Por Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- Función Pública II. Los Efectos de la crisis
El estado del empleo público tras el período de contención
presupuestaria.
¿La salida del túnel?: el esperado fin del ciclo de
contención presupuestaria.Todas las crisis económicas son cíclicas. La actual,
transformada en una crisis fiscal de profundidad y extensión desconocidas,
lleva mucho tiempo con nosotros, aunque ahora parece advertirse en el horizonte
la salida del túnel.
Lo cierto es que España una y otra vez ha venido
incumpliendo los objetivos de reducción del déficit público que le imponía la
Comisión Europea. Las instituciones europeas, atendiendo a la dimensión de la
crisis y a sus efectos, nos han venido dando diferentes aplazamientos con la finalidad
de que la economía española no se estrangulara totalmente con esas políticas de
ajuste. El crecimiento económico, finalmente, ha ido apareciendo en escena en
los últimos ejercicios. Son cifras esperanzadoras desde la perspectiva
macroeconómica, falta aún que se terminen de trasladar de forma efectiva al
tejido productivo, a los salarios, al consumo y, sobre todo, de forma más
sostenida y profunda al empleo.
Aprender de la crisis
Aun así, nuestro aprendizaje sobre los efectos de la crisis
y cómo corregirlos ha sido muy torpe. El aprendizaje o la capacidad de extraer
lecciones de un proceso tan duro como el que se ha vivido en estos últimos años
no ha sido precisamente el punto fuerte de las administraciones públicas
españolas, ni menos aún de la política o de los sindicatos del sector público,
pues estos últimos actores al mínimo repunte que ofrece el panorama económico
vuelven a restaurar la cadena de demandas pendientes de satisfacción, que
aquellos (los políticos) acceden a reconocer, salvo contadas y loables
excepciones que habrían de resaltarse debidamente por su sentido de la
responsabilidad. Pero estos son los duros. Y no interesan.
Si la situación de ese largo período fue en sí mismo
compleja, la cuestión de complicó aún más durante los años 2015-2016, pues la
parálisis política o el bloqueo institucional que implicaron dos procesos
electorales consecutivos (con un gobierno de salida, otro largo en funciones y
otro por arrancar) tuvo como consecuencia una total parálisis gubernamental. Y
un bloqueo de tales características se paga con un coste altísimo de pérdida de
competitividad económica e institucional, también en lo que afecta a procesos
de adaptación, transformación o cambio, tan necesitados de impulso político y
gestor en nuestro sector público. En efecto, aparte de las elecciones generales
consecutivas, durante esos dos años fueron varios los procesos electorales que
se celebraron (y algunos otros que siguen), con la consiguiente parálisis de la
administración y de cualquier tipo de medidas que afectaran al empleo público o
a las reformas (ahora inéditas) de la administración pública.
Además, con las elecciones o la proximidad de estas,
comienza a florecer la magnanimidad de la política hacia los funcionarios y
resto de empleados públicos, pues nadie olvida que son un buen puñado de votos
por el que cabe disputar. Así, se comenzaron a plasmar un rosario de
“donaciones graciosas” que se pueden sucintamente recordar. Primero fue la
recuperación de un día de los perdidos por asuntos propios, luego del resto,
más adelante los días de permiso por años de vinculación con la administración
pública (“canosos”) también se recuperaron, junto con otros derechos preteridos
en etapa de crisis. Y ahora se anuncia la restitución de la jornada de las 35
horas semanales y, por tanto, la supresión de las 37,5 horas que todavía deben
trabajar los empleados públicos, salvo en aquellos casos que se ha echado mano
de trucos de prestidigitación horaria como los realizados por algunas
instituciones, aunque hay otras que –más groseramente aún- ignoran de plano
esas exigencias normativas. En efecto, cuando las elecciones se aproximan, sean
del tipo que fueren, los gobernantes de turno (sean también quienes fueren)
sacan “la chequera presupuestaria” para satisfacer las demandas sindicales de
mejora de las condiciones retributivas y de trabajo de los empleados públicos.
Nadie protesta por ello, la ciudadanía no se entera y ninguna otra fuerza
política se queja: son millones de votos y con ellos no se juega. Poca broma.
Silencio general.
