Palacio de San Telmo, sede del gobierno andaluz |
"El problema afecta al resto de administraciones, y ni la
vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta
materia"
Todo esto es harto conocido. Falta por concretar el número
exacto del drama que implica la politización intensiva y extensiva de
nuestro sector público en su conjunto, pero ya les adelanto que,
intuitivamente, por los escasos datos que hoy en día tengo computados, esa
cifra puede alcanzar a decenas de miles de puestos en los que estarían los
niveles directivos (altos cargos y asimilados) y los de la alta función pública
o del empleo público en su conjunto (esto es, los puestos de libre
nombramiento y de libre designación, por tanto de libre remoción o cese).
No cabe duda que esas escalofriantes cifras nos sitúan a la
cabeza de la Unión Europea en cuanto a politización (o si prefieren,
de “discrecionalidad en la provisión”) de las estructuras de la alta
Administración. Y ello no es sino muestra del intenso subdesarrollo
institucional de nuestro sector público en relación con la situación
existente en el resto de las democracias europeas avanzadas. Incluso Portugal
tiene actualmente un sistema de reclutamiento de la alta dirección pública
(Directores Generales, Subdirectores y directivos de empresas públicas, aunque
en este último caso solo se emite un informe sobre su posible idoneidad) basado
en competencias profesionales y no en el “dedo democrático” (la sempiterna
confianza política). Y seguimos sin aprender nada.
Botín de partido
Además, fruto de la cada vez mayor fragmentación del tablero
político español (estatal y autonómico) la remociones de tales niveles de
responsabilidad serán a partir de ahora la moneda corriente. Una auténtica
noria, como en su día escribí. Y no hay organización pública que se precie que
pueda funcionar con tan evanescentes criterios donde la discrecionalidad es la
guía y la profesionalidad la anécdota. Además, en ese cambiante contexto (al
que deberemos acostumbrarnos) la continuidad de las políticas públicas se verá
rota constantemente y la memoria de las organizaciones velada por la pérdida
(verdadera sangría) de un conocimiento directivo de quita y pon.
No aventuraré quién gobernará la Junta de Andalucía,
algo que se solventará en las próximas semanas. Pero si quien llega a gobernar
esa institución es un partido o una coalición de partidos en la que no está
integrado el actual partido gobernante, la remoción de centenares de altos
cargos o de directivos del sector público andaluz, así como de algunos o muchos
de los (cifra aproximada) dos mil puestos de libre designación (funcionarios A1 son
más de mil quinientos), parece que será una medida inmediata. Tras casi
cuarenta años en el poder de una misma formación política, la Junta de
Andalucía no ha cambiado ni un ápice el sistema de provisión de los puestos
directivos en línea de profesionalizar esas estructuras, algo que hubiese
puesto al abrigo a la alta Administración del vendaval político y de los apetitos
de poder. Y entonces vendrán los lamentos.
"Estamos a la cabeza de la UE en cuanto a politización (o si
prefieren, de ‘discrecionalidad en la provisión’) de las estructuras de la alta
Administración"
De producirse la hipótesis anterior, se aireará en los
medios “la purga” de los ceses en cadena. Pero no nos llamemos a engaño. Ese es
el perverso sistema que todas las Administraciones Públicas, auspiciadas por
una política clientelista y de nula visión estratégica o comparada, han
construido. Un sistema de confianza política en la provisión de puestos
directivos en la alta Administración. El sistema da réditos políticos
inmediatos y (mal) funciona siempre que haya continuidad en el poder. Pero el
modelo se hunde por completo cuando los cambios de gobierno (incluso a veces de
personas) llegan, más aún si en estos funciona la ley del péndulo. En esas
circunstancias, la Administración Pública comienza una vez más, como el tejido
de Penélope, a escribir en una hoja en blanco. Tejer y destejer es nuestro
sino. Tiempo perdido.
Lo terrible de todo ello es que quienes lleguen, si es que
llegan, harán lo mismo. Este es el pesado legado de nuestra historia
decimonónica que aún se arrastra en pleno siglo XXI: la alta Administración
Pública se concibe como un botín del partido o partidos que gobiernan. No se
equivoquen, esto no pasa solo en Andalucía, pues el cáncer tiene metástasis por
todos y cada uno de los rincones de la geografía gubernamental y administrativa
española. De esa cultura teñida de clientelismo nadie se libra: ningún color
político y ningún territorio. Lo grave del asunto es que no se advierte
realmente que se quieran cambiar esas deplorables y viejas reglas del juego. Ni
la vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta
materia. España mientras no resuelva realmente este problema no será un país
serio ni moderno. Las políticas de reforma sobre la alta Administración, aparte
de proposiciones que duermen el sueño de los (in)justos, ni siquiera asoman por
ningún sitio. Panorama desolador, siento decirlo.
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