lunes, 16 de agosto de 2021

Cambios de gobierno y cesantías en la Administración

 Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional Blog :  CAMBIOS DE GOBIERNO Y CESANTÍAS EN LA ADMINISTRACIÓN (POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN EN LA ESPAÑA DE GALDÓS, V) GALDÓS

“Bueno es que se muden las tornas y cambien las aguas, para que lo seco se moje y lo mojado se seque; bueno será que se limpien muchos comederos, y se llenen otros que ha tiempo están vacíos …” (Benito Pérez Galdós, Los duendes de la camarilla)

Introducción. La cuarta serie de los episodios nacionales abarca desde 1848 a 1868, de una revolución sin cuerpo a otra que lo tomó, aunque finalmente se quedara en nada. Los militares entonces ya ejercían un poder inmenso en la política española, consecuencia sin duda de la primera guerra carlista; por tanto, los espadones hicieron acto de presencia mucho antes en la gobernación del país, pero lo cierto es que en esos veinte años por los que transcurre el relato galdosiano son los de la plétora militar: vemos aparecer de nuevo con fuerza a Narváez, despuntar a O’Donnell, mostrar tímidamente de nuevo a Espartero, y consolidar gradualmente la imagen de Prim, la esperanza blanca del progresismo liberal. Lo expone, así,  Galdós: “Fue O’Donnell una época, como lo fueron antes y después Espartero y Prim”; y, añado, como también lo fue, cual Guadiana político, el propio Narváez. Ciertamente, mal le tenía que ir a un país para que los asuntos de su gobierno los depositaba en espadones. Narváez, O’Donnell y Prim, son otras tantos tres episodios de esta serie.

Según Yolanda Arencibia, en su magnífico libro Galdós. Una biografía (Tusquets, 2020), “está entusiasmado el autor con la nueva serie”. Desde el punto de vista literario, son, en efecto, diez libros extraordinarios. En lo que aquí nos ocupa, destacan en estos episodios por los perfiles políticos que el autor dibuja (espadones la mayoría, pero también entreverando civiles), y por el goteo persistente y cansino de las cesantías en la Administración Pública.  

La relativa quietud moderada de este largo período, con sobresaltos reiterados, el bienio revolucionario (1854-56), la pretendida e imposible contrarrevolución “moderada” ulterior, la gobernación de un centro liberal durante un período notable y, finalmente, la descomposición del régimen isabelino, ofrecen un escenario histórico sin hitos tan sobresaliente como las series precedentes, lo que conduce al autor a recrearse más en la novela histórica que en los propios acontecimientos. Aun así, las debilidades de una política caciquil, los caprichos de la Reina en la formación y desguace de los gobiernos, el ostracismo del progreso que condujo a su retraimiento más duro, y una administración que resultaba ser el comedero al que todo el que podía o le dejaban se apuntaba, consolidaron ya entonces la imagen persistente de una política impotente y una administración de favores que nos acompañará hasta nuestros días.  

Política y Administración durante el período 1848-1868

El conductor novelado de esta serie, García Fajardo, luego marqués de Beramendi, pronto encuentra acomodo en la siempre socorrida Administración Pública. Destinado inicialmente en la Gaceta (nuestro actual BOE), recibe en su bautismo burocrático los primeros consejos: “No tendrás nada que hacer en la Gaceta, y te recomendará(n) al director para que te perdone la asistencia a la oficina los más de los días”. Unas palabras de su querida madre ante el destino regalado, no tienen desperdicio: “Te recomiendo, hijo mío, que no trabajes demasiado. Ya estoy viendo que muchos de tus compañeros se aliviarán de su faena recargando la tuya”. Al leerla, me vinieron a la memoria las famosas leyes de bronce de los funcionarios, que escribiera en su día el maestro Alejandro Nieto.

