Por Rafael Jiménez Asensio. Hay Derecho blog.- España es un país avanzado. Mucho antes de que la revolución
digital emergiera, aquí el dedo político tenía una centralidad
innegable. Mientras que en otros lugares la política, como decía Weber, se
hacía con la cabeza y no con otras partes del cuerpo, entre nosotros mandaba el
dedo índice que dirigía su destino hacia la persona elegida. Digital viene de
dedo. Un nombramiento a dedo es una designación discrecional, en la
que quien designa decide sobre la persona en la que recae ese
nombramiento, independientemente de requisitos tan obtusos y antiguos como la
capacidad, el mérito o la profesionalidad, por no hablar de la integridad, que
no hacen sino complicar las cosas.
Tales requisitos, todo lo más, se pueden
valorar o no, pero tal valoración se hace, cuando se hace que apenas nunca se
hace, siempre a criterio e interés exclusivo de quien mueve el dedo y
designa el destino que debe ocupar la persona señalada. Nombro a quien quiero,
pues mi “dedo es democrático”, alegaba torpemente un Alcalde hace años, como recogió
Francisco Longo en un sugerente artículo. Pues trasládenlo a los miles de
nombramientos políticos que tienen lugar en este país. Y déjense de tonterías
como las que hacen esos bárbaros del Norte que no saben de nuestros expeditivos
métodos y recurren a concursos abiertos y competitivos o a medios objetivos de
contrastar las cualidades y trayectoria personal (hearingsefectivos y no
nominales, como los que por aquí se hacen) de aquellas personas que serán
designadas.
Tráfico de influencias
Nunca tuvimos consciencia de lo avanzados que éramos. Nos
adelantamos en siglos a la revolución digital. Moviendo el dedo político no hay
quien nos supere. Nuestros mayores progresos siempre han sido en temas físicos
o deportivos. No se conoce país en Europa occidental o en las democracias
avanzadas del mundo que alcance nuestras cotas de nombramientos políticos
“digitales”. Y ahora que pega fuerte la revolución tecnológica, los
“dedos democráticos” cogen más brío. Se multiplican. Lo cubren
todo, no solo los cargos políticos por excelencia (parlamentarios, ministros,
consejeros, alcaldes, concejales, etc.), sino también los niveles directivos de
cualquier estructura de gobierno (Estado, CCAA, gobiernos insulares, forales,
locales), del denso y extenso sector público institucional (con miles de
entidades, muchas de ellas autenticas cuevas de Alí Babá), así como los
innumerables órganos constitucionales o estatutarios, “administraciones
independientes”, organismos reguladores, órganos de control, etc. Y cuando eso
se acaba, giramos la puerta y les abrimos de par en par la entrada en el sector
privado que, sorpresas que da la vida, les acoge con los brazos abiertos. ¿Por
qué será si con nada, salvo con sus “influencias”, pueden traficar? Adivinen
ustedes mismos.
Quien reparte esas sinecuras y coloca a cada cual en su
respectivo pesebre son los partidos gobernantes. Como las canteras de los
partidos políticos no suelen dar mucho de sí, plagadas como están hoy en día,
salvo excepciones cada día más singulares, de una mediocridad alarmante, cuando
no de mera ignorancia supina o de palmeros y aduladores sin criterio, si hay
que designar “digitalmente” por la política a alguien para tales menesteres
públicos o de “responsabilidad”, siempre que no haya un militante con medias
luces al que situar de “alto cargo” o de cargo público se busca en los aledaños
del patio contiguo a la política; esto es, familiares, compañeros de pupitre,
amigos políticos o “simpatizantes”, cuando no académicos, intelectuales,
periodistas, jueces o funcionarios en busca enfermiza todos ellos de algo de
púrpura que dé sentido a su pobre existencia personal y profesional. Son
legión, así que no hay problema de cantera. La política siempre ha sido un
atajo para llenar el morral y fortalecer vanidades castradas. Así que las
vocaciones para “mandar”o para ocupar cargos públicos son innumerables por
estos pagos. Este es un país de personal con largos currículos, verdaderos o
inventados, que tanto da. Todo el mundo sirve para todo, aunque nada tenga que
ver para lo que ha sido designado o vaya a serlo. La capacidad ha sido aquí
siempre subjetiva.
Cuarenta años después de aprobada la Constitución vigente,
España tiene un sistema democrático puramente aparente hipotecado por un
caciquismo digital que lo representan orgánicamente los partidos políticos, con
el que nutren a sus clientelas próximas o mediatas. Una vez nombrado, si eres
militante debes obedecer a la jerarquía del partido y si no plegarte a los
designios del partido que te nombró o duras menos en el cargo que un cigarro de
hachís a la puerta de un colegio. La multiplicación de partidos ha hecho que la
demanda de poltronas se dispare. Y los dedos “democráticos” se vuelven
inquietos, buscando a quién señalar. Miran y remiran, cuchichean, piden consejo
de quien nada sabe del asunto y señalan finalmente a su títere objetivo. Muchos
son los que se ponen a tiro. Pocos los elegidos. Los menos, quienes huyen o se
ausentan de tal trasiego indecente y obsceno; aunque empiezan a aparecer
aquellos que reniegan a participar en tan burdo y siniestro juego, que da
bastante menos lustre del que aparenta y que ya es un oficio maldito condenado
por la opinión pública. Empeño se ha puesto para lograr esa “reputación”.