En cualquier caso, todo apunta a que el escenario financiero
en el que se moverán las administraciones públicas en los próximos años será,
en principio, bastante más halagüeño del que hasta ahora se ha tenido, sobre
todo en los últimos diez años. Un analista financiero de la solvencia de Juan
Ignacio Crespo ha vaticinado (y sus pronósticos suelen cumplirse con pocas
desviaciones) que, tras el largo ciclo de contención fiscal, se inaugurará un
largo y sostenido ciclo de (relativa) bonanza que puede durar en torno a quince
años. Pero antes de que se abra ese largo y esperado ciclo, tendremos que pasar
–según ese autor- por la penitencia de una recaída económica, cuyo foco de
incendio será Estados Unidos, pero que se contagiará fácilmente a Europa
y, por descontado, a España. Bien es cierto que, tal como se pronostica, sería
(caso de cumplirse) una recesión de rápida caída (y esperemos) de recuperación
también acelerada después. Pero España, como se ha dicho, está aún muy
hipotecada por las brutales heridas que se han producido sobre la economía y
sobre el sector público durante los años de la crisis. No se dispone de
cortafuegos o anticuerpos que puedan evitar a corto plazo un nuevo incendio
económico y una afectación seria a sus ingresos fiscales o a su frágil empleo.
Y, además, a ello se une, como es sabido, una crisis política, institucional y
territorial de magnitudes considerables. Dependiendo, sin duda, de todas las
variables e incertidumbres que juegan es este tema, la salida de la crisis será
más o menos rápida. Pero puede estimarse que en torno a 2019-2020 esa puerta de
salida tal vez sea completamente franqueada, aunque los efectos presupuestarios
(que siempre son diferidos por la caída de ingresos fiscales de la recesión
anterior) pueden demorar algún tiempo ese final del túnel para el sector
público. Y, por tanto, también para el empleo público.
Desgarros del empleo público tras la crisis: el (mal) estado
de la institución
Lo cierto es que, tras este largo ciclo (aún no cerrado) de
contención del gasto público, la institución del empleo público ha sufrido
serios impactos y no pocos desgarros. Han sido, en efecto, más de ocho años y
esos efectos pueden prolongarse aún algún tiempo. En todo caso, tras esa larga
travesía cabe preguntarse cuál es la imagen de la institución de función
pública o del empleo público que ha quedado después de esa profunda y extensa
crisis. Y el (mal) estado de la institución que saldrá de ese túnel se resume,
a mi juicio, en los siguientes elementos:
-El empleo público está mucho más envejecido del que había
antes de que se produjera la entrada en la situación de crisis (y, no obstante,
aquel no era precisamente joven en aquellos momentos). Esa función pública
cargada de años (también “de hombros”, si se permite la metáfora), es la que
debe afrontar los retos indudables de transformación de las Administraciones
Públicas en materia de digitalización (lo cual no deja de ser una enorme
paradoja), así como la que debiera colaborar en ese proceso de transferencia o
gestión del conocimiento como consecuencia de las jubilaciones masivas que se
producirán en el sector público y, especialmente, en los puestos de trabajo
estratégicos de esas organizaciones durante los próximos diez años. Otra cosa
es que alguien haya pensado en ello. Algunos profesionales lo han hecho y aquí
la referencia a Mikel Gorriti es obligada. También alguna institución, como el
Gobierno Vasco.
-Pero es un reto que, guste más o menos, todo el sector público
deberá afrontar. Asimismo, el empleo público (aunque esta es una
característica que se arrastra desde la formación del Estado autonómico y la
creación de las Comunidades Autónomas, así como desde la configuración de una
Administración local cerrada a sí misma) se encuentra diseminado en
compartimentos estanco, en cierta medida roto en pedazos (territoriales,
sectoriales, corporativos, por grupos de clasificación o por regímenes
jurídicos), sin que se pueda hablar de que existe una figura de servidor
público con características comunes u homogéneas (la única nota común es que
los servidores públicos cobran de los presupuestos de cada administración),
pues esos rasgos pretendidamente compartidos se han ido diluyendo en los
últimos años hasta desvanecerse por completo, lo que al menos exigiría una
política enérgica de recuperación de valores de servicio público que sean
comunes para las distintas administraciones y su sector público dependiente.
-Además se trata de un empleo público caracterizado por su
debilidad institucional, pues realmente no tiene nadie que defienda a la
institución, ya que los sindicatos del sector público (al menos eso es lo que
han demostrado hasta la fecha) son impotentes a la hora de pensar
institucionalmente y no trascienden de la pura defensa de las mejoras
individuales de los empleados públicos (retributivas, de condiciones de trabajo
o de estatuto), sin que sean capaces de proyectar su estrategia y pensar
institucionalmente (por emplear el concepto acuñado por Hugh Heclo).