El primer episodio tiene como telón de fondo “las noticias de Francia (que) son cada día más interesantes y en ellas palpita el drama político”: la Revolución de 1848. Galdós pone en boca de Sofía la necesidad “de poner una aduana de ideas en la frontera para que no pase acá la dolencia revolucionaria, ni se nos cuelen en España esas malditas utopías”. El autor saca a colación a un personaje real, Martín Merino (“soy riojano, y no gasto en cumplidos (…) Arnedo es mi pueblo”), sobre el que, según la biógrafa del autor, se documentó muchísimo. El clérigo que ensayó el regicidio, afrontó con serena determinación su condena a muerte. El autor lo recuerda: “No estaba arrepentido; no tenía cómplices, ni recibía inspiraciones más que su propia inquina, del aborrecimiento de toda injusticia y del mal gobierno de la Nación” (La revolución de julio). Pero, en aquel año de los acontecimientos galos, el país estaba muy lejos aún de parecerse a Francia, a la que siempre miraba de reojo y emulaba tiempo después. Y Las tormentas del 48, se quedaron en eso:  en truenos de verano. “Narváez era inflexible (…) ¿Qué sería de un país sin Orden Público? ¿Y cómo se asegura el Orden Público, sino desprendiendo y arrojando fuera todos los miembros o partes corruptas de la enferma nación?”. Muy propio del granadino.

El personaje de Narváez, ya tratado en sus perfiles centrales en episodios anteriores, es objeto del segundo libro de esta cuarta serie. Son años “buenos” del espadón de Loja, que goza (por temporadas) de la confianza de Palacio.  Narváez significaba, a ojos del moderantismo dominante, el valladar que impediría la contaminación ideológica del país: “Las tempestades europeas no se correrán a España, porque aquí tenemos la Providencia de un Narváez, que con el ten con ten de su fiereza y gracias andaluzas, tigre cuando se ofrece, gato zalamero si es menester, maneja, gobierna y conduce a este díscolo reino”.

La figura de Bravo Murillo aparece en la escena galdosiana también en este episodio, con una primera descripción amable: “La persona de don Juan no puede ser más extremeña: como político es compacto, duro, consistente; como orador, macizo, aplastante, pesado, de una claridad pasmosa en los asuntos de la ley escrita (…) Menos austero de lo que parece, goza, no obstante, de fama de honrado, y lo es”. En episodios posteriores vuelve sobre la figura política del extremeño, que coqueteó con el autoritarismo, si bien impulsó,  no regatea Galdós alabanzas a sus reformas (entre ellas, la Administración y función pública)

La referencia a las verdades del parlamentario Joaquín Compani, hombre de una franqueza sublime, son buen reflejo del estado de descomposición del país y de su Administración Pública: “Sólo hay en España dos elementos de gobierno, el cansancio de los pueblos y la empleomanía”. El cierre de su argumentación es muy gráfico a la hora de defender la empleomanía: “Escaseando en España los medios de vivir, hay que reconocer a los españoles el derecho al presupuesto”. Qué bien se agarran una amplia nómina de personas a ese hispano derecho “universal”, nunca declarado, salvo por estos pagos.

El episodio intermedio de esta serie gira sobre la figura de O’Donnell. Triunfada esa revolución encogida en Vicálvaro, el libro está plagado de reflexiones sin par sobre los políticos del momento y las cesantías como decorado. Tras diez años de década moderada, se despertaron los apetitos de los arrinconados progresistas. Era el momento de volver a probar las mieles del presupuesto: “Daba gusto de ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y leche, repartiendo mercedes, destinos y recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles, o para una  parte de tan gran familia (…) enseñando las longanizas con las que debían ser atados los perros en los años futuros (…) Era de ver en aquella temporadita el súbito nacimiento de innumerables personas a la vida elegante o del bien vestir. (…) El cesante soltaba sus andrajos (…) Y a su vez, pasaban otros de empleados a cesante por la ley de turno revolucionario, que no pacífico. Alguna vez había de tocar el ayuno a orgullosos moderados, aunque fuera menester arrancarles de las mesas con cuchillo, como a las lapas de la roca”. En una España pobre, y con pocas expectativas de trabajo, “el ser empleado creaba posición: los favorecidos por aquel comunismo en forma burocrática, eran, en su mayoría, personas bien educadas que, por espíritu de clase y por tradicional costumbre, vestían bien, gozaban de general estimación, y alternaban con los ricos por su casa”.

