lunes, 6 de junio de 2016

Jiménez Asensio: Transparencia efectiva

"La transparencia es una obligación legal, que se concreta particularmente en todo lo que afecta a la publicidad activa; con muy pobres efectos prácticos hasta la fecha"

La ignorancia en materia civil engendra desconfianza (…) Los poderes públicos no gozan de una confianza plena porque gran parte de su trabajo se desconoce. Es necesario crear instituciones que sometan a los servidores públicos a luz y taquígrafos a fin de desvanecer cualquier sospecha de deshonestidad. La transparencia en el ejercicio del cargo  puede asegurarse impulsando la publicidad oficial más allá de su estado actual. (Arland D. Weeks, The Pychology of Citizenship, 1917)

Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Hay quien sueña con pasar de la opacidad a la luz en un solo instante, con un click. La ingenuidad es atrevida.  Si en la anterior entrada tratamos sobre “Mentiras de la transparencia“, toca ahora detenerse en las condiciones mínimas para caminar hacia una transparencia efectiva. El recorrido es largo, más viniendo de donde estamos.

Si se mira con detenimiento, el imperativo de la transparencia no es más que un instrumento, un medio o un recurso, nunca un fin en sí mismo. Un mecanismo además con enormes limitaciones. Además, su naturaleza transversal, incluso poliédrica, dificulta mucho definir su correcto alcance.

La transparencia es, en primer lugar, un valor o principio. Nuestras leyes cada vez más hacen referencia a esta dimensión. Sin embargo, los valores o principios (y entre ellos la transparencia) deben internalizarse por quienes ejercen el poder o por aquellos que gestionan los asuntos y recursos públicos. Y ahí comienzan las dificultades. La política utiliza, como vimos, la transparencia con una carga retórica innegable en muchos casos. Y la función pública sencillamente la ignora o, cuando se trata del séquito de fieles que la han hecho suya, la promueve sin demasiadas consecuencias reales. Actuar alejados del foco o de la luz es algo a lo que el sector público está secularmente acostumbrado. Los arcana forman parte de la esencia de la política, como subrayó Carl Schmitt y ha recordado más recientemente Buyng-Chul Han. Una forma de hacer las cosas que no se cambia en un día ni en una legislatura o mandato, por muchas estructuras que se creen y por muchos recursos que se dediquen a ello.

El mito de la transparencia “activa” y “pasiva”
La transparencia es, asimismo, una obligación legal, que se concreta particularmente en todo lo que afecta a la publicidad activa; con muy pobres efectos prácticos hasta la fecha. Las leyes definen unos mínimos estándares que los poderes públicos deben cumplir. El problema es cómo y cuándo se cumplen. El destino u objetivo de esa información en masa –al menos el discurso ortodoxo así lo afirma- es mejorar el control democrático del poder y de la gestión pública. Pero información no es conocimiento. Los Portales de Transparencia o páginas Web son, además, impulsados y gestionados por quienes deben ser objeto de control, lo que desdibuja su efectividad. Nadie enseña sus vergüenzas voluntariamente, pues estas se disfrazan, embozan o, incluso, ocultan. La gran esperanza de los efectos taumatúrgicos de la publicidad activa se desvanece. Cuando menos muestra un recorrido mucho más estrecho del que se le presumía.

Solo un rigor por implantar una auténtica cultura de la transparencia y rendición de cuentas en el sector público, así como un desarrollo de la conciencia ciudadana de disponer y usar un instrumento de control efectivo mejorarán las cosas. Pero para eso se necesita tiempo, mucho tiempo. La velocidad y el vértigo no son buenos compañeros en ese viaje. La transparencia requiere mucho pensamiento lento y menos precipitación propia del pensamiento rápido, que a ningún sitio conduce, al menos en este tema.

