"Cuando acaben los cohetes,
quedará humo” (Andrés Naguel, pintor y escultor)
“Se ha producido una
desarmonía entre el progreso de las técnicas y su metabolización, lo cual
genera la ansiedad de la carrera por estar ‘à la page’” (Lamberto Maffei, Alabanza
de la lentitud, Alianza, 2016, pp. 70-71)
Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Llegamos los últimos. Aun
así nos ha entrado el fervor o el entusiasmo por la transparencia, como
reconoce Innerarity. En este caso, por ser los primeros. Veamos algunas
expresiones de mentira, sea piadosa, noble o directa, de la transparencia. En
verdad, son más bien trampas en el solitario.
Hay un discurso oficial
que se repite con persistencia: tenemos la ley más avanzada en la materia.
Primera mentira “piadosa” o política. Algo que rompe el esquema que diseñara en
su día Jonhatan Swift, en su magnífico opúsculo El arte de la mentira
política: “Hay una cosa esencial -decía- que distingue a la mentira política:
ha de ser efímera”. En este caso no lo es. No obstante, tal ensalzamiento de la
ley, nadie la tomaría en serio fuera de nuestras fronteras. Es una ley tardía y
llena de agujeros. Con adherencias incomprensibles, hasta el punto de que ni el
propio legislador entendió un ápice sobre qué es eso del buen gobierno.
Pero la verdad es que no
tenemos una ley, sino un auténtico caudal de leyes, que cada una pretende ir
más lejos que la anterior. Con cada ley que se aprueba, se repite la cantinela:
es, siempre se dice, la más avanzada. Otra mentira, también del mismo carácter.
Y ahora abundan las leyes que hacen bueno el dicho de que “la transparencia con
sangre (sanciones) entra”. Si esta es la solución, vamos dados.
Mantra
La transparencia se ha
convertido en un mantra. Todo lo que toca lo transforma si no en sagrado, al
menos en bueno. Cuanto más transparencia más democracia. Tercera mentira. La
transparencia puede ser un instrumento, en efecto, de control democrático del
poder. Algo que dista mucho, hoy en día, de producirse. Pero nadie nos preserva
de los malos usos o usos desviados de una transparencia mal entendida, como
cotilleo chabacano de unos espectadores o de unos medios que hacen del
escándalo político su fuente de búsqueda o como arma arrojadiza que la
oposición política utiliza a su antojo para desgastar al gobierno, sea este el
que fuere. La transparencia efectiva requiere una sociedad políticamente
madura.
Para que la transparencia
cumpla ese digno papel de mecanismo de control democrático del poder ejercido
directamente por la ciudadanía y que sirva, asimismo, de medio rendición
efectivo de cuentas, es necesario que la transparencia sea utilizada por un
amplio número de ciudadanos. Y su finalidad debe ser informativa, con el objeto
de controlar qué se hace en el sector público, cómo se hace y con qué recursos.
Ese uso masivo o intenso ni se da ni se le espera. Los portales de
transparencia (a pesar del despliegue de medios y recursos que está requiriendo
su puesta en marcha) son escasamente visitados y, prácticamente en ningún caso,
con la finalidad antedicha. Al menos de momento ya tenemos una cuarta mentira,
presumo que por bastante tiempo.
Seamos honestos, la
pretensión de universalizar ese derecho al saber por parte de la
ciudadanía a través del ejercicio del derecho de acceso a la información
pública ha resultado hasta la fecha un auténtico fiasco. Apenas se ejerce. A
pesar de que, incluso, el propio Consejo de Transparencia y Buen Gobierno ha
tenido que realizar campañas institucionales para estimular su ejercicio y
justificar su propia existencia. Ni cortos ni perezosos hemos creado múltiples
estructuras institucionales paralelas (algunas especialmente densas) en la
inmensa mayoría de las comunidades autónomas. Síndrome de (falsos) nuevos
ricos. Eso sí, transparentes.
La ciudadanía ignora el
derecho o, lo que es peor aún, no hace apenas uso alguno de ese cauce. Los
escasos consumidores de ese derecho están identificados: son periodistas
encubiertos, grupos políticos (por vía directa o indirecta) que optan por
recurrir a esa vía (como alternativa a la vía de ejercicio de sus derechos
fundamentales derivados del artículo 23.2 CE) para obtener información y
ejercer la oposición “sacando los colores al gobierno”, algunas entidades con
intereses específicos o que son nuevos actores en ese nuevo mundo de la
transparencia, y unos pocos ciudadanos con obsesiones singulares o con mucho
tiempo libre. El resultado final es pírrico: un derecho ampliamente
configurado y pobremente ejercido. Los jóvenes, generación digitalizada donde
las haya, ignora supinamente todo esto. El derecho universal al saber es, hoy
por hoy, pura mentira. Existe, pero no se ejerce. La quinta mentira.
