lunes, 23 de julio de 2018

Rafael Jiménez Asensio: ¿Tiempo de Reformas?

Lo que pido a todos los reformadores (…) es que no solo nos proporcionen sus teorías y su sabiduría, pues estas no constituyen prueba alguna, sino que además las acompañen con una pequeña muestra de sus obras; que jamás nos recomienden algo de lo que ni siquiera muestran un poco (…) No soporto que me digan que espere a los buenos resultados, pues anhelo igualmente los buenos comienzos”  (Henry David Thoreau, El manantial. Escritos reformadores, Página indómita, 2016, p. 30)

Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Tras una primera parte de la presente Legislatura en la que el quietismo gubernamental ha sido la pauta dominante, el cambio de gobierno parece anunciar la apertura de un momento de reformas. El verbo reformar se comienza a conjugar en el lenguaje político, veremos si los hechos acompañan a los deseos.

España es un país poco dado a las reformas, sean estas del tipo que fueren. La política tiende a enrocarse o, como mucho, a vestir retóricamente que impulsa procesos de reforma que nunca cuajan realmente. Solo cuando la presión externa nos obliga o cuando el precipicio está a la vista, damos pasos en esa dirección, algunas veces precipitados. En este país gusta más rehacer completamente lo antes dañado que arreglarlo.

En cualquier caso, como la pléyade de analistas políticos recuerda un día sí y otro también, para que un Gobierno en minoría absoluta pueda reformar algo a través de leyes, no digamos nada si se trata de una reforma constitucional, se necesitan amplios consensos políticos. Algo, hoy por hoy, que no se visualiza en un contexto político polarizado, por cierto cada vez más.

Reformas posibles
Realmente, reformas se pueden hacer muchas sin necesidad de retocar las leyes, aunque en no pocas ocasiones esas modificaciones legales sean necesarias para eliminar trabas o requisitos que hacen inviables tales propuestas. Pero para reformar se requieren dos exigencias previas: la primera saber qué es lo que se quiere alterar, por qué y cómo; la segunda, por qué se quiere sustituir lo reformado o, si se prefiere, pretender un resultado de mejora o de innovación que adecue una institución, organización, estructura o procedimiento, al tiempo histórico que le toca (o tocará) vivir. Reformar no solo es adaptar, también predecir por dónde irán los cambios futuros para que no terminen erosionando tempranamente el edificio reformado.

Se comienza a hablar de reforma constitucional. Aunque también hay voces que promueven (cada vez con menos fuerza) derrumbar el sistema constitucional actual y edificar sobre las ruinas uno pretendidamente nuevo (son las tendencias propias del adanismo constitucional, tan presente en nuestra historia reciente). Dejemos de lado la crisis territorial catalana, que parece enquistarse. Las reformas constitucionales, más aún en este país (que apenas tiene experiencia en ellas), son complejas de gestar y requieren consensos muy amplios, que en estos momentos no existen y no se advierte que vayan a existir en los próximos meses o años. Habrá que ir creando las condiciones y ello requerirá mucho tiempo y no poca cintura política o capacidad de negociación (que ahora no se vislumbra), pero también que las fuerzas políticas limen las distancias siderales que en esta materia les separan. Insisto, nada de esto se advierte a corto o medio plazo.

Hemos hablado hasta desgañitarnos de reformas institucionales. Y las cosas están como siempre, inertes y en el mismo estado (deplorable) de revista que antes se hallaban. Tenemos un país plagado de instituciones rotas, sin perspectiva inmediata de reparación. El fracaso de las reformas institucionales es un termómetro elocuente de la impotencia que muestra nuestra clase política, sea del color que fuere, para llegar a acuerdos transversales. En la trinchera se vive mucho más cómodo.

También se comienza a hablar de reforma de la Administración Pública, que esta vez parece querer entrar en la agenda política, aunque sin un contenido aún preciso de lo que se pretende alcanzar, algo que (se presume) deberá definir la Comisión Jordi Sevilla, si es que finalmente la lidera el ex Ministro, ahora llamado a desempeñar otros menesteres en la gestión política no tan gaseosos como los encomendados inicialmente.

Por centrarme en este último aspecto, es importante recordar que los procesos de cambio y adaptación de las Administraciones Públicas a los diferentes contextos y exigencias del entorno, se han resuelto tradicionalmente (en una primera etapa) con la manida expresión de reformas en la Administración Pública. Término del que se usó y abusó (“reforma administrativa”) en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, aunque también se prolongó en las posteriores. Las crisis fiscales, como se dijo, eran momentos idóneos para impulsar reformas del sector público. Algo que quebró en nuestro caso en la crisis que se abrió a partir de 2008 y que ha durado casi diez años: no se reformó, solo se ajustó. Reforma y ajuste son dos cosas distintas, como precisó inteligentemente en su día Koldo Echebarria.

Más adelante se acuñó la expresión (que todavía sigue utilizándose en el lenguaje político) de modernización de la Administración Pública. Las estructuras organizativas, los sistemas de gestión, las propias políticas sectoriales, los procedimientos y las personas (los recursos humanos) de las Administraciones Públicas eran llamadas un día sí y otro también a modernizarse, porque se presumía cabe inferir que eran una antigualla. Si de la expresión reforma se abusó, no digo nada de la de modernización, que está en la boca de innumerables gobernantes y de no pocas políticas. Un término tan manoseado que ya no identifica nada sustancial. Lo cual es indicativo de que se trata de una expresión vacía, pues tras más de tres décadas modernizando nuestro sector público hemos llegado a la conclusión que necesita modernizarse más porque en verdad no se ha modernizado nada. Y no es un juego de palabras, sino de cosmética política.

