Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la
función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en
espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos
casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en
servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar
con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en
no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el
café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades)
algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final
de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de
relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán
multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que
la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.
Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa
Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la
actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes,
personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores
de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en
un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en
agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un
particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del
monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.
En efecto, en este desconcertante año el escenario ha
cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa
es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves
correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en
epidemia, tal como reconociera Albert
Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas
a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos
en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención
ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la
vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se
impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos
(las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las
dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no
desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes
a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar
teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será
simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o
cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí
y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de
papeles).
A la espera de que el teletrabajo se regule realmente,
mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!),
con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya
implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos
casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal
como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas,
supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo
no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas
menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las
mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra
cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.
Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos
vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y
comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha
dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco,
Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una
“lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede
provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan
medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante
menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al
supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La
trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por
tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como
foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no
salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de
la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma
cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación,
pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos
que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor
lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería
sustituir por otra cosa.
Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública
tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos.
Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media
de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de
mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más
elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad
entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90
por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha
tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las
diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo,
pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio
público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas
medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como
es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo
existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)? En cualquier
caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas
en este ámbito, raya en la estupidez.
Edad de riesgo
Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima
a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la
siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio
público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por
mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial
cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público
y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética
de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la
Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la
pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo
que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de
buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales
de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud
de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento
de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio
de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.
El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los
funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población
española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización
(“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje
inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener
que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido
así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio.
En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían
tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados
públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos
diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por
lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la
segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida
hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la
excepción, mucho menos la Administración Pública.
Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular
retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en
parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las
plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad
son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos
disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración
electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo
reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que
se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el
pleno asentamiento de la digitalización en la Administración– también
hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo
estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de
trabajo.
Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica,
pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor
de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto
que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas
mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un
confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros,
sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en
blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En
la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de
distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a
una reordenación racional del trabajo
híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial
y a distancia).
Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo
prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un
modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias
aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie
sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades
profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las
incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real
o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido,
pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio
público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen
en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también
quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro
humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con
los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia
hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios
electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una
Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se
bloquee el sistema) que, si no se “humaniza” algo más en esta etapa tan
dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué
sirve.
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