-Buena parte de las plantillas del sector público tienen,
asimismo, un nivel de tecnificación ciertamente bajo, dada la gran presencia
aún (objetivamente injustificada) de un número desorbitado de personal
instrumental, que en la era de la información y de las comunicaciones, así como
en la sociedad del conocimiento, tales perfiles instrumentales juegan (y
jugarán más aún en un tiempo inmediato) un papel en muchos casos prescindible y
que, casi con total seguridad, buena parte de esas tareas mecanizadas serán
desplazadas a corto/medio plazo por la digitalización y la robótica, cuando no
por la propia inteligencia artificial. Qué sentido tiene, por tanto, ofertar en
estos momentos ingentes plazas de auxiliares y administrativos como están
haciendo algunas Administraciones Públicas. Hay que identificar nuevos perfiles
de competencias que necesitará ineludiblemente la Administración del futuro y
apostar por la inserción de aquellas personas que los acrediten en las
organizaciones públicas.
-Por consiguiente, en su actual configuración, la institución
del empleo público, salvo contadas excepciones, se muestra, como vengo
insistiendo, claramente inadaptada para afrontar los retos vitales de las
organizaciones públicas en un momento de grandes transformaciones en ámbitos
tales como la administración digital o de la apertura de datos, de la
protección de datos, cuando no de la propia transparencia o rendición de
cuentas.
-El empleo público que ha salido de la crisis tiene como nota
dominante también –con honrosas y singulares excepciones- una baja implicación
y un sentido de pertenencia debilitado, pues hay poca percepción de servicio a
los ciudadanos (salvo en algunos ámbitos sectoriales y en algunas personas),
consecuencia -una vez más- de un distanciamiento gradual entre el carácter
público de la organización y las personas que allí trabajan, que en no pocos
casos perciben erróneamente que el empleador es el político que
circunstancialmente lleva las riendas del gobierno de la institución,
diluyéndose paulatinamente la conexión entre servidor público y ciudadanía.
-En buena parte todo ello procede, como ya se ha dicho, de
una anomia de valores en la función pública o en el empleo público. En gran
medida ese vacío no hace sino representar la escasa presencia que los valores
tienen en el sistema educativo y en la sociedad en general, pero el hecho de
que se hayan descuidado tanto en el sector público es responsabilidad plena de
aquellas personas que lo han dirigido, pues no han prestado ninguna atención a
la transcendencia que tal cuestión tenía para el correcto funcionamiento de las
organizaciones públicas y para la propia satisfacción de la ciudadanía con los
servicios públicos. Síntoma evidente de que tenemos unas instituciones enfermas
o, al menos, con síntomas evidentes de enfermedad, lo cual no quiere decir que
tales síntomas no se puedan tratar y resolver.
-La crisis ha tenido, asimismo, unos efectos devastadores
sobre las unidades de Recursos Humanos del sector público y las personas que
allí trabajan. Al no llevarse a cabo ninguna política de reforma y solo de
ajuste, estas unidades se han dedicado a gestionar la miseria, a la pura
intendencia, con la finalidad de “salvar los muebles” (cuadrar el presupuesto
de gastos de personal). Se han olvidado no solo los planteamientos estratégicos
del empleo público, sino también se han dejado dormitar herramientas tan
importantes de gestión de personas en las organizaciones públicas como las
políticas de reclutamiento y selección (que ahora remontan en un panorama
desconcertante donde se recuperan formas y procedimientos absolutamente
periclitados), la evaluación del desempeño o la gestión de la diferencia, así
como la carrera profesional. Por no seguir con la matraca de la DPP, enterrada
antes de nacer. Habrá que quitar la caspa y ponerse a innovar.
Escaso prestigio social
-Y, en fin, un rasgo dominante en el empleo público, a
diferencia de lo que ocurre en otros países, es su escaso prestigio social. Si
exceptuamos algunos ámbitos de actuación pública, la condición de empleado
público o de funcionario se relaciona habitualmente con aquellas personas que
disponen de un empleo estable obtenido en unos casos mediante pruebas de acceso
competitivas y en otros tantos mediante favores o pruebas de laxitud
considerable, que trabaja sin grandes exigencias y que dispone de un estatuto
de notable privilegio (inamovilidad) frente al común de los mortales. Es
posible que haya mucho de estereotipo en ese imaginario colectivo de lo que es
un funcionario, pero no es menos cierto que esa imagen un tanto desfigurada se
ha ido trasladando en diferentes momentos históricos (desde la literatura
costumbrista del XIX) hasta llegar a nuestros días. No es previsible que, en
esas condiciones, la institución dure eternamente. Para superarla solo hay una
solución: introducir alto nivel de exigencias en el acceso y en el desarrollo
profesional de esos empleados públicos, así como incorporar plenamente los
valores de servicio público, no solo a través de la mera declaración legal o en
códigos éticos, sino sobre todo, mediante la práctica de tales valores y normas
de conducta en el ejercicio profesional. Pues tal como afirmaba en su día el
filósofo Javier Gomá, en su espléndido libro Ejemplaridad pública (Taurus,
2009): la ejemplaridad (y añado aquí, la profesionalidad) no se predica,
se practica.
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