Una nueva ley sobre
modernización y digitalización encierra graves restricciones de los derechos de
los ciudadanos
José María Baño León*. El País.- En el fárrago de decenas
de leyes con las que se despidió la última legislatura, ha pasado desapercibida
para la opinión pública una muy preocupante reforma del procedimiento
administrativo que, vestida con la indumentaria de la modernización y de la digitalización
de la Administración, encierra graves restricciones de los derechos de los
ciudadanos, impropias de un Estado democrático.
La Ley 39/2015, denominada
redundantemente de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones
Públicas y que entrará en vigor si nadie lo remedia el 2 de octubre de este
año, merma garantías básicas de un Estado de derecho y facilita la arbitrariedad
de la Administración, sin que, al parecer, los redactores de la Ley, que dicen
querer mejorar la seguridad jurídica, hayan sido conscientes del potencial
efecto perverso de algunas de sus disposiciones, propios de un Estado
autoritario, que ilustraré con tres ejemplos.
Colaboración insólita
La ley impone a todos los
ciudadanos sin excepción (artículo 18.1) un deber general de colaboración con
la Administración, insólito en un país democrático. Ese deber significa a falta
de previsión expresa, “facilitar a la Administración los informes, inspecciones
y otros actos de investigación que requieren para el ejercicio de sus
competencias”. Este deber rezuma un halo totalitario, fruto de una concepción
en la que el ciudadano se encuentra sujeto al poder público con carácter
general. Hasta ahora, como es propio de un Estado constitucional, el ciudadano
solo estaba sujeto a colaborar con la Administración cuando una ley lo preveía
expresamente y para fines específicos. Por ejemplo, la ley fiscal, para
asegurar el cumplimiento de las obligaciones tributarias, la ley laboral para
salvaguardar los derechos de los trabajadores, etcétera. Pero a nadie se le
había ocurrido que una ley general pudiera permitir a cualquier autoridad
pública imponer obligaciones de colaboración para cualquier ocurrencia de un alcalde,
un director general o de un consejero autonómico.
Más preocupante todavía es
el régimen de las medidas provisionales (art. 56) que la Administración puede
adoptar al inicio de un expediente, e incluso antes de oír lo que tenga que
decir el ciudadano afectado. La adopción de medidas provisionales como el
embargo preventivo de la cuenta corriente, el cierre de un local, la prestación
de fianzas, se reconoce a cualquier autoridad pública, en cualquier
procedimiento, aunque eso si piadosamente el legislador sigue recordando que
habrá de hacerse proporcionalmente.
No existe país democrático
alguno donde se reconozca a la Administración ese formidable poder. En la
actualidad y hasta que la nueva ley entre en vigor, la Administración solo
puede adoptar medidas provisionales cuando una ley especial así lo determina expresamente.
Por ejemplo, en materia de sanidad pública, frente a un contagio, o cuando se
trata de defender la salud de los consumidores o usuarios, es lógico que la
Administración pueda adoptar medidas provisionales, pues se trata de evitar un
daño irreparable. Lo que no tiene sentido alguno es que se entregue a la
discreción de cualquier autoridad pública la posibilidad de adoptar medidas
cautelares equivalentes a las que puede tomar un juez y que son de una gravedad
extraordinaria. El diario desfile de muchas autoridades por los juzgados de lo
penal, debería haber conducido a los autores de la nueva ley a ser muy
conservadores a la hora de construir una potestad administrativa que solo
debería utilizarse, como ocurre en los países de nuestro entorno, en procedimientos
tasados y en casos de urgencia inaplazable cuando están en riesgo bienes
superiores, como la salud, la seguridad de las personas o la estabilidad del
sistema bancario. Generalizar ese poder inmenso de imponer medidas contra el
patrimonio de los ciudadanos o el ejercicio de sus derechos, antes de que se
tramite y finalice el procedimiento administrativo, es como poner en manos de
un inexperto en armas una bomba de racimo sin manual de instrucciones.
