Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- El Gobierno de España ha hecho publico hace unos días el documento Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, con el que se da inicio a un largo proceso a través del cual llegarán a España ayudas financieras de la Unión Europea, que se insertan dentro del Fondo de Recuperación y Resiliencia Next Generation, cuyo montante final supera los 70.000 millones de euros y que serán inyectados durante varios ejercicios presupuestarios (inicialmente, entre 2021 y 2023; aunque la gestión de tales fondos de prolongará como mínimo hasta 2025) en función de determinados proyectos de inversión que se deben acotar a las líneas de actuación establecidas en el citado mecanismo. A ellos se podrá añadir una cantidad algo menor en concepto de préstamo, que -conforme expresa el documento indicado- no se utilizarán de momento por el Gobierno. A esos 140.000 mil millones de euros, que serán cubiertos con deuda comunitaria, se le añaden los 1,074 billones del Marco Financiero Plurianual 2021-2027, lo que se nos dice “permitirá abordar un volumen sin precedentes de inversiones en los próximos años”. Es el maná europeo que permitirá sacar algo la cabeza a un país devastado por la crisis.
Sin duda, buena parte del futuro de España y de su transformación o adaptación estructural se juega en esta compleja partida. No solo la próxima generación, sino también las venideras. Depende cómo se diseñen, gestionen y reviertan esas inversiones, el futuro de este país y de su población será un poco más halagüeño o seguirá cargado de nubarrones.
Semejante desafío tropieza de inmediato con un valladar que los economistas y analistas institucionales están poniendo un día sí y otro también de relieve: la inadaptación de la Administración Pública española y de su sistema de gestión, especialmente de sus estructuras, procesos y personas, para hacer frente a tal reto. Quien lo puso de manifiesto recientemente fue el profesor Manuel Hidalgo en un importante documento que lleva por título Cinco propuestas para una mejor absorción de los Fondos Europeos, donde ponía de relieve la oportunidad que representan los fondos para nuestra economía, pero también hacía alusión a eran un reto de gestión evidente, ya que con la actual arquitectura del sistema burocrático-administrativo dejaba claro que no tenemos capacidad de gestionar eficientemente tales proyectos. En efecto, es conocida la incapacidad que ha tenido la Administración española de comprometer la gestión de los fondos (no alcanzando siquiera en 2019 el 40 por ciento de la certificación de los fondos disponibles). El fracaso en la ejecución es notorio. Y ahí está el importante desafío inmediato: si hemos sido incapaces de gestionar un volumen de fondos cuatro veces menor al que deberemos hacer frente en los próximos años, ¿de qué manera podremos dar la vuelta a semejante fracaso?
La clave de bóveda sólo es una: la reforma urgente y en profundidad del sistema administrativo de gestión que colapsa a las organizaciones públicas y las sume en la ineficacia. Pero ello es una decisión política de primera importancia. Y, hasta la fecha, la transformación de la Administración Pública no ha entrado en la agenda política, pues tal reto se ignora supinamente. La ingenuidad de quienes mandan sigue anclada en una idea falsa; que se puede hacer buena política sin gestión eficiente. Nada más falso, por mucha comunicación que se emplee. Ya lo advertirán, más temprano que tarde.
¿Qué nos dice, a tal efecto, el citado Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que ha presentado el Gobierno de España a las instituciones europeas? Una lectura atenta de este documento nos pone de relieve que el problema que conlleva el déficit de gestión en el sector público, retórica aparte, sigue sin ser tomado de verdad en serio, aunque late en el fondo del documento una letanía de impotencia.
El Plan, en líneas generales, es ambiguo, declarativo, en ciertos pasajes demagógico y autocomplaciente, y escasamente (o nada) autocrítico. Pero, bajo ese caparazón de retórica vacua, se esconde tímidamente una preocupación mal planteada en términos cronológicos y pésimamente enunciada en lo que afecta a sus contenidos.