La transparencia es también un derecho, que la ciudadanía puede (y debe) activar y, tal como vimos, apenas lo hace. Las solicitudes de información pública son escasas o, incluso, de carácter anecdótico. Tanto ruido para esto. De ahí que hablar de “transparencia pasiva” cuando nos referimos al ejercicio del derecho de acceso a la información pública sea un error. Si un nivel de gobierno quiere ser transparente debe estimular que la ciudadanía escrute, interrogue, indague y demande información pública sobre lo que hace, también sobre lo que hace mal. Ningún poder público se flagela a sí mismo si no hay alguien que le obligue a hacerlo, salvo que interiorice el valor o principio antes enunciado. Si lo anterior requiere tiempo, esto mucho más. No conozco ninguna campaña efectiva dirigida a ese fin impulsada por quienes deben ser controlados. El poder, por definición, huye de los controles, Más aún en nuestro caso, donde el control del poder es una quimera (algo que he intentado demostrar en el “Epílogo” al libro Los frenos del poder, Marcial Pons/IVAP 2016; una versión de tal epílogo se puede leer en esta misma página Web en la sección Lecturas. “España,¿un país sin frenos?”). Pero sin ejercicio de este derecho, la transparencia se queda en el escaparate, como objeto en exposición.

Transparencia, control del poder y rendición de cuentas
Siendo lo anterior importante, lo realmente relevante es que la transparencia tenga resultados y, por consiguiente, mejore los escrutinios de control al poder reforzando la rendición de cuentas de los gobernantes. Pierre Rosanvallon lo ha identificado con claridad en su último libro (Le Bon gouvernement, Seuil, París, 2015): el imperativo de la transparencia impone una “democratización” del sistema de control del poder. En este punto el parentesco entre transparencia y comportamiento ético de la política o de quienes gestionan los asuntos públicos es estrecho. La transparencia ha venido para instalarse como mecanismo de escrutinio de la conducta gubernamental  y solo adjetivamente de la actuación administrativa, que recibe así un carácter instrumental. Aunque nuestras leyes enfoquen el tema de forma distinta, y con frecuencia equivocada: no solo los gobernantes (políticos) deben ser íntegros, sino también el conjunto de los servidores públicos, pues las demandas de transparencia sobre este ámbito se desvanecen en una mala inteligencia de la protección de datos.

La rendición de cuentas es exigencia de responsabilidad a quien gobierna o administra. Ese proceso exige escuchar sus razones y obrar en consecuencia. Pero aquí confundimos laaccountabiliity con el linchamiento de la clase política (Innerarity), algo que poco ayuda a la construcción de una sociedad responsable. Y menos aún a un uso cabal y maduro de la transparencia. Este reto es ciudadano y, en especial, de los medios de comunicación, que ya utilizan sectariamente la transparencia como  “técnica del calamar” con objeto de manchar al contrario, especialmente al político de “bandas rivales”.

Transparencia y cambio de cultura organizativa
Ni la política vacua o de exposición mediática, ni tampoco la gestión pretendidamente innovadora que solo busca el premio o el aplauso instantáneo, harán avanzar un ápice esa exigencia previa para implantar efectivamente la transparencia. Para dar pasos efectivos en esa dirección se requiere el asentamiento de una cultura de profunda transformación organizativa, que debe implicar hacer de forma distinta las cosas, cambiar los hábitos, modificar los modos de desarrollar la actividad política, directiva o administrativa, erradicar el favor o la amistad del ámbito de funcionamiento de lo público, alterar sustancialmente las formas (viciadas) de conformar un expediente o de adoptar una resolución de subvención o de contratación pública, asentar un sistema de mérito bastardeado hasta externos inusitados (con el aplauso a veces indisimulado de los propios agentes sociales) en la selección y provisión de puestos de trabajo, redefinir los procedimientos, abrir las ventanas y airear las debilidades y mala praxis que buena parte de las estructuras político-administrativas esconden por doquier. Nadie hace eso voluntariamente. Al menos de momento. Porque prácticamente nadie se toma realmente la transparencia en serio.

Cambiar radicalmente hábitos, actitudes, comportamientos y modos de hacer las cosas es, al fin y a la postre, el único resultado tangible de la transparencia. Y ese resultado no se consigue solo imponiendo “el miedo” a través de sanciones o represalias. No es buena vía. Pues la transparencia así aplicada se mueve solo en estándares de legalidad y no de eficacia, menos aún de interiorización de valores. Cumplir las obligaciones de transparencia o resolver las solicitudes de información pública de conformidad con las leyes no garantiza una transparencia efectiva, ni hoy ni mañana. Ahí es donde radican las dificultades de este proceso.