El nuevo expediente administrativo
El nuevo expediente administrativo
Por si estos dos ejemplos
no fueran suficientes, la Ley 39/2015 (art. 70) nos sorprende con una nueva
definición del expediente administrativo, que revela una mentalidad autocrática
de la Administración más que preocupante.
El lector puede pensar que
el expediente administrativo es una fruslería. No es así: el expediente es la
documentación completa y ordenada de lo que la Administración ha hecho en el
procedimiento. Lo que quiere decir: es la base para que el ciudadano afectado
pueda defender sus derechos frente a la Administración. Hasta ahora, e incluso
en pleno franquismo, se entendía por expediente todo lo que constaba
documentalmente respecto a un procedimiento.
Lo que la norma legal dice
es que el expediente es solo una parte de lo que la Administración ha hecho,
“lo oficial”, que diría un castizo. El resto, es decir, lo que opinan los
funcionarios, los borradores de documentos, e incluso los informes no
solicitados por el responsable de la decisión, no forman parte de lo que debe
conocer el afectado por la sanción o por la instalación de una actividad, o por
la zona verde. Permítaseme un ejemplo para iluminar lo que la jerga de la ley
puede oscurecer. El secretario o el interventor de un Ayuntamiento, figuras
clave en cualquier corporación local, tienen la facultad de emitir informe
concreto, si lo estiman pertinente. Pues bien, según reza la ley, el ciudadano
no tiene derecho a conocer ese informe, si no es un informe pedido por la
autoridad. ¿Para qué va a emitir un informe el custodio de la legalidad si se
va a tirar al cesto de los papeles?
En estos años turbulentos,
hay funcionarios públicos responsables que, a pesar de las presiones políticas,
han tenido el valor de hacer constar su opinión contraria a lo resuelto por el
jefe político. Esos informes hasta ahora quedaban incorporados al expediente.
Quien estaba afectado, podía manejarlo y utilizarlo en defensa de sus derechos
ante el juez.
in embargo, el texto legal
aprobado en la misma legislatura que la Ley de Transparencia dice ahora que no
forman parte del expediente los “juicios de valor” emitidos por las
Administraciones Públicas, que se entiende que son las opiniones de los
funcionarios. Una ley del siglo XXI autoriza legalmente al responsable político
de turno a expurgar el expediente, a censurar lo que otros han opinado y a él
no le ha convenido. Así el ciudadano, y el juez que tiene que controlar a la
Administración, se supone que vivirán más felices al encontrar un expediente
electrónicamente depurado que cuente lo que el poder quiere contar, eso sí, con
enorme transparencia.
Son tres ejemplos
ilustrativos. Para otra ocasión dejo el análisis de la paradoja de que la Ley
40/2015, hermana siamesa de la Ley de Procedimiento, haya mantenido incólume la
estructura de sociedades, entes de diverso pelaje, y fundaciones públicas, al
tiempo que la Fiscalía denuncia y los tribunales penales condenan la opacidad
de estas entidades y la falta de control en el manejo de los caudales públicos,
como causa de comportamientos delictivos, que no son esporádicos a juzgar por
la estadística criminal.
En una de las versiones
del mito de Pandora se cuenta que la causa de los males de la humanidad se
produjo cuando Pandora, desobedeciendo la prohibición de los dioses, abrió la
caja donde se contenían todos los desastres. Esto mismo puede pasar con los
bienintencionados funcionarios que han puesto sus manos sobre el procedimiento
administrativo, confiados en que quienes tienen que aplicar cotidianamente la
ley no harán un uso inmoderado de las armas que ellos mismos han cargado; en
ellos ha podido más la arrogancia de la innovación que la prudencia en mantener
hermético el recipiente que garantiza algunos derechos básicos de los
ciudadanos.
Es de desear que se abra
urgentemente un debate político, en la más noble de las acepciones de la
palabra, sobre la oportunidad de urgente derogación de esas leyes. La nueva
política no puede echar a andar con muletas propias, no ya de la vieja
política, sino del antiguo régimen, sin convertir a los ciudadanos en súbditos
del arbitrio administrativo.
*José María Baño León es abogado y catedrático
de Derecho Administrativo Universidad Complutense de Madrid.
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