Por Santi Vila. La Vanguardia.- La última disputa en el campo soberanista sobre el control
de la Diputación de Barcelona ha puesto en evidencia uno de los problemas
estructurales de nuestro sistema de organización del poder local, que, de
hecho, también es extensible a las diversas cámaras y gobiernos autonómicos y
del Estado.
Me refiero al exceso de botín que repartir entre los ganadores en
las elecciones que se convocan en España. Así, con tanto que recibir, parece
inevitable que los partidos se destripen para intentar arañar el máximo de un
pastel que, como pasa en Barcelona, puede suponer los 1.000 millones de euros
entre cargos electos y de confianza. Muy lejos queda la vieja aspiración
nacionalista o incluso de Ciudadanos cuando pregonaban, por ejemplo, que las
diputaciones se tenían que suprimir. Debieron de querer decir que se tenían que
eliminar si no las gobernaban ellos. Como queda muy lejos también la aspiración
política del entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, cuando en el
2010 prometió una administración catalana más delgada, más ágil, más austera.
La lotería del empleo público
En este sentido, recuerdo, por ejemplo, que cuando ERC se incorporó por primera
vez al Govern, siendo ya presidente Carles Puigdemont, la primera medida que se
aprobó fue ampliar en dos personas los cargos de confianza en cada conselleria,
que entonces ya eran ocho por cada titular, dejando claro, además, que estos
vendrían designados directamente por los partidos y no por los consellers que
teóricamente teníamos que ser beneficiarios. Fieles a la mejor tradición latina,
las convocatorias electorales son vividas por miles de familias como el gran
momento/repartidor de nuevas oportunidades, que llueven del cielo, como la
lotería de Navidad, de forma totalmente arbitraria: el uno coloca al hijo, el
otro al yerno; todos, eso sí, en nombre de la defensa del interés general, el
bien común, el advenimiento de la república o de otras perífrasis
grandilocuentes.
Que nos pasen este tipo de cosas es francamente lamentable,
en la medida en que lesionan la buena imagen de las instituciones y todavía más
la honorabilidad de los partidos y de sus representantes. El mercado persa en
que se han convertido las cámaras parlamentarias, también la catalana, tendría
que constituir una espuela para la promoción de reformas. Los periodistas
especializados que siguen las sesiones en el Parlament confiesan, conmovidos,
la falta de preparación y de autoexigencia de unos diputados que, en general,
en el mejor de los casos dominan el Twitter y leen el argumentario que les
prepara la secta o el diario digital de su cuerda. Para poder/saber hacer eso,
más de uno se pregunta si hace falta que sean 135. Sin más reformas, podríamos
pasar con los poco más de un centenar que ya prevé el Estatut.
Ahora que parece que en Catalunya hay gente dispuesta a
soñar un país nuevo, quizá de entrada nos podríamos conjurar para reanudar la
agenda de adelgazamiento de la administración emprendida por Andreu Mas-Colell
y dotarnos de pocos servidores públicos pero buenos; de hombres y mujeres bien
retribuidos y con una carrera meritocrática en la enseñanza, como maestros y
profesores; en la salud, como médicos, enfermeras o gestores; en la seguridad,
como policías, bomberos y trabajadores sociales, y en la planificación
ambiental, industrial, de comercio o de turismo o en el diseño y control de las
infraestructuras básicas, como técnicos capacitados, reduciendo al mínimo la
corte de servidores partidistas en torno a los consellers, grupos
parlamentarios y otros verdaderos agujeros negros por donde se escurren a
chorro los recursos públicos.
"Con tanto que recibir, parece inevitable que los partidos se
destripen para intentar arañar el máximo del pastel"
Eso es compatible con reivindicar que los políticos tienen
que estar bien retribuidos, que no parece razonable que consoliden su vocación
de servidores públicos durante décadas o que ocupen responsabilidades
directivas sin haber acreditado mínima experiencia o calificación para las
tareas para las que son designados. Designar responsables portuarios que no han
visto nunca el mar o directivos deportivos comodones y que sólo han jugado al
dominó es un escarnio en toda regla a la bondad ciudadana, que raya el insulto
a la democracia y que la acaba desacreditando, abonando el campo del populismo.
Lo recordó Umberto Eco en su conferencia sobre el fascismo, dictada en la
Universidad de Columbia, el 25 de abril de 1995, a propósito de una reflexión
de Roosevelt: “Si la democracia americana deja de progresar como fuerza viva,
intentando mejorar cada día y noche con medios pacíficos las condiciones de
nuestros ciudadanos, la fuerza del fascismo crecerá en nuestro país”. Es muy
irresponsable enviar a nuestros conciudadanos la imagen de que su bienestar y progreso
no interesan a nadie lo más mínimo, haciendo bueno aquel reproche que parece
que a finales de los noventa se hizo en un mitin a Alfonso Guerra, cuando,
después de haber afirmado rotundamente que las cosas habían mejorado... de
entre el público salió una voz que dijo: ¡sí, seguro que sí, al menos en tu
casa! O bien triste la recomendación de aquel dirigente republicano que tenía
que cubrir una vacante de consellera: “¡Pongamos una rumana, y que sea bien
pechugona!”.
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