Por José Ramón Chaves y Federico de Andrés de la Riva López. (Magistrados). El Consultor de los Ayuntamientos.- .- Al margen de la dimensión política del problema planteado con la hoja de ruta independentista catalana, profusamente explicada en todos los medios de comunicación, se impone un breve análisis en clave jurídica de la situación y actitud de los funcionarios públicos, y singularmente de los funcionarios con habilitación de carácter nacional, quienes sirven en las administraciones locales catalanas con funciones de asesoramiento, certificación e informe, y control y gestión económica y financiera, a los que se les está responsabilizando de garantizar la viabilidad de medios y del encaje legal para desarrollar la jornada del supuesto referéndum.
Si estuviéramos ante actos de políticos, parlamentarios,
gubernativos o de ediles, que se expresasen en clave y foros exclusivamente
políticos, o en la prensa, el buque administrativo seguiría su camino dentro de
la calma propia de un Estado de derecho bajo los vientos de la legalidad y
encaminando su rumbo a la eficacia, eficiencia y servicio al ciudadano.
Sin embargo nos encontramos en estas circunstancias con
políticos que al servicio de finalidades ideológicas envuelven su voluntad en
actos aparentemente legales, y además pretenden que esos actos sean objeto de
constancia, impulso y ejecución en el ámbito local por secretarios,
interventores y tesoreros dentro de sus respectivas competencias.
En ese momento ya estamos en el territorio jurídico, donde se
habla el lenguaje de la legalidad. Estamos ante sujetos políticos que adoptan
sus decisiones investidos de sus cargos, para cuya posesión, han prometido o
jurado acatar la Constitución, y que las producen o comunican ante un
funcionario, quien también ha prometido o jurado acatar la Constitución, sin
olvidar que ambos perciben retribuciones por ese servicio público.
De ahí que igual que una autoridad no permitiría que un
funcionario olvidase las obligaciones del puesto que ocupa para actuar al
margen de la ley, tampoco, lo adelantamos ya, un funcionario debe acatar las
actuaciones y órdenes de una autoridad que descarrilan manifiestamente de la
vía legal.
Y ello, vayamos al asunto, pese a la estrategia del nacionalismo
radical catalán que ha planteado distintos frentes de acción, dando la razón a
lo dicho por Henry Kissinger, «lo ilegal lo hacemos inmediatamente, lo
inconstitucional lleva un poco más de tiempo».
Parlamento catalán
Parlamento catalán
En primer lugar, nos encontramos con actuaciones del parlamento
catalán que proceden formalmente del poder legislativo, bajo eufemismos como ley de
Transitoriedad Jurídica (LA LEY 14577/2017), pero que, al prescindir
del procedimiento previsto en el reglamento parlamentario, y al dictarse en
frontal colisión con las resoluciones del Tribunal Constitucional que vinculan
a todos los órganos jurisdiccionales (art. 5 Ley
Orgánica del Poder Judicial (LA LEY 1694/1985)) y «todos los poderes
públicos» (arts. 38, 61.3 y 87), se han colocado en una suerte de «vía de hecho
parlamentaria».
Una perversión triple y temeraria: una ley autonómica hecha para
defraudar el bloque de legalidad autonómica (Estatuto y reglamento
parlamentario catalanes), también para ignorar la Constitución y como
consecuencia, para desoír las resoluciones del Tribunal Constitucional,
particularmente cuando ha prohibido «cualquier acto preparatorio» del
calificado de referéndum catalán por atentar «contra los artículos 1.2
(LA LEY 2500/1978), 2 (LA LEY
2500/1978), 9.1 (LA LEY
2500/1978), 81 (LA LEY
2500/1978), 92 (LA LEY
2500/1978) y 168 de la
Constitución (LA LEY 2500/1978)».
En suma, una actuación parlamentaria tan viciada que malamente
puede fundamentar decisiones del ejecutivo y menos que éstas puedan a su vez
amparar instrucciones u órdenes a los servidores públicos, particularmente a
los funcionarios que sirven a las administraciones locales catalanas.