Transparencia y políticas formativas
Y esas dificultades se advierten, por ejemplo, en la enorme complejidad que muestra el diseño de políticas formativas en este ámbito. Se han multiplicado las acciones formativas de la transparencia, pero los límites del modelo puesto en marcha están claros. Las diferentes leyes, no precisamente la estatal, apuestan por llevar a cabo procesos continuos de formación, macro programas formativos o acciones múltiples de ese carácter con la vana pretensión de inculcar cultura de la transparencia “en vena”, como si fuera una inyección con efectos inmediatos. Error mayúsculo.

En unas organizaciones públicas en las que el imperio de los juristas y de las reglas formales ofrece su hegemonía, formar en transparencia se convierte fácilmente en “contar” el marco legal y sus posibles consecuencias en casos de incumplimiento. O, en “el mejor de los casos”, se importan discursos de open government cargados de lugares comunes en cuidadas presentaciones de power point que ningún valor real añaden, salvo el estético.

Los programas formativos de transparencia deben ser proyectados a lo largo del tiempo, con visión estratégica y no de vuelo gallináceo. Se deben proyectar en el acceso o acogida, en la promoción, en los procesos de evaluación del desempeño, así como en los planes de mejora o innovación de la gestión, también en la carrera profesional. La formación para la transparencia debe enmarcarse en una formación en valores y, sobre todo, en un cambio de cultura y de hábitos dentro de la política de gestión de personas de las organizaciones públicas. Los resultados siempre se obtendrán a largo plazo. Pero en esta sociedad de la inmediatez eso suena a música celestial.

La cita que abre este comentario ilustra bien el correcto enfoque del problema. Ayunos de formación en valores, despreciando el papel de los principios y olvidando que la transparencia es un instrumento que se mueve en un sistema de Gobernanza inteligente, por tanto obviando las interdependencias que este sistema tiene (por ejemplo, con la integridad o ética pública, transparencia colaborativa, Gobernanza “intraorganizativa”, Gobierno abierto o relacional y transparencia colaborativa, así como las complejas relaciones entre transparencia y rendición de cuentas, siempre por lo común frivolizadas o simplificadas), no se avanzará un ápice en la implantación de la transparencia efectiva en la política ni tampoco en las estructuras administrativas.

La transparencia: instrumento de recorrido limitado a corto plazo
La única forma de erradicar la retórica del discurso cotidiano de la transparencia es comenzar por rebajar radicalmente las altas expectativas puestas en este limitado instrumento. Un jarro de agua fría para la política espectáculo. También para los fervientes seguidores de la transparencia, que no escasean precisamente. Esto da poco de sí, al menos a corto plazo. Quien pretenda grandes resultados efectivos en un plazo inmediato se estrellará contra el muro de la evidencia y convertirá la política de transparencia o de formación para la transparencia en retórica barata. También despilfarrará recursos públicos.

Para evitar ese indeseable resultado es necesario reconocer que lo importante, en verdad, no está en la transparencia, modesto e insuficiente medio o instrumento, sino en el proceso de construcción de estructuras de gobierno y administración cada vez más íntegras institucionalmente, con políticas  de calidad institucional contrastada, más eficientes, que restauren el vigor del principio de mérito y se conviertan en sistemas profesionales también en los niveles directivos,  abiertas y tecnológicamente avanzadas, que aboguen por el desarrollo de la sociedad del conocimiento, así como que tengan sistemas adecuados y razonables de rendición de cuentas. Proceso de muchos años, más bien de décadas.

No hay atajos, por mucho que se busquen. Alcanzar la transparencia efectiva requiere, continuidad, constancia y tenacidad, pero sobre todo política estratégica y sostenibilidad en el tiempo. Y, en especial, un cambio radical de enfoque de lo que son nuestras estructuras de gobierno y administración. Además, visión y compromiso público sincero de todos los actores que deben intervenir en ese complejo y largo proceso (políticos, directivos, sindicatos, empleados públicos, ciudadanía y medios de comunicación). Todo lo contrario del humo que queda después de llenar el cielo político o administrativo de fuegos de artificio. Así empezamos y así concluimos.

Convocatorias. 29 y 30 de Septiembre en La Laguna (Tenerife). Congreso Iberoamericano de Innovación Pública

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