Por Jordi Solé Estalella, Presidente de Fedeca. Cinco Días.- Según la tradición
cristiana, el trabajo es un castigo divino infligido al hombre por comer del
árbol del conocimiento, por lo que sería una penosa e ineludible obligación,
soportada solamente para ganar con ella el sustento diario.
Es posible que, en muchos casos y para la mayoría de las
personas, esto sea así, lo que resulta un drama para ellos por sufrir
diariamente el tener que “ganarse el pan con el sudor de la frente”, pero
también para las organizaciones en las que trabajan, que ven seriamente
afectadas la entrega y dedicación de estas personas a sus cometidos
profesionales, con el consiguiente efecto negativo en los resultados esperados.
Siendo los factores de motivación en el trabajo en gran
medida comunes entre los sectores privado y público, la función pública cuenta
con una palanca motivacional exclusiva: saber que nuestro trabajo ayuda al
bienestar general del conjunto de la población, contribuyendo a hacer de
nuestro país un país mejor. O dicho en nuestro lenguaje administrativo, el ser
conscientes de que, desde nuestros puestos de trabajo, satisfacemos el interés
general por encima de intereses particulares y en los que la obtención de
elevados beneficios económicos no es la principal motivación.
Motivación
Por tanto, los funcionarios contamos con una fuente de
motivación interna que, para la inmensa mayoría de nosotros, es de una potencia
inmensa, suficiente para considerar que nuestro trabajo es una fuente de
satisfacción que va mucho más allá de conseguir ese sustento diario.
Sin embargo, la existencia de esta palanca motivacional no es suficiente para
disponer de funcionarios motivados, pues no se debe olvidar la afirmación de
que “un trabajador motivado es un trabajador productivo”.
Por esto, desde la dirección de la Administración del Estado
y de sus unidades de personal deben planificarse y cuidarse los aspectos
externos de la motivación laboral. Entre estos aspectos se encuentran la
regulación de las condiciones de trabajo, la posibilidad de desarrollo de
carreras profesionales horizontales o verticales, la mejora salarial en los
cuerpos superiores donde hay una importante brecha en relación con los de la
empresa privada o con los de los países de nuestro entorno.
Todo ello, sin olvidar otros, como la planificación de los
recursos humanos más allá del criterio de la disponibilidad presupuestaria
anual, la instauración de sistemas de evaluación del desempeño serios y
fiables, la flexibilidad horaria, la conciliación de la vida laboral y la
familiar o el teletrabajo.
Desde otra perspectiva, también es necesario que, desde las más altas
instancias, exista un verdadero esfuerzo por evitar actuaciones que menoscaben
la dignidad de la función pública y del trabajo que desarrollan los
funcionarios, como el secuestro de la Administración por parte de las
instancias políticas, que desde hace tiempo se viene denunciando desde muchos
foros como una tarea urgente y prioritaria.
Se necesitan acciones valientes que nos hagan orgullosos de
pertenecer y de colaborar en el más crucial proyecto del país, recuperando el
prestigio de ser servidor público, un valor este que, en los últimos años, ha
sido dañado sucesivamente en múltiples ocasiones por actuaciones a veces poco
meditadas, y en otras, por verdadera mala fe de decisiones exclusivamente políticas.
Se necesitan medidas de regeneración y de dignificación de la función pública,
que conlleven un cambio de la cultura de nuestros partidos políticos, para que
asuman que la Administración pública no es un botín a repartir cuando se llega
al poder, una herramienta del partido de turno en el Gobierno, sino una
institución al servicio del interés general, incluido el determinado por ellos
cuando los ciudadanos les hayan otorgado la responsabilidad de dirigir la
Administración.
Por ello, como primera medida entre otras muchas necesarias,
debe aprobarse, de una vez por todas, un estatuto del directivo público, bajo
las premisas y principios presentados recientemente por Fedeca. Debe ser este
marco del estatuto del directivo público un instrumento imprescindible para
separar nuestra alta dirección administrativa de los vaivenes de la política.
Los altos funcionarios deben poder desarrollar su cometido con profesionalidad
e independencia, planificar en el medio y en largo plazo, más allá del
cortoplacismo de la política actual, aunque plenamente involucrados en los
objetivos señalados por el Gobierno de la nación y asumiendo la responsabilidad
plena por la consecución de los mismos.
Habida cuenta que apasionarse en y por la función pública
es, en general, fácil, nuestros gobernantes deberían hacer todo lo que esté en
sus manos para motivar a los empleados públicos para que esta pasión no se
apague nunca, y que crezca todo lo que pueda crecer. Como dijo Peter Drücker,
“trabajar duro por algo que nos interesa se llama estrés; trabajar duro por
algo que amamos se llama pasión”.
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