En efecto, a lo largo del documento aparecen continuamente referencias a la necesidad de “aumentar la eficiencia del gasto público y modernizar la administración”, o a la promoción de “la calidad y eficiencia de las administraciones públicas y de los servicios públicos” o, en fin, a la construcción de un “modelo de Gobernanza para la selección, seguimiento, evaluación y coordinación de los distintos proyectos”, donde se pretende fortalecer -en términos constitucionales discutibles depende cómo se articule, más aun tras una larga y consistente jurisprudencia constitucional que parte desde la STC 13/1992- un sistema de gestión (hiper)centralizado, pero sobre todo concentrado en sus decisiones estratégicas y operativas en la Presidencia del Gobierno (a través de una Unidad de Seguimiento), con fines evidentes de reforzar su capacidad política (y, por tanto, su poder), utilizando para ello el modo y manera de distribuir finalmente la distribución de tales fondos, tanto empresarial y socialmente como territorialmente. Aunque no se especifica el modelo de reparto de tales fondos, una participación, si bien sea vicarial, se le pretende dar a las Comunidades Autónomas a través de la “Conferencia Sectorial de Fondos Europeos”, donde se distribuirán los fondos atendiendo a criterios de concertación para que sean gestionados territorialmente; lugar donde la batalla política será manifiesta, si no se plantea con carácter previo. A las entidades locales, salvando las referencias al mundo rural, el Plan les dedica poco más de una línea. Ilustrativo.
El Plan se articula en torno a lo que se denominan diez políticas palanca, donde con mayor o menor fidelidad a los ejes de actuación exigidos por el programa Next Generation se pretenden articular los ámbitos de actuación en los que se deberán incardinar los proyectos de inversión que, teóricamente, conducirán a España a la recuperación económica, la transformación y la resiliencia. Bonitas palabras que ya veremos en qué quedan; pues lo que son palancas pueden derivar fácilmente en frenos, cuando no en recursos yermos o, peor aún, en esponjas o aspiradores que absorban ingentes cantidades de recursos financieros sin despliegue efectivo de cambios en el sistema económico, social o administrativo; es decir, con retornos bajos o nulos. Algo que ya pasó en la anterior crisis con el plan E del entonces primer ministro Zapatero. Esta vez otro fracaso, cuando además se ponen innumerables recursos europeos en circulación, sería un absoluto despropósito y situaría al país a las puertas de lo que es un Estado fallido.
Dentro de tales políticas palanca se incorpora una a la que quiero prestar atención en estos momentos; es la cuarta y se enuncia del siguiente modo: “Una Administración para el siglo XXI”. La descripción de esa política institucional parte de una idea cierta, que no es otra que la imposibilidad material de “abordar una auténtica transformación de la economía y la sociedad sin una Administración Pública que actúe como tractor de los cambios”. Hasta aquí, completamente de acuerdo. Mucho más discutible es la idea-fuerza sobre la cual se asienta ese proceso: la modernización de la Administración; una palabra (modernización) completamente gastada por su uso gratuito y sus resultados prácticamente inexistentes (a ello también se ha referido recientemente Concepción Campos Acuña). Mejor hubiera sido emplear, como hace el enunciado, del documento la expresión “transformación”, pero los textos escritos con múltiples manos es lo que tienen, que al final son poco coherentes o incongruentes.
También cabe resaltar como adecuada, aunque inconcreta, la línea de actuación de la “digitalización de la administración” (idea sobre la que volveré en una entrada posterior), aunque sorprende que una cuestión de tanta trascendencia (por cierto, bastante mejor tratada en el Plan España Digital 2025) se despache en poco más de tres líneas, si bien hay constantes referencias a la digitalización en el propio Plan.
