Por Javier Alemán Uris.- Hay Derecho blog.- Vivimos tiempos convulsos en los que los viejos
populismos y totalitarismos cristalizan en nuevas organizaciones políticas que
se abren paso en nuestros ecosistemas políticos. Es un fenómeno ya
ampliamente verificado como global al que todavía no hemos resuelto cómo
hacerle frente con las herramientas de las que nuestras democracias se han
dotado. Dorothy Thompson, periodista estadounidense del siglo pasado,
alertó en ‘’Let the Record Speak’’ sobre la tolerancia y la debilidad de las
democracias. ‘‘Es demasiado tarde para responder a las consignas del fascismo
con las consignas de la democracia. Es demasiado tarde para esperar que
preservemos la democracia sin esfuerzo, inteligencia, responsabilidad, carácter
y gran sacrificio’’.
Neto en El Comercio de Gijón-La Voz de Avilés (4.12.2019) |
Una clara manifestación de lo que aquí describo son las
ingeniosas fórmulas de promesa o juramento de acatamiento de la Constitución que
se pudieron escuchar – entre abucheos -. Ya en la última sesión constitutiva
muchos de los parlamentarios hicieron uso de expresiones de acatamiento que
fueron, cuando menos, controvertidas. No es mi propósito hacer aquí un análisis
jurídico exhaustivo sobre la cuestión. En primer lugar, porque, contrariamente
a la creencia popular extendida, la vinculación a la Constitución de los cargos
públicos no deriva de su juramento o promesa de acatamiento sino del artículo
9.1 del texto constitucional, en el que se impone la sujeción a la Constitución
y al resto del ordenamiento jurídico a la ciudadanía y a los poderes públicos.
En segundo lugar, porque el debate jurídico sobre la casuística empleada puede
ser intelectualmente estimulante, pero corresponderá al Tribunal Constitucional
fijar su adecuación o no a la legalidad vigente.
Límites del Derecho
Sin embargo, sí podemos hacer una crítica a la búsqueda
continua de los límites del Derecho para exhibir políticamente un
incumplimiento del mismo sin asumir las consecuencias propias de su vulneración
formal. La Constitución Española proclama como valor superior del ordenamiento
jurídico el pluralismo político y garantiza la libertad ideológica, por lo
que el Tribunal Constitucional ha huido de interpretaciones restrictivas y
formalismos rígidos que excluyan la expresión de tal pluralismo. Sin embargo,
sí es concluyente en la jurisprudencia constitucional el requisito de que
las cláusulas y expresiones que se adicionen no varíen, limiten o condicionen
el sentido propio de la promesa o juramento (STC 119/1990).
En este sentido, observo con intranquilidad la
persistencia en la estrategia de desafiar el marco del que todos nos hemos
dotado. Serán los órganos de gobierno del Congreso y, en su caso, el Tribunal
Constitucional, quienes resuelvan si se ha infringido tal marco, pero no cabe
duda de que existe una voluntad de bordear los límites para generar el falso
espejismo de que, en realidad, no se ha producido un acatamiento de la
Constitución. Esto último debe inquietarnos: la Constitución es la
norma que protege nuestros derechos, libertades e instituciones. La norma de la
que deriva la propia existencia del mandato parlamentario. Las expresiones que
busquen su superación (o una sensación de tal) por medio de subterfugios ajenos
a los procedimientos establecidos deben alertarnos.
Tampoco es una buena noticia la emisión de votos
nulos para la elección de los miembros de la Mesa del Congreso valiéndose de
heterogéneas expresiones políticas. No por la expresión política en sí misma,
que es deseable en sede parlamentaria de un Estado democrático, sino por el
modo y tiempo elegido para hacerla. La Mesa del Congreso es un órgano de la
máxima relevancia constitucional por las tareas que le son asignadas y, por lo
tanto, su composición es un asunto de indudable interés general. Lo visto hoy
evidencia, por un lado, el empeño en desviar la atención de un evento público
importante a otros temas y, por otro, una reducida disposición a
participar en la vida pública por los cauces consensuados por todos. Es esa
forma a la que venimos acostumbrándonos de captar el foco haciendo activismo
desde la representación pública.
Las negociaciones previas y la propia constitución de la
Mesa han arrojado, desde otra vertiente, un mal ejemplo de responsabilidad
pública. La extrema derecha, inmersa en las tácticas del populismo, ha
optado por una estrategia de no negociación con el resto de fuerzas políticas,
particularmente con aquellas con las que sí ha alcanzado acuerdos de ámbito
autonómico y municipal, con el propósito de visibilizar una exclusión. Estas
otras fuerzas no han sabido dar una respuesta cabal a tal operación, logrando
un acuerdo entre ellas o con otras. La menor presencia del populismo ultra en
el órgano representativo no le resta influencia práctica, habida cuenta de que
la mayoría del mismo es de signo ideológico distinto. Al contrario, esa
ausencia le permite la victimización y la deseada no institucionalización para
profundizar en un discurso antipolítico que oponga las élites de las instituciones
representativas (Mesa) al verdadero pueblo (ellos).
De nuevo, tampoco debemos reducir la cuestión sobre la
presencia de la tercera fuerza política en la Mesa del Congreso a un debate
jurídico, sin duda rico. La flexibilidad con la que tradicionalmente ha sido
interpretada la reglamentación de la Cámara permite multitud de argumentos. Lo
que me interesa aquí es hacer hincapié en el deliberado deseo de no ser
partícipes de nuestras instituciones para, con ello, intensificar un perfil
diferenciador y homogeneizar a los adversarios políticos en una suerte de
abominado consenso y en la incapacidad de las organizaciones políticas
demócratas y liberales para dar una respuesta a la afrenta.
Mi deseo es que sirvan estas líneas no tanto como un
retrato pesimista de las grietas de nuestro sistema político sino como un
mensaje en defensa de la institucionalidad. Una reivindicación sobre la
importancia de respetar y dignificar nuestro ordenamiento institucional y
los procedimientos de los que se sirve para la toma democrática de decisiones.
Debe leerse este artículo como una alerta sobre las tendencias que pueden
suponer un riesgo a nuestro sistema político y como una llamada al esfuerzo,
inteligencia y responsabilidad a los que se refería Thompson como garantes de
nuestra democracia.
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