“Toda organización necesita adherirse a ciertos valores que ha de reafirmar constantemente, en la misma medida que nuestro cuerpo requiere vitaminas y minerales. Debe tener un norte. De lo contrario, se desintegrará y degenerará en confusión y parálisis” (Peter Drucker)
Por Rafael Jiménez Asensio. blog La Mirada Institucional.- El acceso al empleo público es la puerta de entrada al
ejercicio de actividades profesionales en puestos de trabajo, ámbitos
funcionales o cuerpos y escalas de la Administración Pública y de las entidades
de su sector público. Una puerta que solo se debería abrir cabalmente para
aquellas personas que hayan acreditado de forma contrastada capacidad y mérito,
o si se prefiere mayor talento, en procesos en los que se garantice el
principio de igualdad y la libre e igual concurrencia con el resto de candidatos
a ingresar en la función pública. No siempre es así, incluso no lo es en muchos
casos.
De la mejor o peor forma de llevar a cabo esa selección
dependen, al fin y a la postre, los resultados de esos procesos y, en última
instancia, el buen funcionamiento y la calidad de los servicios públicos que se
deben prestar a la ciudadanía. Mientras esto nadie se lo tome en serio, que no
se esperen milagros, pues estos no se producen cuando el “material humano”
–como nos recuerda Schumpeter- no es el idóneo. La buena o mala Administración
Pública, como institución que es, depende en gran medida de la mejor o peor
calidad de las personas que la integran. Una institución, como expresó Emerson,
“es la sombra alargada de un hombre”. De ahí que seleccionar los mejores, sean mujeres
u hombres, es un reto existencial de primera importancia para el sector
público.
Tras unos cuantos años de cierre a cal y canto de las
Ofertas de Empleo Público como consecuencia de unas medidas de contención
presupuestaria adoptadas –según el discurso oficial- para hacer frente a la
crisis fiscal, aparece la luz al final del túnel. Si ya en la Ley de
Presupuestos Generales del Estado para 2017 (Ley 3/2017, de 27 de junio)
comenzaba un proceso gradual y aún tímido de “descongelación de la Oferta”, por
medio de la inclusión de determinadas medidas tales como la tasa adicional de
reposición para la estabilización del empleo temporal en determinados sectores,
la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2018 (Ley 6/2018, de 3 de
julio) amplía esa aplicación de la tasa adicional de reposición para la
estabilización del empleo temporal a otros sectores e, incluso, en determinados
ámbitos y permite superar el techo de la tasa del cien por ciento, pero aún son
–como dice la expresión castellana- “habas contadas” y en buena medida
condicionadas a la salud financiera de la entidad pública respectiva
No cabe llamarse a engaño. Las políticas de previsión de
efectivos en las Administraciones Públicas y en su sector público siguen
marcadas con el fuego de la manida tasa de reposición. Línea de actuación a
través de la cual una política presupuestaria restrictiva condiciona cualquier
política de recursos humanos en el ámbito público. Un mecanismo disfuncional
que, en verdad, nada ahorra. Y, además, la tasa de reposición es –como ya he
tratado en otro lugar- viva manifestación de una política que no consigue los
objetivos que pretende, pues cerrar las ofertas de empleo con siete llaves
(piénsese que las ofertas se ejecutan en los siguientes ejercicios presupuestarios
y que las vacantes se cubren normalmente con interinos) solo han logrado
empobrecer la prestación de los servicios públicos, precarizar hasta límites
insostenibles el empleo público y alcanzar efectos patológicos no queridos; por
ejemplo, el envejecimiento acusado de las plantillas y la no captación o
incorporación de talento joven, que al ver las puertas de acceso del sector
público cerradas ha optado por dirigir sus pasos, en un viaje sin retorno,
hacia la carrera profesional en el sector privado.
