Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Tras una primera parte de la presente Legislatura en la que
el quietismo gubernamental ha sido la pauta dominante, el cambio de gobierno
parece anunciar la apertura de un momento de reformas. El verbo reformar se
comienza a conjugar en el lenguaje político, veremos si los hechos acompañan a
los deseos.
España es un país poco dado a las reformas, sean estas del
tipo que fueren. La política tiende a enrocarse o, como mucho, a vestir
retóricamente que impulsa procesos de reforma que nunca cuajan realmente. Solo
cuando la presión externa nos obliga o cuando el precipicio está a la vista,
damos pasos en esa dirección, algunas veces precipitados. En este país gusta
más rehacer completamente lo antes dañado que arreglarlo.
En cualquier caso, como la pléyade de analistas políticos
recuerda un día sí y otro también, para que un Gobierno en minoría absoluta
pueda reformar algo a través de leyes, no digamos nada si se trata de una
reforma constitucional, se necesitan amplios consensos políticos. Algo, hoy por
hoy, que no se visualiza en un contexto político polarizado, por cierto cada
vez más.
Reformas posibles
Realmente, reformas se pueden hacer muchas sin necesidad de
retocar las leyes, aunque en no pocas ocasiones esas modificaciones legales
sean necesarias para eliminar trabas o requisitos que hacen inviables tales
propuestas. Pero para reformar se requieren dos exigencias previas: la primera
saber qué es lo que se quiere alterar, por qué y cómo; la segunda, por qué se
quiere sustituir lo reformado o, si se prefiere, pretender un resultado de
mejora o de innovación que adecue una institución, organización, estructura o
procedimiento, al tiempo histórico que le toca (o tocará) vivir. Reformar no
solo es adaptar, también predecir por dónde irán los cambios futuros para que
no terminen erosionando tempranamente el edificio reformado.
Se comienza a hablar de reforma constitucional. Aunque
también hay voces que promueven (cada vez con menos fuerza) derrumbar el
sistema constitucional actual y edificar sobre las ruinas uno pretendidamente
nuevo (son las tendencias propias del adanismo constitucional, tan presente en
nuestra historia reciente). Dejemos de lado la crisis territorial catalana, que
parece enquistarse. Las reformas constitucionales, más aún en este país (que
apenas tiene experiencia en ellas), son complejas de gestar y requieren
consensos muy amplios, que en estos momentos no existen y no se advierte que
vayan a existir en los próximos meses o años. Habrá que ir creando las
condiciones y ello requerirá mucho tiempo y no poca cintura política o
capacidad de negociación (que ahora no se vislumbra), pero también que las
fuerzas políticas limen las distancias siderales que en esta materia les
separan. Insisto, nada de esto se advierte a corto o medio plazo.
Hemos hablado hasta desgañitarnos de reformas
institucionales. Y las cosas están como siempre, inertes y en el mismo estado
(deplorable) de revista que antes se hallaban. Tenemos un país plagado de
instituciones rotas, sin perspectiva inmediata de reparación. El fracaso de las
reformas institucionales es un termómetro elocuente de la impotencia que
muestra nuestra clase política, sea del color que fuere, para llegar a acuerdos
transversales. En la trinchera se vive mucho más cómodo.
También se comienza a hablar de reforma de la Administración
Pública, que esta vez parece querer entrar en la agenda política, aunque sin un
contenido aún preciso de lo que se pretende alcanzar, algo que (se presume)
deberá definir la Comisión Jordi Sevilla, si es que finalmente la lidera el ex
Ministro, ahora llamado a desempeñar otros menesteres en la gestión política no
tan gaseosos como los encomendados inicialmente.
Por centrarme en este último aspecto, es importante recordar
que los procesos de cambio y adaptación de las Administraciones Públicas a los
diferentes contextos y exigencias del entorno, se han resuelto tradicionalmente
(en una primera etapa) con la manida expresión de reformas en la Administración
Pública. Término del que se usó y abusó (“reforma administrativa”) en las
décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, aunque también se prolongó
en las posteriores. Las crisis fiscales, como se dijo, eran momentos idóneos
para impulsar reformas del sector público. Algo que quebró en nuestro caso en
la crisis que se abrió a partir de 2008 y que ha durado casi diez años: no se
reformó, solo se ajustó. Reforma y ajuste son dos cosas distintas, como precisó
inteligentemente en su día Koldo Echebarria.
Más adelante se acuñó la expresión (que todavía sigue
utilizándose en el lenguaje político) de modernización de la
Administración Pública. Las estructuras organizativas, los sistemas de gestión,
las propias políticas sectoriales, los procedimientos y las personas (los
recursos humanos) de las Administraciones Públicas eran llamadas un día sí y
otro también a modernizarse, porque se presumía cabe inferir que eran una
antigualla. Si de la expresión reforma se abusó, no digo nada de la de
modernización, que está en la boca de innumerables gobernantes y de no pocas
políticas. Un término tan manoseado que ya no identifica nada sustancial. Lo
cual es indicativo de que se trata de una expresión vacía, pues tras más de
tres décadas modernizando nuestro sector público hemos llegado a la conclusión
que necesita modernizarse más porque en verdad no se ha modernizado nada. Y no
es un juego de palabras, sino de cosmética política.