La mentira de la reutilización
La apertura de datos y la
reutilización de los mismos, tan enfáticamente reconocida en las leyes, es la
sexta mentira. Seguimos confundiendo la publicación de las leyes y su
aplicación. Nuestra conciencia queda tranquila con el primer paso (publicación)
y prescinde del segundo (aplicación). Juego de “trileros”. Deberá transcurrir
tiempo, en algunos casos tiempo inmemorial, para que esos objetivos se plasmen
en algo real, por lo menos en determinadas administraciones públicas.
De la transparencia
colaborativa, mejor no hablemos. Al menos el legislador, en buena parte de los
casos, orilla el problema. Se nos llena la boca de “gobierno abierto” y apenas
un suspiro del mismo entra en nuestras estructuras político-administrativas.
Habas contadas. Ni siquiera llega por tanto al grado de mentira, pues en la
mayor parte de los casos ni se ha formulado. Algo similar ocurre con la
incidencia de la transparencia en el cambio de cultura de las organizaciones
públicas (¡cómo si fuera tan sencillo pasar de la “cultura de la opacidad” a
la “de la transparencia”!). Los pasos dados hasta ahora no superan el estadio
de medidas de mero maquillaje. Algunos empleados públicos es cierto que
utilizan los Portales de Transparencia o páginas web para buscar información
necesaria en su propio trabajo, en general con más intensidad que la propia
ciudadanía. Pero es un medio que facilita la búsqueda, en absoluto una palanca
de cambio de la cultura organizativa, ni de transformación en el modo y manera
de hacer las cosas.
Hay, en efecto, mucha
retórica en ese imperativo de la transparencia. Un mundo lleno de eslóganes,
escenificación y mucha comunicación exprés que multiplica los logros. Es lo que
se lleva: “lo que no está expuesto, no existe”, como reconoce Byung-Chul
Han; un filósofo especialmente crítico con la transparencia.
Hay, asimismo, bastante
negocio. El sector público está invirtiendo cantidades importantes de recursos
en mostrar, puertas afuera, que cada nivel de gobierno y administración es
el más avanzado, el más transparente, el que tiene un
Portal más accesibles, quien cuelga mayor cantidad de información
pública, sea esta relevante o no. Al calor de todo ese movimiento (¿hacia
dónde?) de la transparencia, no cabe duda que “organizaciones sin ánimo de
lucro” se están lucrando de ese sinfín de carencias que ofrece el sector
público y que ellas se prestan a subsanar. La consultoría de gestión (sistemas
informáticos u organizativos) prolifera en este ámbito. Es hora de vender. Hay
mercado. También es hora de formar en masa (¿en qué y cómo?) a unos empleados
públicos que, por lo común, se muestran escépticos y renuentes a cambiar sus
hábitos e internalizar lo que ese valor de transparencia comporta en su
actividad cotidiana.
Proliferan instrumentos y
herramientas por doquier. Se multiplican programas y proyectos. Se innova, o al
menos eso se dice. Se publicitan por las redes sociales
múltiples experiencias, supuestas buenas prácticas y se reparten
premios o parabienes entre unos y otros; los “fieles” de la transparencia, que
también los hay. Aplausos por doquier e innumerables “me gusta”. Fervientes
impulsores de un cambio que no se percibe, ni siquiera se barrunta. Las
redes sociales son el medio (en no pocas ocasiones, aunque suene a paradoja)
“endogámico” de difusión de su credo. Con calado escaso, al menos de momento.
Pero algo falla en todo
este movimiento precipitado, propio de la velocidad de la conectividad
instantánea, que diría Paul Virilio. O de la fungíbilidad de lo vacuo. Y
tal vez falle el discurso, la orientación y el saber realmente a dónde se
quiere o hacia dónde se pretende ir, para qué y por qué. Hay poco pensamiento
institucional, menos aún sosegado y lento. Prima, como ha recordado
recientemente Lamberto Maffei (siguiendo a Kahneman), el pensamiento rápido que
fácilmente se transforma en acción, mientras que el pensamiento lento el que
garantiza el auténtico progreso y resultado se olvida o, peor aún, se
desprecia. También hay una reflexión escuálida (de power point), tweet o
de post y apenas nada de elaboración conceptual sobre el sentido y alcance real
de la transparencia. Solo prisas por llegar los primeros y ser objeto de un
premio, reconocimiento o salir bien parado en uno de los múltiples rankings que
proliferan por doquier. Sacar pecho y ser noticia. Triunfo de lo efímero. La
transparencia, así (mal) entendida, es un magnífico escaparate para que la
política espectáculo eche raíces firmes. Para desgracia de todos.
Todo ello bajo la mirada
indiferente de una ciudadanía, que vive especialmente ajena a toda esa
ebullición desenfrenada de la transparencia. Hay un consumo de “circuito
cerrado” de la transparencia, que no traspasa las paredes de la sociedad civil
y apenas sale del espacio, especializado o “escandalizado”, de las redes
sociales. Si así se sigue, pronto se convertirá (si no lo es ya) en puro humo.
Una pena, pues se habrá matado el potencial innovador o transformador que la
auténtica transparencia bien entendida incuba.
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