La capacidad de atracción de la función pública para el
talento joven cada día es más limitada. El formato tradicional de pruebas
selectivas de acceso a la función pública (de contenido básicamente
memorístico, que exige esfuerzos ingentes de aislamiento social y que no tiene
otro incentivo que, como dijera el profesor Nieto, “atravesar el Jordán y besar
la tierra prometida” de la estabilidad funcionarial), no produce hoy en
día vis atractiva –como reconoce Elisa de la Nuez- para los
jóvenes millennials de la generación digital, que viajan
frecuentemente, hablan idiomas y están abiertos a nuevas tendencias, e inmersos
en las tecnologías de la información y de las comunicaciones. O se lleva a cabo
una buena política de reclutamiento y se modifican profundamente los sistemas
de selección o la Administración Pública tendrá un serio problema si es que
quiere incorporar a sus plantillas a los mejores profesionales. La mediocridad
de candidatos o la inserción en sus filas de profesionales sin competencias
digitales e idiomáticas suficientes no creo que sea lo que necesite
precisamente una Administración Pública que estará sometida a fuertes presiones
de transformación derivadas del entorno en las próximas décadas.
Cesantías
Una rápida mirada al pasado identifica una suerte de tradición
o una cadena de hipotecas que arranca de la supresión (siempre parcial) del
sistema de cesantías en el siglo XIX y primeras décadas del XX, momento
histórico en el que se entronizó la “oposición” (siempre de marcado carácter
memorístico) como la alternativa o solución idónea para evitar que la
discrecionalidad se transformara sin solución de continuidad en pura
arbitrariedad a la hora de resolver tales procesos selectivos. En todo caso, en
pleno siglo XXI España sigue siendo un país preñado de clientelismo. Y eso
afecta (y mucho) a la construcción de un sistema eficiente de selección de
personas en la Administración Pública, al menos en buena parte de ellas.
Al margen de las hipotecas del pasado, están los
condicionamientos mucho más próximos. Mi tesis es que España no ha sabido
construir aún, cuarenta años después de aprobada la Constitución de 1978, un
modelo de función pública propio de un Estado democrático avanzado. Produce
sana envidia observar, por ejemplo, la fortaleza de la institución de función
pública o del servicio civil de países con fuerte tradición de
descentralización como Canadá o República Federal de Alemania. En el Código
de Valores y de Ética del Sector Público de la Administración Federal
canadiense se explicitan de forma diáfana las evidentes conexiones que tiene
una función pública profesional con el Estado democrático y con la confianza de
la ciudadanía en sus instituciones. En estos términos se recoge esa idea: “Bajo
la autoridad del gobierno elegido y en virtud de la ley, los funcionarios
federales ejercen un rol fundamental al servicio de la ciudadanía canadiense,
las entidades y el interés público. En su condición de profesionales cuyo
trabajo es esencial al bienestar de Canadá y a la viabilidad de su democracia,
son garantes de la confianza pública” Y así concluye: “Un sector público
federal, profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia”.
En nuestro caso, por el contrario, la función pública que
surge a inicios del sistema constitucional de 1978 seguía muy marcada por el
modelo diseñado en el régimen franquista, aunque fuera en su etapa de
pretendida apertura (Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964) y recibía
buena parte de las herencias (o patologías) de los siglos XIX y XX, entre ellas
“la recomendación” (instalada cómodamente en la puerta de atrás de buena parte
de los procesos selectivos). La Ley de medidas para la reforma de la función
pública de 1984 no pasó de ser un mero remedo para posibilitar que las
Comunidades Autónomas pudieran legislar diciendo prácticamente lo mismo que
“papá” Estado. El isomorfismo institucional fue una nota evidente en la función
pública autonómica de entonces, aunque no pudieron copiar –porque, fruto de su
propia historia, sencillamente no se podía trasladar el modelo- la tradición de
los cuerpos de élite.
Ya entonces, en esos primeros años de andadura
constitucional en los que se alumbró un nuevo sistema institucional del corte
descentralizado, se abrieron simas enormes entre los tres niveles de gobierno
en lo que a función pública respecta, también en el campo de la selección. No
se improvisan fácilmente estructuras profesionales de nuevo cuño y menos aún
cuando buena parte del personal, salvo el que procedía de traspasos de
servicios del Estado, se seleccionó por medio de contratación temporal (o de
nombramientos de interinos), con escasas exigencias de entrada, y
posteriormente fue aplantillado a través de procedimientos de acceso “blandos”
que fueron desde las pruebas restringidas (“por una sola vez”) hasta los concursos-oposición
en los que primaban con fuerte puntuación “la mochila” de puntos (antigüedad)
que cada aspirante ponía encima de la mesa. Aún así, en aquel período hubo de
todo, pues en algunas Comunidades Autónomas las exigencias de acceso fueron más
elevadas o al menos razonables, mientras que en otras los procedimientos de
aplantillar personal interino, laboral temporal o contratado
administrativamente se convirtieron en la regla. Ahora, treinta años después,
vuelve la misma historia. Quien con esos retales piense que se construye el
traje de una función pública profesional e imparcial, yerra de plano.