Sin embargo, lo que está pésimamente concebido es el breve e impreciso apartado relativo a un pretendido Plan de Modernización de las Administraciones Públicas. Malo el título, por lo ya dicho de hacer una vez más uso de un concepto como el de “modernización” más viejo que el crimen, peor el uso del plural (Administraciones Públicas) pues el Plan será obviamente sólo de la Administración General del Estado, dado que el resto de las administraciones públicas pondrán en marcha, en su caso, los planes de transformación que crean pertinentes, salvo en aquellos puntos que se apruebe normativa básica (como así se pretende mediante decreto-ley). Pero mucho más deficiente es el contenido. Así se nos dice que la finalidad de ese Plan es “mejorar la eficiencia de los recursos humanos reduciendo los altos niveles de temporalidad y precariedad”, como si el problema de transformación de la Administración Pública, frente a los desafíos presentes y futuros de las jubilaciones masivas, el relevo generacional, la revolución tecnológica y la inexistencia de perfiles profesionales para impulsar este último proceso, solo fuera aplantillar a los interinos y dejar así completamente contentos a los sindicatos del sector público. Con todos mis respetos, al margen de que se hable elípticamente también de flexibilizar la gestión de recursos humanos o de mejorar los procesos y procedimientos administrativos, el Plan que se enuncia está vacío de medidas y es, en este punto, una auténtica tomadura de pelo.
Está claramente diagnosticado que el problema del mal funcionamiento (o de la ineficacia) de la Administración Pública radica en tres ejes: estructuras, procesos y personas. Abordando, parcialmente solo el segundo (procesos) mediante un anunciado decreto-ley (uno más de tantos) “que reducirá las principales barreras y “cuellos de botella” legales de la administración para una gestión ágil y eficiente” (en especial, una simplificación de trámites y una reforma que “aligere” la contratación pública, auténtico nudo para gestionar unos fondos que buena parte se vehicularán por esa vía), no se conseguirá prácticamente casi nada.
Si las estructuras político-administrativas siguen siendo elefantiásicas, por un lado; y, por otro, se mueven en un plano exclusivamente funcional o departamental, sin capacidad alguna de adaptabilidad al desarrollo de trabajos por proyectos transversales, poco o nada se logrará. Quién y cómo va a diseñar los proyectos de inversión y de qué manera se van a gestionar, son preguntas pertinentes. Una Administración que apenas promueve la creatividad o la iniciativa y castra la innovación, sin una dirección profesional que traslade eficientemente la política a un sistema óptimo de gestión y donde no hay alineamiento correcto entre política y gestión, es un sueño que consiga algo al respecto. Y el batacazo puede ser monumental, sin margen de corrección.
La transformación de la función pública tampoco está en la agenda. Sobre este punto ye he escrito bastante. A dos entradas recientes me remito: 1 y 2. Y sin esa transformación todo lo que pretenda ser eficiencia en la gestión no pasa de ser un pío deseo. La desnudez del empalagoso discurso del documento que hemos analizado es total. Si ese es el tractor que debe arrastrar el proceso de transformación, vamos buenos. A ver cómo los leen en Bruselas. Pero, difícilmente puede transformar quien está anclado en el pasado, se mueve en un mundo periclitado y es incapaz de comprender ni de adaptarse siquiera sea mínimamente a la velocidad de los acontecimientos del entorno.
Además, hay un error de planteamiento metodológico en el citado documento que no puede pasar desapercibido: se pretenden financiar la “modernización” de la Administración Pública para que actúe de tractor de ese proceso de recuperación y transformación y anime, así, los proyectos de inversión; pero, mientras tanto, ¿será capaz el vetusto y desvencijado sistema administrativo y funcionarial actual que tenemos de gestionar esas ayudas y transferencias? La respuesta es obvia, no. Y la solución también: o se adoptan medidas de choque inmediatas y urgentes (pero meditadas) de transformación de la Administración y función pública, o el fracaso será estrepitoso. Y este país, menos sus gentes, no se lo pueden permitir. El reto es de todas y cada una de las administraciones públicas. Y el tiempo muy escaso.
UN APUNTE SOBRE LA REMOCIÓN DE OBSTÁCULOS NORMATIVOS EN LA GESTIÓN DE LOS FONDOS, SU PROCESO DE ELABORACIÓN (EL PAPEL DE LOS “GRANDES DESPACHOS Y DE LOS CUERPOS DE ÉLITE) Y POTENCIALES CONFLICTOS DE INTERESES.