En segundo lugar, sobrevuela la Ley 19/2013, de
9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen
gobierno (LA LEY 19656/2013), que se cuida de extender su aplicación
a los altos cargos o asimilados que, de acuerdo con la normativa autonómica o
local que sea aplicable, tengan tal consideración, incluidos los miembros de
las Juntas de Gobierno de las Entidades Locales, pues de forma primaria en su
artículo 26 y para aviso de navegantes se alza como principio de buen gobierno
que: «1. Las personas comprendidas en el ámbito de aplicación de este título
observarán en el ejercicio de sus funciones lo dispuesto en la Constitución
Española y en el resto del ordenamiento jurídico y promoverán el respeto a los
derechos fundamentales y a las libertades públicas».
En tercer lugar, nos encontramos con el Estatuto Básico del
Empleado público, cuyo Texto Refundido fue aprobado por Real Decreto
Legislativo 5/2015, de 30 de octubre (LA LEY 16526/2015) que alza en
su artículo 53 (LA LEY 16526/2015) como Principios éticos: «1.
Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que
integran el ordenamiento jurídico. 2. Su actuación perseguirá la satisfacción
de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en
consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común,
al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales,
familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan
colisionar con este principio».
Además, entre los deberes del Código de Conducta, el art. 52 (LA LEY
16526/2015) recuerda que: «Deberán actuar con arreglo a los
siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad (…) ejemplaridad
(…) honradez.»
Y, por lo que aquí interesa, el art. 54.3 EBEP
(LA LEY 16526/2015) fija el límite de la obediencia debida:
«Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo
que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico, en cuyo
caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de los órganos de inspección
procedentes»; bajo otra perspectiva aparece como falta disciplinaria de los
empleados públicos el art. 95: «La adopción de acuerdos manifiestamente
ilegales que causen perjuicio grave a la Administración o a los ciudadanos»
(apartado d), y particularmente «La desobediencia abierta a las órdenes o
instrucciones de un superior, salvo que constituyan infracción manifiesta del
Ordenamiento jurídico» (apartado i), precisión esta última que sensu contrario, implica, así lo interpretamos, que
ante la aberración jurídica, la desobediencia es lo correcto.
Estos dos preceptos del EBEP constituyen la piedra angular que
permite aunar la colaboración debida entre autoridad y funcionario sobre bases
de razonabilidad. Ni puede el funcionario desobedecer según su propio criterio
cualquier mandato de la autoridad o superior jerárquico, ni puede la autoridad
ordenar lo que le plazca al subordinado fuera de su círculo de competencia y
legalidad. Para evitar tensiones y controversias entre mandante y mandatario,
entre autoridad y funcionario, entre quien dice que cuenta con título jurídico
suficiente y quien lo niega, se establece una suerte de presunción de legalidad
de lo que dicta la autoridad pero, eso sí, se impone como límite lo que
constituye «infracción manifiesta». Ese es el non plus ultra de la
obediencia debida al Alcalde, Director General o Consejero, de manera que «lo
manifiesto» va más allá de lo dudoso, de lo subjetivo, de lo cuestionable bajo
perspectivas éticas o jurídicas, y sitúa el principio de resistencia frente al
tirano, derecho natural de origen aristotélico, en la facultad de no cumplir lo
que de forma patente, notoria y evidente, constituye una infracción del
ordenamiento jurídico, en ese punto estamos.
Se trata, lógicamente, de situaciones excepcionales en que la
autoridad sale del carril de la legalidad cayendo en la astracanada o en el
absurdo, pues el legislador no desea que los funcionarios se conviertan en
comparsas o cómplices de las felonías.
Guardianes de la legalidad
Guardianes de la legalidad
Por ello, ese derecho de resistencia se constituye en un deber
de oposición y denuncia, especialmente cuando se trata de funcionarios que
tienen encomendada la labor de ser guardianes de la legalidad, como es el caso.
