el
Tribunal Constitucional, quien cerró de un portazo (Auto de inadmisión) esa
pretendida vulneración de su derecho fundamental: en esos puestos la confianza
política era el dato determinante, sancionó el Tribunal, y no el mérito y la
capacidad. Asunto zanjado.
Al periodista en cuestión le respondí algo que con
frecuencia repito desde aquellas fechas: “Dígale al Sr. Rodríguez Zapatero que
su partido ha estado catorce años en el poder y no ha cambiado las reglas del
juego: esos niveles directivos, para desgracia de todos, son, según el marco
normativo entonces y ahora vigente, de provisión política, de libre
nombramiento o de libre designación; en consecuencia, de libre cese. Tiempo tuvieron
para cambiar esas reglas y no lo hicieron. Así que no se sorprendan tanto”.
Ciertamente, en honor a la verdad, hubo dos tímidos intentos de
“profesionalizar” algunos niveles de altos cargos en el primer y en el último
mandato de Felipe González. Pero esa ”profesionalización” se entendió como
mera reserva de algunos de esos niveles a su provisión entre funcionarios.
Nunca se puso en marcha.
Con base en esa última propuesta, poco después (1997), el
entonces Ministro de Administraciones Públicas, Sr. Rajoy, sí que introdujo una
reforma cosmética y la quiso vender (juego de palabras o de malabares) como
“profesionalización de la función directiva”. Reservó algunos de los puestos de
altos cargos para su cobertura entre altos funcionarios, pero en el fondo no
cambió nada: impuso un sistema de spoils system de circuito
cerrado (seguían siendo niveles orgánicos de libre nombramiento y cese) y
reservó de facto la
cobertura de esos niveles a los cuerpos de élites de la Administración General
del Estado. Pero en lo demás las cosas siguieron igual. La penetración de la
política siguió su imparable curso y, a pesar de que tanto ese parlamentario
(José Luís Rodríguez Zapatero) como el entonces ministro (Mariano Rajoy)
terminaron siendo, casualidades de la vida, presidentes del Gobierno desde 2004
hasta 2018, nada han cambiado las cosas desde entonces en este tema. La
politización de la alta Administración campa a sus anchas, gobiernen unos u
otros. Y si el sistema no ha estallado por los aires ha sido por una cuestión muy
elemental: los ciclos políticos de mandatos tanto del PSOE como del PP han
sido, hasta este momento, más o menos largos (como mínimo dos mandatos). Esa
larga secuencia se trunca esta vez con 6 años y poco más de mandato Rajoy. Sin
embargo, esa (relativa) estabilidad, de la mano de la quiebra total del
bipartidismo dominante, ha llegado a su fin. Y las consecuencias sobre lo que
estoy tratando no serán menores, sino que se multiplicarán en sus letales
resultados. Y, si no, al tiempo.
En efecto, siempre que se produce un cambio de Gobierno
en España, ya sea en la Administración central, autonómica o local, viene de
inmediato una decapitación de la mayor parte, si no la totalidad, de las
personas que ocupan los niveles directivos en esas organizaciones y en las
entidades de su sector público. El modelo de alta Administración en España
tiene una penetración de la política muy superior a la existente en el resto de
las democracias avanzadas, en las que, por lo común, la profesionalización y la
continuidad (con mayor o menor intensidad) de la dirección pública superior y
media de la alta Administración está plenamente garantizada.
Ni que decir tiene que un modelo tan altamente politizado
tiene graves consecuencias sobre las políticas públicas y el funcionamiento
ordinario de la maquinaria político-administrativa. Renovar radicalmente
centenares o miles de puestos de responsabilidad directiva cuando un nuevo
Gobierno arranca, sea al final del mandato o a lo largo de la legislatura,
supone echar a la basura el conocimiento adquirido, paralizar los proyectos en
marcha, rellenar los huecos que se van sustituyéndolos bajo criterios
exclusivos de confianza política o personal, reescribir de nuevo una hoja en
blanco, en la que la memoria organizativa se ha perdido absolutamente y, en
fin, comenzar una vez más la operación de tejer y destejer en la que están
inmersas nuestras organizaciones públicas desde hace décadas, si no siglos. El
tejido de Penélope es la metáfora más válida. Aprendizaje permanente propio de
organizaciones estúpidas en la era de la Administración inteligente.