En el bienio progresista (1854-1856) se inicia y consagra la carrera política de O’Donnell, que continuará intermitente durante el resto del período isabelino, hasta su fallecimiento en 1867. La formación de la Unión Liberal fue un ensayo finalmente frustrado en el tiempo, de suavizar las aristas de la polarización política entre el moderantismo y el progresismo mediante la creación de esa tercera fuerza política intermedia. Galdós, a través Mariano Centurión, progresista y cesante de largos períodos de gobiernos moderados, describía con particular destreza las dificultades que siempre ha habido en España para implantar partidos de centro: “Hasta los ciegos ven ya las intenciones de O’Donnell … ¿Qué creerán que ha inventado el tío para dar al traste con el progreso? Pues esa gaita del justo medio y de que se vaya formando un nuevo partido con gente de la libertad y con gente de la reacción … o lo que es lo mismo, que seamos progresistas retrógrados, o despóticos avanzados … ¡Vaya un pisto, señores!”

El perfil del general Serrano, Duque de la Torre, a la sazón capitán general de Madrid, se desliza también por esas páginas, pues de él se decía que tenía lo que en Andalucía llaman ángel: “Más que a su guapeza, por la que obtuvo de real boca el apodo de general Bonito, debía los éxitos a su afabilidad, ciertamente compatible, en el caso suyo, con el valor militar temerario, en ocasiones heroico (…) En él se marcaban con gran relieve los caracteres de la generación política y militar a que le tocó pertenecer. Todos en aquella familia zoológica eran lo mismo: los militares muy valientes, los paisanos muy retóricos”.

El retorno de Narváez al poder, por otro capricho de la Reina, dio paso de nuevo a lo que Galdós denominada “el desmoche oficinesco” propio del mangoneo político y administrativo, que se plasmó en “la matanza de los empleados de la situación caída, para resucitar a los de la imperante, que venía muerta desde el 54. Todo el elemento progresista fue arrojado a la calle con menosprecio, y entraron a comer los pobrecitos que no lo habían catado en todo el bienio (…) ¡Comer, comer! De eso se trataba, y toda nuestra vida política no era más que la conjugación de ese sustancial verbo. El nacional hospicio no podía mantener a tan grande número de asilados, sino por tandas …”. En verdad, con unas connotaciones más estrechas, como recogeré al final, la situación en la España política actual no ha cambiado un ápice en esas pautas patológicas de hacer política: unos están en el poder (comiendo y dando de comer a sus numerosas huestes de clientela partidista) y otros esperan o desesperan en la oposición (con ánimo de sentarse, más temprano que tarde, en la mesa del banquete presupuestario).

El retorno de la mano de Narváez del moderantismo duro se encontró, sin embargo, con un nuevo escenario: tres eran las fuerzas políticas en disputa. Sin embargo, para comerse “los buenos platos guisados del presupuesto”, no todos estuvieron llamados a la mesa: “ni una plaza dejaron para los infelices del progreso y la unión”. En boca de nuevo de Mariano Centurión, el autor incide en la penosa situación del cesante, y en si no era mejor juntarlos a todos y fusilarlos directamente, así “todas las penas se acababan de una vez”.

La dureza del gobierno Narváez-Nocedal incluso asustó a Palacio, que buscó una forma más templada. Entró así en ese gobierno una nueva figura del mundo civil: “Por fin, un hombre agudo y de cuidado, don José Posada Herrera, astur, largo de cuerpo y de entendederas, puso fin a todo aquel marasmo y atonía de voluntades”.  La subida al poder de la Unión Liberal en 1958 (“una mixtura de sistemas gastronómicos”, o lo que Centurión denominó como “pisto”), rehizo las nóminas publicas, dando incluso acogida a algunos progresistas (Centurión se desdecía así de sus amargas críticas a don Leopoldo O’Donnell). Luego llegaron otras soluciones políticas, para finalmente echarse de nuevo Isabel II en las garras de Narváez y de González Brabo, firmando así su sentencia de muerte. Eran los momentos finales de ese infausto reinado de Isabel II. Cuando falleció O’Donnell, poco antes que Narváez, la Reina, al parecer, pronunció esta lapidaria frase: “Se empeñó en no volver a ser ministro conmigo, y se ha salido con la suya”. Las últimas palabras de Nárvaez, según Galdós, fueron premonitorias: “Esto se acabó, dejo a España entre dos Juanes”. La libertad y la reacción volvían a asomarse al campo de batalla. Frente al  moderantismo, el progreso ganó la partida de nuevo; pero no la guerra. Como expone Galdós: “Prim no era un partido, pero sí una incógnita sugestiva, una bella efigie, cuya postura majestuosa y mirar profundo anunciaba poder, fuerza, dominio” (Prim). La formación del Gobierno Serrano-Prim y la huida de la Reina al país vecino, abrían el tiempo del llamado sexenio revolucionario: “La inmensa grey desheredada del Progreso y la Democracia aprestábase a invadir los nacionales comederos". Tiempo veloz de acontecimientos, pero reiterativo en actitudes.