Amiguismo en CCAA y Aytos
Si determinadas prácticas de clientelismo, amiguismo o
nepotismo, arraigaron en algunas Comunidades Autónomas en los primeros años de
formación de las estructuras administrativas, mucho más lo hicieron (inclusive,
en algunos casos, se ha prolongado hasta nuestros días) en el nivel local de
gobierno. Con la excepción de algunas Administraciones locales de grandes
dimensiones o de cierto tamaño, los sistemas de acceso a un buen número de
empleos públicos locales han estado contaminados por innumerables patologías.
Por eso es muy importante cuando abordamos los procesos de
selección diferenciar de qué nivel de gobierno estamos hablando, pues poco o
nada tiene que ver el sistema de acceso a la Administración General del Estado
(sobre todo a los cuerpos de élite) con el existente en las Comunidades
Autónomas y mucho menos, en ambos casos, con el que se practica en la mayor
parte de entidades locales. Cabe constatar que tratar de función pública como
objeto general, o la selección de empleados públicos como realidad concreta
aplicable a todo el empleo público, no deja de ser actualmente un pío deseo.
En efecto, el empleo público en España está hoy en día
totalmente fracturado en compartimentos estanco, incomunicados entre sí, con
lógicas de funcionamiento dispares y que no se puede reconducir fácilmente a
una unidad conceptual, ni menos aún aportar recetas de aplicación general. Este
contexto institucional es un límite innegable para llevar a cabo diagnósticos
comunes (por lo demás casi imposibles) o soluciones que valgan para cualquier
tipo de nivel de gobierno. Hay, eso sí, principios constitucionales de
aplicación común (pero con una efectividad completamente distinta según el
nivel de gobierno), así como reglas básicas (algunas descafeinadas por el
propio principio dispositivo incorporado al EBEP, como certeramente lo calificó
Federico Castillo Blanco; y otras más consistentes, aunque de carácter
coyuntural recogidas en la legislación presupuestaria). Todos estos principios
y reglas son aplicables a todos los niveles de gobierno, pero mediante vías
espurias (negociación colectiva) o a través de la simple omisión, apenas se
cumplen en algunos casos o en otros incluso se aplican solo parcialmente, una
vez edulcorados. Y ello influye en el terreno de la selección de empleados
públicos, en el que aparentemente hay unas reglas comunes aplicables en todos
los casos, pero en verdad cada entidad pública o incluso cada cuerpo o escala
selecciona materialmente con criterios distintos y distantes, así como mediante
procedimientos que tienen poco que ver unos con otros en sus aspectos
materiales o sustantivos, esto es, en la ejecución de tales procesos (sí
aparentemente en los formales).
No profundizaré más en este tema, pero la selección de
funcionarios o empleados públicos, tanto en su concepción formal como en su
aplicación sustantiva, es en estos momentos en España de geometría variable.
Nada tienen que ver las pruebas selectivas de acceso a cuerpos de élite del
Estado, donde no hay fase de concurso (son “oposiciones libres”, con exigentes
temarios que absurdamente vuelven a examinar a los candidatos de aquellos
conocimientos que ya acreditaron en sus estudios universitarios, largos y
sacrificados períodos de preparación memorística, y contenidos muy diferentes
en función del cuerpo al que se pretenda acceder), con el acceso que se ha
producido a la alta función pública de las Comunidades Autónomas y de los entes
locales, en el que las exigencias son menores y, en no pocos casos, tienen un
formato de concurso-oposición que busca, de forma no expresa, “aplantillar”
personal interino o laboral temporal. La tasa de reposición adicional para
estabilización del empleo temporal va en esa línea. Y esta tasa adicional se
aplica, por regla general, en el empleo público autonómico, foral o en el
local. Habrá que esperar que esas convocatorias “especiales” de estabilización
pasen para establecer procesos selectivos dirigidos exclusivamente a la
captación de talento. ¿Será tarde? Lo veremos en poco tiempo.