Ello sin olvidar que tras ese derecho y deber de no colaborar en
la perpetración de la ilegalidad no se encuentra una lucha corporativa,
académica o política. No. Si toda ley tiene efecto útil por servir intereses
generales, cuando se bordea o incumple, hay intereses damnificados. En efecto,
existen intereses distintos de la pura relación de jerarquía, porque tras esa
ilegalidad manifiesta yace la lesión a intereses públicos reales; si se
colabora por el habilitado —no olvidemos que el Secretario municipal es el
Delegado de la Junta Electoral de Zona en su municipio— en la consecución de
actos preparatorios, confirmatorios o que avalen el referéndum, mediante
comunicaciones, nombramientos, contratos o sanciones, se estará perjudicando a
los intereses públicos que tutelaba la ley burlada, y posiblemente a los
intereses sociales y a intereses de terceros.
También hay un gravísimo daño en la sombra ocasionado por
quienes actúan como autoridades que se liberan del deber ético y jurídico de
cumplir con la norma que se comprometieron a cumplir, y es que ofrecen un
pésimo ejemplo que además se alzará en factor para que la ciudadanía pierda la
confianza en los políticos y en las leyes, con los negativos efectos sociales
de sobra conocidos. ¿Qué legitimidad tiene una autoridad que desprecia las
normas que le legitiman como tal?
Por eso, fuera de la razón política que anime a unos u otros,
fuera de la mayor o menor capacidad de negociación, el papel de los
funcionarios con habilitación de carácter nacional, que cuentan además con ese
noble calificativo que les indica el norte de su función, es ser primeros
protagonistas de una obra de teatro heroica, que se convertiría en tragicomedia
si se prestaran, por acción, omisión o por temor, a propiciar la felonía de
sembrar ilegalidades.
En suma, no es cuestión de que los funcionarios con habilitación
de carácter nacional sientan sobre su nuca el aliento de los cañones del
Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, de la fiscalía o de acciones
penales. Sencillamente es cuestión de cumplimiento del deber asumido y de estar
a la altura ética y profesional, que espera la ciudadanía y los vecinos del
ente local al que sirven, y que la democracia siempre les agradecerá.
No es la primera vez que los habilitados nacionales, cada uno en
su ámbito, deben sufrir las «ocurrencias» de su alcalde o presidente de
diputación, y el ostracismo por haber emitido su informe desfavorable o reparo.
Pero sí es la primera ocasión en que existe una voluntad masiva en una
Comunidad Autónoma de utilizar a estos funcionarios como correa de transmisión
de una tropelía global.
Hemos de recordar al célebre jurista italiano Piero Calamandrei,
en su lúcido trabajo significativamente titulado «Sin legalidad no hay
libertad», cuando nos recuerda lo que debería presidir todo despacho de
autoridad pública y de funcionario que se precie: «El sentido de la legalidad
es la conciencia moral de la necesidad de obedecer las leyes (…) El sentido de
la justicia puede hacer sentir la injusticia de la ley (…) pero no debe
destruir el sentido de la legalidad, es decir, el respeto a las reglas del
juego según las cuales, para modificar las leyes, hay que seguir la vía trazada
por ellas. El compromiso de respetar la ley mientras esté en vigor es una de
las garantías de la libertad, que encuentra en ese respeto el modo de eliminar
la injusticia de aquellas, sustituyéndola por una mejor.»
La voz de los habilitados
La voz de los habilitados
Más no se puede decir de forma más clara. Y por eso, la voz de
los habilitados solo puede alzarse para servir a la legalidad, cerrando los
ojos a las presiones, intimidaciones, inercias e incomodidades. Todo dentro de
la ley, y nada fuera de la ley. Quizá es hora de que alguien se retracte, de
parar este desatino antes de que sufran justos por pecadores, funcionarios por
políticos y sobre todo, antes de que una finalidad legítima como son mayores
cotas de autogobierno se convierta en una burla a una ciudadanía como la
española, incluidos los catalanes, que quiere vivir en paz y con seguridad
jurídica. Con la legalidad no se juega impunemente.
Los Colegios Territoriales y el Colegio Nacional de Secretarios,
Interventores y Tesoreros tienen la responsabilidad de apoyar y reconfortar a
sus compañeros destinados en los municipios catalanes en estos momentos de gran
dificultad, haciéndoles sentir acompañados y que forman parte de un colectivo
de funcionarios con historia, con presente y parte esencial del futuro en
democracia del municipalismo español.
No hay comentarios:
Publicar un comentario