Y ahora, o hace algún tiempo, hemos descubierto el mediterráneo de la innovación, algo que está muy bien, pero que en verdad es tan antiguo que cabe remontarse, por no ir más lejos, a la obra de Schumpeter. Luego la innovación salpicó los discursos del Management, como por ejemplo la densa y enriquecedora bibliografía de Peter Drucker, así como de otros muchos autores. Innovar es el verbo de moda en el sector público, pero aún no ha pasado los muros de algunos sectores de altos funcionarios (principalmente locales) muy activos en las redes sociales. Lo cierto es que no ha penetrado aún en la siempre impenetrable política, que sigue anclada en las viejas recetas de la reforma o de la modernización.

En verdad, todo esto no deja de ser un problema semántico, pues lo importante no es hablar sino hacer. Y en esto último es donde residen nuestros grandes males. En este país abunda la charlatanería, más o menos informada (o simplemente desinformada), alimentada por innumerables arbitristas que pueblan tertulias vomitivas plagadas de juicios sin juicio (o carentes de fundamento conceptual), pero que un día sí y otro también venden recetas para todos los gustos y colores, que nunca aplica ni aplicará nadie. Todo el mundo tiene soluciones para todo y, paradojas de la vida, nada se resuelve realmente. Algo grave pasa entonces, ¿no? Hablar se nos da muy bien, hacer es otro cantar.

El EBEP
Si realmente el Gobierno (o cualquier otro gobierno) quiere reformar, modernizar, innovar o, mejor dicho, transformar la Administración Pública, así como la función pública, que se deje de grandes formulaciones o de reformas legislativas que una vez alcanzadas, si es que se ultiman, terminan dormitando en el BOE y apenas traspasan los muros de acero del sector público. El fracaso estrepitoso del EBEP, la frustrada e irracional reforma local o la venta de humo del Informe CORA, son algunos ejemplos de que empeños legislativos estructurales o propuestas faraónicas nada consiguen.

Los retos a los que se enfrentará la Administración Pública en los próximos años son más o menos conocidos (aunque no está de más identificarlos, de forma precisa, en un Libro Blanco o de otro color, algo siempre útil, aunque tampoco se emplee apenas entre nosotros). Entre tales retos están la definición de qué Administración Pública se requiere en las próximas décadas para enfrentarse a la revolución tecnológica, cuáles serán las nuevas demandas que deberá atender el sector público en una sociedad en permanente proceso de mutación, el envejecimiento brutal de las plantillas y su necesaria renovación generacional, la definición de qué perfiles profesionales exigirá la Administración Pública de los próximos años (muchos ingenieros y tecnólogos, pocos tramitadores y juristas, menos aún empleos instrumentales) y, entre otros muchos, cuáles serán las formas de trabajo (también en el sector público) en una sociedad completamente digitalizada.

Ante esos retos genéricamente (y de forma incompleta) dibujados, solo queda llevar a cabo una sola política: la de transformación o renovación permanente de nuestras instituciones, organizaciones, estructuras, procesos, sistemas de gestión y políticas de dirección y de recursos humanos. Se debe optar, al menos ante este escenario de fragmentación e incertidumbre política, así como de distancias inalcanzables para obtener acuerdos políticos, por una gestión trasformadora de las pequeñas cosas, que vaya introduciendo mejoras continuas en las organizaciones públicas que vengan (una vez testadas) para quedarse. Ese camino lento, pragmático, pero decidido, es por el que se debe transitar. Identificar medidas puntuales que comporten una transformación gradual que termine eclosionando en un cambio cualitativo con el paso del tiempo o generando las condiciones para una innovación disruptiva, en términos schumpeterianos. Ya lo dijo Peter Drucker, “las innovaciones eficaces empiezan siempre siendo pequeñas”.

Pero, no se engañen, los cambios deberán ser continuos y sistemáticos, no anecdóticos o aislados. La revolución tecnológica que está llamando a la puerta de nuestro sector público así lo exige. El quietismo (o el conformismo, derivado de la “zona de confort” que gráficamente cita Mikel Gorriti) debe ser desterrado de la política, de la función directiva y del propio empleo público. 

Transformación y adaptación permanente son las nuevas exigencias. La creatividad y la iniciativa, junto con un liderazgo innovador, otras habilidades blandas y un pensamiento crítico que aporte valor añadido a las organizaciones frente a lo que las máquinas en poco tiempo harán mucho mejor que los propios empleados públicos, son las nuevas competencias que se deberán acreditar para el trabajo profesional en la Administración Pública. Si no las valoramos ni medimos, difícilmente tendremos esas personas y esos perfiles profesionales en las organizaciones públicas. No se adquieren por arte de magia. Y, en tal caso, el fracaso está anunciado. Así que lo mejor es ponerse manos a la obra. Conjugar el verbo hacer es el reto más inmediato en todas las esferas de la vida pública en este país. No queda otra. Que se vea algo tangible en los comienzos, como nos recordaba Thoreau hace más de ciento cincuenta años

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