(José Luis L. Aranguren, Ética, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2009, p. 292)
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Resulta cuando menos curioso constatar cómo un Gobierno que
toma las riendas tras una moción de censura basada en la pestilente corrupción
no haya incorporado a su estructura de órganos superiores como tampoco a sus
políticas inmediatas ni una sola referencia a la Integridad o a la
Transparencia como medios de luchar contra ese endémico fenómeno de la
corrupción o de las malas prácticas político-administrativas. Ambos fenómenos
han echado raíces profundas en nuestro entorno institucional público. Y algo habrá
que hacer.
Ignacio González, exPresidente de la Comunidad de Madrid |
Reinaba entonces, y parece que reina ahora, un escepticismo
cínico hacia todo lo que afecta a la ética pública, los códigos de conducta y
los marcos de integridad institucional. Una política descreída de sus propios
valores y solo utilizada como palanca para acceder o para mantenerse en el
poder –como es la que parece triunfar por estos pagos- no incluye en su ADN las
políticas de integridad. Pues estas políticas de integridad, conviene decirlo
de inmediato, comprometen mucho y obligan además a actuar de otro modo (cambio
de hábitos o de carácter, como reconocía Aranguren y recordaba más
recientemente Adela Cortina), lo que ata de pies y manos al gobernante,
directivo o funcionario frente al (mal) uso de las estructuras de poder. Mejor
tener manos libres. Así “se pueden hacer más cosas”.
Fervor cínico por la Transparencia
A diferencia de la Integridad, más fácil es apostar
políticamente por la Transparencia. En la política española hay fervor, también
cínico, por la transparencia. No hay gobierno que no predique de sí mismo ser
el más transparente. Vende mucho y tiene menores costes políticos, pues quien
se transparenta sabe siempre lo que debe enseñar y lo que, al menos, debe
disimular, cuando no ocultar. Y eso explica que instituciones con apuestas
claras y evidentes por la transparencia se vean envueltas de vez en cuando en
escándalos de corrupción o de malas prácticas. Hay un ejemplo muy reciente en
una sociedad mercantil pública dependiente de una Administración matriz que
había invertido esfuerzos considerables precisamente en políticas de
transparencia. Pero pueden invocarse otros tantos (malos) ejemplos.
Tal vez lo que esa política cínica (siempre tan resabiada)
ignore, es que los Sistemas de Integridad Institucional protegen principalmente
a las instituciones, pero también a todos aquellos servidores públicos (sean
responsables políticos, directivos o funcionarios) que desarrollan su actividad
en ellas. Pues, al fin y a la postre, construir infraestructuras éticas (por
emplear el término de la OCDE) supone reforzar la confianza pública en las
instituciones y representa invertir en calidad democrática, como atentamente
estudió el profesor Rafael Bustos (Calidad democrática, Marcial Pons,
2017). Pero estos intangibles no venden en una política que solo se centra en
gestos, guiños, golpes de impacto e imágenes cargadas de positividad con
pretendidos mensajes subliminales. Las baratijas de la comunicación instantánea
triunfan por doquier en una política diseñada para contentar a cabizbajos
ciudadanos colgados día y noche a los dispositivos móviles y a sus impactantes
imágenes. Idiocia colectiva, es lo que crean. No demos exigente. Tal
vez nos tomen por estúpidos, sin saber que son ellos los que con tales
estrategias comunicativas vacuas quedan retratados.
Códigos éticos
No gastaré muchas líneas en algo que es muy obvio, aunque
nadie, al parecer también en este nuevo y flamante Gobierno, lo vea. El Grupo
de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) lleva ya varios
años reflejando en numerosos informes que determinadas instituciones españolas
(por ejemplo, el Parlamento y el Poder Judicial) no se han dotado de códigos de
conducta ni de sistemas de integridad institucional o, al menos, no lo han
hecho de forma efectiva. Lo mismo se podría decir del Poder Ejecutivo y de la
Administración Pública, pues -salvo algunos casos en el ámbito autonómico,
foral y local, especialmente en el caso vasco- el Gobierno Central y la Administración
General del Estado no disponen de tales códigos ni menos aún de marcos de
integridad institucional. Unos y otros gobernantes los han despreciado
reiteradamente, pues nadie se los creía. Solo el EBEP en 2007 incorporó un
Código de Conducta de Empleados Públicos que no ha tenido ninguna virtualidad.