Con ello no estoy diciendo que el modelo de acceso a través
de pruebas selectivas que tienen los cuerpos de élite sea el adecuado, ni mucho
menos. Su obsolescencia es evidente. Es un modelo antiguo y atomizado en su
diseño, caduco en su ejecución y muy distante de cómo se seleccionan altos
funcionarios en las democracias avanzadas. Además privilegia a personas que
proceden de determinados estratos sociales, con una permeabilidad territorial muy
baja. En este país, el absurdo peso de los temarios (el número de temas) ha
sido siempre determinante para jerarquizar a los cuerpos y a su pretendido
prestigio social. Una tradición antigua, que carece hoy en día de cualquier
fundamento racional y objetivo. Pero las cosas son como son. Y siguen siendo
así.
En esa línea, interesa destacar la completa inadecuación
actual de tales sistemas de selección de empleados públicos si lo que se quiere
realmente es captar talento joven e incorporarlo a una Administración Pública
inmersa en un proceso de transformación que, en poco más de diez años, cambiará
radicalmente su faz, sus funciones y tareas, así como los perfiles de sus
puestos de trabajo. No cabe duda que hay que invertir mucho en introducir la
innovación en el diseño y ejecución de las pruebas selectivas de acceso al
empleo público. Repensar la selección de empleados públicos requiere de forma
inexorable tratar los retos que deberá afrontar la Administración Pública en
los próximos doce años. Colocarnos en un escenario de 2030 puede ser un buen
punto para percibir que el sector público que entonces tendrá este país será
distinto y distante, cualitativa y cuantitativamente hablando, del que tenemos
hoy en día.
En primer lugar, está el constatable y creciente
envejecimiento de plantillas en las Administraciones Públicas, que resulta ser
un reto importante por lo que implica de relevo generacional, de gestión de
conocimiento y de captación de talento joven, pero que a su vez es una ventana
de oportunidad para afrontar ese cambio cualitativo de perfiles de puestos de
trabajo que necesitará la Administración Pública en los próximos diez o quince
años. La selección de empleados públicos del futuro estará marcada por la
evolución del empleo y sobre todo por los nuevos perfiles profesionales que se
exijan en los próximos diez o quince años (muy distantes, por cierto, a esos
perfiles burocrático-tramitadores que pueblan hoy en día nuestro sector público
y que están llamados a desaparecer gradualmente con el desarrollo de la
digitalización, la automatización y la Inteligencia Artificial). Una tendencia
que además estará influida de forma determinante por la volatilidad de las
tareas y por la más que previsible reducción del tamaño de las Administraciones
Públicas, al menos en algunos de sus ámbitos o esferas tradicionales. La
pregunta que cabe hacerse es obvia: ¿Alguna Administración Pública está
pensando estratégicamente en esas cuestiones a la hora de definir su Oferta de
Empleo Público y rediseñar sus procesos selectivos actuales y futuros? La
respuesta ya la conocen.
[1] Este Post es una versión resumida y
retocada de algunos pasajes de la Presentación del Estudio Introductorio que
lleva por título: “Repensar la selección de empleados públicos: momento actual
y retos de futuro”, que será publicado el próximo mes de septiembre en el
número monográfico de la Revista Vasca de Gestión de Personas y
Organizaciones Públicas(RVOP, editada por el Instituto Vasco de Administración
Pública) sobre Repensar la selección de empleados públicos. En ese número
monográfico colaboran también un elenco de profesionales cualificados en materia
de recursos humanos (Xavier Boltaina, Javier Cuenca, Elisa de la Nuez, Manuel
Férez, Jorge Fondevila, Mikel Gorriti, Clara Mapelli, Joan Mauri, Carlos Ramió
y Miquel Salvador), con diferentes contribuciones de innegable interés sobre
diferentes aspectos de ese tema. La RVOP se edita en papel y en abierto.
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