Después de redactada y editada esta entrada, tuvo eco en las redes sociales (a través de la cuenta en Twitter del profesor @GDomenechP esta noticia. Según se indica, desde “Moncloa” se ha impulsado la creación de una “unidad jurídica de élite” formada por “cinco grandes despachos” y la CEOE, con la finalidad de que promueva una serie de reformas legales (crear “una autopista legislativa”: ¡a quién se le ocurriría tal atajo!) para hacer más efectiva la tramitación de las ayudas europeas, sobre todo en el plano de la contratación pública y de la gestión de las subvenciones. De ser cierto que desde la Presidencia del Gobierno se está impulsando la contratación de varios bufetes (“grandes despachos”) para llevar a cabo una agilización de la tramitación de los fondos europeos, algo parecería evidente: por un lado, se podría afirmar que hay conciencia efectiva de que la Administración actual será más un tapón que un conducto o desagüe en la tramitación de los fondos (aunque el problema se sigue situando sólo en dos ámbitos y no en los demás: contratación pública y subvenciones): por otro lado, a la espera de noticias más precisas, se vislumbraría, así, la absoluta desconfianza del poder político hacia las competencias profesionales de sus propios “cuerpos de élite” (siempre ensalzados por sus conocimientos y destrezas) y también del resto de funcionarios de la Administración General del Estado para que diseñaran esas importantes reformas legislativas de los procedimientos de ayudas europeas, salvo que solo se pretenda “un cambio de impresiones” (quien conozca el funcionamiento de los “grandes despachos” en España sabe a ciencia cierta que facturan por respirar). Desconocemos si ha habido un proceso de contratación pública o tales servicios son contratados y abonados por la CEOE. Si fuera la Presidencia del Gobierno o alguno de los Ministerios quien hubiera impulsado la contratación, nada cabría objetar si tal contratación se justifica y motiva adecuadamente, partiendo del dato de que para esas tareas específicas (algo que no será fácil de argumentar) la Administración General del Estado no dispone de los recursos técnicos cualificados (“insuficiencia de medios”) para elaborar tales reformas. En cuanto a la modalidad o procedimiento de contratación nada se sabe, aunque se presume que, de ser así, puede haberse llevado a cabo por medio del procedimiento negociado sin publicidad por alguna de las causas que el artículo 168 LCSP prevé (particularmente, tal vez, los siempre recurrentes motivos en este eterno período pandémico de “la imperiosa urgencia”; pues urgente será asimismo el real decreto-ley que bendiga tales modificaciones). No obstante, al margen de lo anterior, la gran paradoja consiste en que, por lo común, mediante un generoso sistema de puertas giratorias que nadie ha sabido o querido detener, una parte importante de los profesionales que recalan en esos “grandes despachos” han sido altos funcionarios de la Administración General del Estado y proceden de sus cuerpos de élite. Por otra parte, como también resaltó el profesor Tejedor Bielsa, tales grandes despachos pueden tener conflictos de intereses, ya sean latentes o evidentes, en relación con la normativa a aprobar, pues la inmensa mayoría de sus clientes pueden ser beneficiarios indirectos de tales recursos. Cuando menos, es sorprendente que esa “unidad jurídica (externa) de élite” la conformen (casi con total seguridad, ya sea directamente o en la sombra), entre otros, miembros de los cuerpos de élite de la Administración General del Estado que se encuentran en excedencia prestando servicios profesionales en los “grandes despachos” que contrata la propia Administración Pública. Lo realmente extraño es que en este país nadie diga nada frente a estas actuaciones y, peor aún, que nadie haga nada por cambiar ese “statu quo” que lleva décadas así establecido. La regulación de los conflictos de intereses en España en la alta función pública y en la magistratura está llena de agujeros, que ningún Gobierno pretende tapar. La normativa de contratos del sector público tiene como uno de sus vectores o principios la integridad y pretende resolver los conflictos de intereses que se produzcan en ese campo, pero nada hemos avanzado en la creación de sistemas de integridad institucional en la contratación pública (sobre esto ya me ocupé en otra entrada). Tampoco interesa. Menos aún al poder desnudo.
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