Todo el mundo se lo tomó a chirigota. Amortizado el Ministro que lo promovió
(Jordi Sevilla), pronto pasó al olvido. Los Valores en la política o en la
actividad pública son entendidos por algunos como si fuera la marca de
chocolates: son buenos para “comprarlos” y luego comerlos, nunca para
practicarlos.
Así las cosas, la política preventiva en el ámbito de la
corrupción ha sido prácticamente inexistente. Al no haber ningún mecanismo de
autorregulación que prevea valores y conductas, solo la Ley es el muro que
actúa como límite. Y ya se sabe: cuando se trata de garantizar la efectividad
de la Ley, en la mayor parte de los casos se orilla en su cumplimiento, pues
(eso se supone) pocas veces “te pillan”. Se publican (o publicaban) infinitas
leyes y se aplican pocas. Una de las tareas de la política (y de una parte de
los altos cargos o asesores que les acompañan) es, así, “jugar a la ruleta
rusa”. Se prevalen de que la aplicabilidad de la Ley es torpe y, en todo caso,
tardía. La suerte moral, vestida a veces de corrupción, es muy practicada en
nuestro entorno. Hasta que, por azar o casualidad, las garras de la Ley caen
sobre alguien. Mala suerte o que algunos se fueron de la lengua, cuando no
venganzas en plato frío.
La construcción de marcos de integridad institucional
exigentes actúa, en cambio, anticipadamente. Pretende evitar que el agua llegue
al río. Tal como expuse en el libro Cómo prevenir la corrupción.
Integridad y Transparencia (Catarata/IVAP, 2017), esos marcos de
integridad institucional apuestan por prevenir antes que lamentar (modelo
preventivo) o, en el peor de los casos, por curar las heridas ya abiertas
(modelo reactivo). Persiguen construir cultura ética en las organizaciones
públicas por medio de la difusión, formación, tramitación de consultas o
dilemas éticos, a través de la creación de un órgano de garantía (comisión o
comisionado de ética), así como mediante la adaptación permanente de los
códigos de conducta como instrumentos vivos. Actúan, además, como
mecanismo protector de los políticos, directivos o empleados públicos, pues
juegan el rol de “faro” u orientación, indicándole al responsable público, de
acuerdo con los valores y normas de conducta preestablecidos, qué se puede hacer
y qué no en el ámbito institucional público.
Acumulacion de escándalos
Y, sobre todo, evitan que se dañe
a la institución, algo mucho más importante que la reputación de las personas
que la integran. La política de prevención pretende ahorrarnos el triste
espectáculo de ver cómo un día sí y otro también los escándalos se acumulan y
cómo asimismo los responsables públicos desfilan ante los juzgados y
tribunales. En esos casos, cuando se condena o sanciona a un responsable
público por corrupción, el prestigio de la institución ya está completamente
roto. Algo nada baladí. Recomponer la imagen de esa institución es tarea
hercúlea y en muchas ocasiones algo casi imposible. Así están las nuestras …
Con “la que está cayendo” en España ahora y desde hace
bastantes años, sorprende sobremanera –y vuelvo al principio- cómo un Gobierno
que pretende (o eso dicen quienes lo lideran) la renovación moral de la
política, no haya dedicado ni un renglón o ni un solo minuto a promover
la Gobernanza Ética ni la Transparencia efectiva en sus primeros pasos de la
acción de gobierno. ¿Paradojas o imposturas de la política? Dentro de un tiempo
razonable tendremos la respuesta, aunque -lamento decirlo- la primera impresión
no es ciertamente buena.
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