Además, los gobiernos de coalición multiplican, sin
excepción, los cargos a repartir y las propias demandas: quien no aspira a un
ministerio o consejería, lo hace a una dirección general o puesto de asesor.
Quien en política no cogepoltrona en la que asentar sus reales,está condenado a
vivir en el patio trasero de la política o a calentar escaño. La política se ha
convertido en un corral, con muchos gallos de pelea y un botín que, para
tranquilidad de todos, no para de crecer. Sin tocar poder, los partidos pierden
su esencia de máquinas repartidoras de cargos y carguillos. Y no les queda nada,
porque de creencias ideológicas andan todos muy justitos. El partido sin poder
no tienen atractivo, tampoco para sindicatos o “empresarios” (aquellos del
capitalismo clientelar o de amiguetes, que también abundan), que viven a
la sombra de los frutos que la política gubernamental arbitrariamente les
reparta.
Los partidos, además, son cada vez más oligárquicos y
cesaristas. Si Michels levantara la cabeza se aterraría de lo acertadas que
fueron sus previsiones. La ley del pequeño número, de la que hablara
Weber(lo que nosotros llamaríamos “la camarilla”), es la que domina y controla
la cúpula de cualquier estructura de partido. En algún caso se queda en mesa
camilla de familia y añadidos. Lo demás no existe, es coreografía para llenar
forzadamente los espacios cada vez más reducidos de los mítines electorales. La
democracia de los partidos se ha convertido en democracia de aclamación, o en
pura mentira. Lo de las votaciones a la búlgara se ha quedado obsoleto; ahora
priman los resultados de consultas a los militantes “a la española (o
catalana)”. Es la novedad universal. La vida política interna de los partidos
es, por lo común, inexistente. De una pobreza deliberativa que raya la
insignificancia. A pesar de su debilidad interna endémica, los partidos gobernantes
siguen siendo los dueños y señores de la máquina caciquil en la que han
transformado al Estado en todos sus niveles de gobierno. De sus redes de
clientelismo no escapa nadie. Quien controla el poder, sean partidos
nacionales, regionales, nacionalistas o independentistas, de izquierdas o
derechas, reparte las prebendas entre los suyos y sus amigos políticos, con el
criterio exclusivo del nombramiento “digital”. Siempre tan moderno. A la
última.
Caciquismo partidista
Pero lo más llamativo y grave es que ese nuevo caciquismo en
su versión partidista anega el sistema institucional en su conjunto, y ciega
cualquier esperanza por lejana que sea de construir un sistema de separación de
poderes basado efectivamente en el principio delchecksand balances. Y si el
poder carece de frenos, o estos no actúan de forma adecuada, la democracia como
sistema institucional padece muchos enteros hasta el punto de convertirse en
puramente formal o de fachada. Se produce así una llamada constante y
permanente al electorado para que valide mayorías gubernamentales que, una vez
formadas, harán del “dedo” una de sus políticas centrales (¿se habla de algo
que no sea reparto de cargos últimamente?). Quien es colocado en tales
instituciones de control o supervisión, procura no incomodar al poder gubernamental
(hoy por mi y mañana por ti). Los controles se vuelven laxos o se aplazan sine
die, y aquí no pasa nada o se aparenta que nada pasa. Solo lo más grave, muchas
veces por accidente casual, sale a la luz. Siempre que haya una denuncia
circunstancial y la justicia (la baja o media) se mueva, pues por las alturas
el proceso de designación está también preñado por la política, siquiera sea
mediada por ese desgraciado órgano en su diseño institucional que es el CGPJ.
Mientras tanto la vida sigue en este país en donde el mérito
y la competencia o profesionalidad cedió hace siglos el paso al amiguismo
de clientela, antes gestionado por los viejos caciques y hoy en día por los
partidos. Y en ello seguimos doscientos años después. Pero siempre tan
ingeniosos, hemos revestido al viejo caciquismo. Lo hemos actualizado, en plena
era de digitalización. Como decía Byung-Chul Han, “la cultura digital hace que
el hombre se atrofie”. Pues bien, la patología política de los nombramientos a
dedo producen el mismo efecto querido, pero esta vez sobre las instituciones.
Las convierte en cáscaras sin vida, que apenas nada producen a favor de la
sociedad (o, en todo caso, mucho menos de lo que podrían dar), pero que siguen
dando frutos a quienes de ellas viven. Siempre tan modernos.
Otro post de interés. Por Sergio Jiménez. Analítica Pública web: Los 4 tipos de servicios públicos proactivos
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