Y ahora, o hace algún tiempo, hemos descubierto el
mediterráneo de la innovación, algo que está muy bien, pero que en verdad
es tan antiguo que cabe remontarse, por no ir más lejos, a la obra de
Schumpeter. Luego la innovación salpicó los discursos del Management, como por
ejemplo la densa y enriquecedora bibliografía de Peter Drucker, así como de
otros muchos autores. Innovar es el verbo de moda en el sector público, pero
aún no ha pasado los muros de algunos sectores de altos funcionarios
(principalmente locales) muy activos en las redes sociales. Lo cierto es que no
ha penetrado aún en la siempre impenetrable política, que sigue anclada en las
viejas recetas de la reforma o de la modernización.
En verdad, todo esto no deja de ser un problema semántico,
pues lo importante no es hablar sino hacer. Y en esto último es donde residen
nuestros grandes males. En este país abunda la charlatanería, más o menos
informada (o simplemente desinformada), alimentada por innumerables arbitristas
que pueblan tertulias vomitivas plagadas de juicios sin juicio (o carentes de
fundamento conceptual), pero que un día sí y otro también venden recetas para
todos los gustos y colores, que nunca aplica ni aplicará nadie. Todo el mundo
tiene soluciones para todo y, paradojas de la vida, nada se resuelve realmente.
Algo grave pasa entonces, ¿no? Hablar se nos da muy bien, hacer es otro cantar.
El EBEP
Si realmente el Gobierno (o cualquier otro gobierno) quiere
reformar, modernizar, innovar o, mejor dicho, transformar la
Administración Pública, así como la función pública, que se deje de grandes
formulaciones o de reformas legislativas que una vez alcanzadas, si es que se
ultiman, terminan dormitando en el BOE y apenas traspasan los muros de acero
del sector público. El fracaso estrepitoso del EBEP, la frustrada e irracional
reforma local o la venta de humo del Informe CORA, son algunos ejemplos de que
empeños legislativos estructurales o propuestas faraónicas nada consiguen.
Los retos a los que se enfrentará la Administración Pública
en los próximos años son más o menos conocidos (aunque no está de más
identificarlos, de forma precisa, en un Libro Blanco o de otro color, algo
siempre útil, aunque tampoco se emplee apenas entre nosotros). Entre tales
retos están la definición de qué Administración Pública se requiere en las
próximas décadas para enfrentarse a la revolución tecnológica, cuáles serán las
nuevas demandas que deberá atender el sector público en una sociedad en
permanente proceso de mutación, el envejecimiento brutal de las plantillas y su
necesaria renovación generacional, la definición de qué perfiles profesionales
exigirá la Administración Pública de los próximos años (muchos ingenieros y
tecnólogos, pocos tramitadores y juristas, menos aún empleos instrumentales) y,
entre otros muchos, cuáles serán las formas de trabajo (también en el sector
público) en una sociedad completamente digitalizada.
Ante esos retos genéricamente (y de forma incompleta)
dibujados, solo queda llevar a cabo una sola política: la de transformación o
renovación permanente de nuestras instituciones, organizaciones, estructuras,
procesos, sistemas de gestión y políticas de dirección y de recursos
humanos. Se debe optar, al menos ante este escenario de fragmentación
e incertidumbre política, así como de distancias inalcanzables para obtener
acuerdos políticos, por una gestión trasformadora de las pequeñas cosas,
que vaya introduciendo mejoras continuas en las organizaciones públicas que
vengan (una vez testadas) para quedarse. Ese camino lento, pragmático,
pero decidido, es por el que se debe transitar. Identificar medidas puntuales
que comporten una transformación gradual que termine eclosionando en un cambio
cualitativo con el paso del tiempo o generando las condiciones para una
innovación disruptiva, en términos schumpeterianos. Ya lo dijo Peter Drucker, “las
innovaciones eficaces empiezan siempre siendo pequeñas”.
Pero, no se engañen, los cambios deberán ser continuos y
sistemáticos, no anecdóticos o aislados. La revolución tecnológica que está
llamando a la puerta de nuestro sector público así lo exige. El quietismo (o el
conformismo, derivado de la “zona de confort” que gráficamente cita Mikel
Gorriti) debe ser desterrado de la política, de la función directiva y del
propio empleo público.
Transformación y adaptación permanente son las nuevas
exigencias. La creatividad y la iniciativa, junto con un liderazgo innovador,
otras habilidades blandas y un pensamiento crítico que aporte valor añadido a
las organizaciones frente a lo que las máquinas en poco tiempo harán mucho
mejor que los propios empleados públicos, son las nuevas competencias que se
deberán acreditar para el trabajo profesional en la Administración Pública. Si
no las valoramos ni medimos, difícilmente tendremos esas personas y esos
perfiles profesionales en las organizaciones públicas. No se adquieren por arte
de magia. Y, en tal caso, el fracaso está anunciado. Así que lo mejor es
ponerse manos a la obra. Conjugar el verbo hacer es el reto más inmediato en
todas las esferas de la vida pública en este país. No queda otra. Que se vea
algo tangible en los comienzos, como nos recordaba Thoreau hace más de ciento
cincuenta años
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