Un pesado legado institucional. Vigencia del análisis galdosiano

La vigencia del análisis político-administrativo galdosiano es incontestable. Está el autor muy influenciado, cuando estos episodios escribe, por su alejamiento del progresismo de Sagasta, su cercanía inicial a la visión de Joaquín Costa, y por  vinculación al republicanismo. Pero, su análisis de las relaciones partidos-administración llega hasta nuestros días. Peter Mair, lo expresaba en términos similares hace pocos años: “En política, los partidos o están en el gobierno o esperando gobernar. Ahora todos ocupan cargos” (Gobernando el vacío, 2013, p. 99). En efecto, la política española actual, “profesionalizada” al máximo, exige a los partidos disponer de innumerables comederos (en terminología galdosiana), que los hay o los crean, para mantener a sus huestes y sus apetitos (“y no dejar a nadie atrás”); situación muy diferente a la España en que regían los viejos partidos de notables, donde el reparto era más corto en la política y con mayor recorrido en una Administración marcada por los favores personales y el caciquismo político. Sin embargo, todo ello supuso un pesado legado institucional.

En la España decimonónica la rueda de las cesantías-nombramientos-cesantías, se agitaba especialmente cuando llegaban al poder sensibilidades ideológicas distintas, pero también cuando cambiaban los titulares de los ministerios (¿nos recuerda esto a algo?). Si había gobiernos largos (no muy frecuentes en aquellos años por las interferencias caprichosas de Isabel II y de su camarilla), la apariencia de normalidad institucional parecía instalarse, pero era una imagen falsa. El poder y la administración estaban siempre a merced de los vientos de la política. Quien no tocaba poder o a quien no se le abrían las puertas de la Administración, estaba condenado a llevar una vida plagada, por lo común, de privaciones y empréstitos. ¿En qué ha cambiado la situación en nuestros días? En lo que a la política respecta, el cambio ha sido inexistente: las pulsiones políticas (manifestadas en la polarización exacerbada) siguen siendo las mismas, la profesionalización actual de los políticos les hace buscar en todo momento un trozo del presupuesto al que agarrarse para continuar su vida de confort (que, en muchos casos, sería imposible desarrollando actividades privadas). Su espera fuera del poder, sobre todo si es larga, cubre de desesperanza sus expectativas, aunque siempre se endulzan con un escaño o una concejalía (canonjías abundantes en nuestro panorama político) que, como decía Mair, les permite aguantar con la dignidad requerida en espera de la hora del mayor reparto. En la Administración, sin embargo, la profesionalización ha tomado otros derroteros, puesto que, una vez ingresados en ella (sea por oposición, concurso-oposición o por la puerta del servicio) los funcionarios y empleados públicos ya tienen garantizada de por vida participar en ese comedero comunitario (descrito magistralmente por Galdós como “comunismo burocrático”), en el que algunos se ganarán honradamente su plato presupuestario (incluso con compromisos profesionales y personales encomiables), otros muchos trabajarán a reglamento (lo justo, sin regalar nada) y, en fin, también los habrá que comerán del cuento. No obstante, la herencia de las patologías de la Administración decimonónica se hallan, hoy en día, en lo que se puede situar topográficamente como la Alta Administración. Allí, la rueda de las cesantías y nombramiento sigue funcionando como una auténtica noria, en función de los vientos políticos, si son huracanados (cambios de gobierno) o de menor intensidad (remodelaciones), pero también de los caprichos presidenciales, ministeriales o de cualquier consejero o alcalde. En estos supuestos, la cultura del favor, el amiguismo o nepotismo, el patronazgo o el caciquismo revestido en clientelismo partidista,  siguen plenamente vigentes. El comedero se ha hecho más grande, y  la nómina de quienes quieren participar en sus manjares sigue siendo estratosférica. Ninguna democracia occidental europea ofrece tal números de asientos de nombramiento político o discrecionalidad gubernamental en la mesa de sus respectivos presupuestos públicos. España es así. Desde siempre. Aunque no sea un mal incurable, nadie en política quiere ponerle remedio. Sería como tirar piedras contra su propio tejado, que no el nuestro.

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