Situación preocupante
Situación preocupante
La situación es altamente preocupante. En las próximas
semanas y meses vamos a ver y percibir, una vez más, sus letales efectos. Tras
el triunfo de esa nueva modalidad de moción de censura que podríamos calificar
como “deconstructiva” (el ingenio de la política española no tiene límites), la
noria de ceses y nombramientos se pondrá de nuevo en marcha. Los que se irán,
que serán legión, lo serán marcados con su particular cruz en la frente. A los que
llegan también los marcarán. Y esa mácula les perseguirá de por vida. En esta
política cainita y sectaria que se ha impuesto, colaborar con el enemigo tiene
su precio. Los centuriones de quien fuera Vicepresidenta del Gobierno,
extraídos de “su” cuerpo de Abogados del Estado, pasarán a estar amortizados y
serán sustituidos por fieles a la causa habitualmente procedentes de otro u
otros cuerpos de élite de la Administración Pública. La guadaña, sin embargo,
no solo se cebará en estos niveles orgánicos de la alta Administración, sino
que trabajará intensivamente en todas las entidades del sector público estatal
y en la alta función pública del Estado y, cuando toque, afectará asimismo al
resto de niveles de gobiernos inmersos en cualquier tipo de cambio político o
en la formación de “agregaciones” (que no coaliciones) de lo más diversas.
Así las cosas es obvio que no hemos aprendido nada en
estos últimos veinte años. Mientras otros países no solo de la órbita
anglosajona o nórdica, sino también de cultura administrativa continental, como
Bélgica, Chile o Portugal (algo que pretende hacer también hasta Túnez), han
institucionalizado una Alta Dirección Pública Profesional, España (en todos los
niveles de gobierno) sigue con el reloj parado. Tal vez nadie se ha detenido a
pensar las estrechas relaciones que puede haber entre la politización de la
Alta Administración y la ineficiencia del sector público, cuando no a la
facilidad de implantación de malas prácticas o inclusive de pura corrupción
(ahora que esta última ha cogido tanto protagonismo). Convendría que se le
diera una vuelta a este argumento.
Fragmentación política
Fragmentación política
Mientras tanto en un país en el que la fragmentación
política ya es un hecho y que los gobiernos precarios serán la pauta dominante
a partir de ahora, los incentivos políticos perversos para mantener ese statu quo son elevadísimos,
pues todos aquellos partidos políticos que están en la oposición (en la “sala
de espera”) sueñan con premiar a “los suyos” con la innumerable nómina de
cargos directivos en el sector público que existe hoy en día en España y así
garantizar que puedan pastar sus respectivas clientelas con cargo al dinero
público, aunque su amateurismo salga caro a la ciudadanía española, por la que
nadie al parecer se preocupa.
Ya se ha producido el cambio de Gobierno en el ámbito
estatal. Pronto vendrán elecciones autonómicas (las andaluzas o antes las
catalanas, sino son también adelantadas las vascas, luego las del resto de
comunidades autónomas y las municipales, que tienen fecha fija), también las
legislativas en España coincidiendo con una de las anteriores. La noria
política de la alta Administración va a tomar en los próximos meses velocidades
de vértigo. Esa noria se parará infinitas veces para descargar y cargar de
nuevo ese personal cesado y el nombrado de nuevo. Y, una vez hecho esto,
reanudar su viaje a ninguna parte. Mientras tanto, en las huestes de los
partidos, innumerables y nerviosos ojos miran expectantes preguntándose cuándo
les tocará a ellos subir en tan preciada y codiciada silla. Y así seguimos
cuarenta años después. Si nadie lo arregla continuaremos de ese modo devastando
eternamente la alta Administración, que es el lugar estratégico por excelencia
para gobernar con resultados eficientes. Pero no sean ingenuos, aquí nadie
apenas conjuga el verbo gobernar. Lo importante es ganar elecciones, pero lo
realmente sustantivo en un sistema parlamentario de gobierno es hacerse con el
poder. Simple y llanamente para subirse y subir a los suyos a la noria que
tanto les gusta. La política entre nosotros es todavía hoy un parque temático.
Un síntoma evidente de un subdesarrollo institucional del que no se libra
ningún nivel de Gobierno en España.
¿Cambiará algún Gobierno este caciquil y clientelar
sistema de provisión de puestos en la dirección pública de nuestras
Administraciones Públicas? Intuyo que esta pregunta seguirá sin respuesta.
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