Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Los libros de Administración y Función Pública ocupan una
parte de mi biblioteca profesional. Acopio de muchas décadas dedicado, entre
otras cosas, a esos menesteres, Algunas veces, cuando he de preparar un
artículo, conferencia o intervención, como es el caso, retorno a esas
estanterías. Y siempre reparo en algunas monografías que, por distintas
circunstancias, no abría desde hace años (a veces décadas). Como mañana mismo
tengo dos intervenciones puntuales en sendas videoconferencias (o Webinars tan
de moda en estas semanas de confinamiento), he “perdido” el tiempo reabriendo
algunas obras que hacía tiempo no visitaba.
La organización del desgobierno (Ariel, 1984) de
Alejandro Nieto es un clásico. El capítulo 5 de esta obra, dedicado a los
funcionarios, sigue siendo de obligada consulta. No es, como dice el
autor, la cuestión administrativa, sino una de sus cuestiones (o
problemas). Y lo sigue siendo. Ya entonces decía su autor que habían perdido
consideración social, que la legitimación de las oposiciones (en las que
basaban su superioridad) había desaparecido. Mejor que no mire ahora. También
afirmaba que los mayores atractivos que tenía hacerse funcionario
eran el empleo estable y “la tolerancia en el servicio” (o el bajo nivel de
exigencia). Hay más atractivos, al menos hoy en día. Pero ya son bastantes.
Sobre todo si se mira al precipicio privado. Lo más relevante es que “el
funcionario ya tiene resuelta su vida para siempre” (algo que puede resultar
obsceno en estas circunstancias), y viven “atrincherados en sus privilegios y
en la confianza de que, hagan lo que hagan, nada puede pasarles”. En ese
microclima cultural, “las actitudes parasitarias se van extendiendo como un
cáncer”, sobre todo cuando se llega al convencimiento de que el trabajo y el
rendimiento son factores absolutamente intrascendentes en la carrera
funcionarial”. Como bien decía el autor, “marginado el mérito, lo único que
cuentan son las maniobras: políticas, sindicales, corporativas y aun
simplemente individuales”. Así, “las oficinas públicas son un hervidero de
conspiraciones”. Con la mirada siempre en la evolución histórica, y un perfecto
análisis de la situación del momento, el profesor Nieto pone el foco en el
punto exacto de los problemas, por mucho que su mirada a veces sea desgarradora
y crítica hasta el extremo. El problema de aquella función pública de 1984 era
su naturaleza invertebrada. Casi cuarenta años después, los problemas se
han ido enquistando e, incluso, multiplicando. Bien es cierto que ya entonces
el autor situaba a aquellos funcionarios individuales y responsables (“con
sentido del deber”) como la pieza maestra que hacía sobrevivir esa caduca
estructura burocrática. Igual que hoy en día. Y clamaba por la reforma, como
seguimos haciendo ahora, con el mismo resultado: nadie se da por enterado.
Estamos donde estábamos, con mucha más modernidad aparente (administración
digital, gobierno abierto, transparencia, etc.). Miento: si soy honesto, debo
decir que estamos peor. Por el tiempo transcurrido y la impotencia (EBEP, incluido)
manifiesta de reformar nada.
También publicado en 1980 he repescado de mi biblioteca una
breve obra que no abría desde hace décadas. Se trata de una magnífica
entrevista que Redento Mori hace a Sabino Cassese, en un libro que lleva por
título Servitori dello Stato (editado por Zanichelli, Bolonia). En
esas páginas se habla mucho de la reforma administrativa y del papel de la
política y de los funcionarios públicos en ella (entonces se estaba impulsando
en Italia la reforma Giannini). A la pregunta de quiénes puede ser agentes
del cambio o de la transformación administrativa, el profesor Cassese comienza
citando a los propios empleados públicos, a los que –subraya- es necesario
“interesarles al máximo en lo que hacen y cómo podrían cambiar la Administración
Pública, estimulándoles para obtener mejores resultados”. Introduce luego al
Parlamento como actor del cambio, sobre todo legislativo. Pero aquí es donde la
reforma puede torcerse, puesto que en el Parlamento se sientan los partidos. Y,
tal como indica el entrevistado, “los partidos no están interesados realmente
en la reforma administrativa, porque ésta, en realidad, no les da rédito
político” (inmediato). A pesar de que una reforma de la Administración es muy
relevante políticamente, los partidos no la visualizan, porque consideran que
es una cosa neutra. La solución estriba en hacerles ver que esa “reforma (debe
ser) positiva y no un simple instrumento. Por tanto, que añada valor a la
política y supere la secular “ineficiencia del aparato administrativo” italiano
(también del nuestro). Además, Cassese, como agudo analista, sitúa el problema
de la burocracia en su entorno sociológico: los empleados públicos son clase
media (hoy en día en descomposición) y tienen percepción de su rol. Su
trascendencia económica es importantísima (más aún en una situación de crisis
tan devastadora como la que actualmente nos encontramos): “el primer servicio
que la administración pública ofrece a la sociedad es ser un empleador
intensivo”. Pero, cumplido ese papel, desatiende el resto: no gestiona
adecuadamente el personal y hay un bajo nivel de disciplina interna. Además, la
burocracia italiana de entonces, por su propia función vicarial, permanecía
cerrada en su propio cascarón. Lecciones importantes que conviene recordar en
estos momentos, sobre todo la escasa (o nula) percepción política de la
necesidad de reformar la Administración. Cuarenta años después sigue siendo así
entre nosotros. Lamentablemente.
Michel Crozier: “Todo sistema sobre el que no se interviene se degrada”
Otra autoridad indiscutible de la Administración Pública fue
Michel Crozier. En dos de sus obras que acabo de recuperar de las estanterías,
reflexiona sobre estos temas. De una de ellas tomo la cita del inicio de la
entrada. Por su parte, en su imprescindible libro No se cambia la sociedad
por decreto (INAP, Madrid, 1984), contiene algunas reflexiones que es
necesario recuperar. La primera de ellas: “Todo sistema sobre el que no se
interviene se degrada”. Más cuando “hoy (decía hace casi cuarenta años) se
lucha menos por realizar algo que por imponer una imagen” (¡qué no será en el
imperio de las redes sociales y de la comunicación!). Ya entonces Crozier
incidía en la noción de cambio y en la necesidad de innovar en
organización y gobierno ante la creciente complejidad. Pero de inmediato
afirmaba: “no se cambia por gusto, sino porque es necesario”. Pero, ¿cómo
diseñar una estrategia de cambio? Su receta era muy sencilla y todavía
aplicable, invirtiendo en tres ámbitos: en conocimientos; en hombres
(personas); y en experiencia. Pero advertía de las falsas ilusiones: “El entusiasmo,
desgraciadamente, no dura demasiado, y en absoluto remedia la incompetencia”.
Hay que invertir en selección (de los mejores) y en formación. Recetas
clásicas. Intervenir eficazmente en la sociedad requiere reformar la
Administración. Una lección que se olvida.
La Administración Pública sigue
rigiéndose, decía, por lo que Tocqueville llamaba “doctrina dura, práctica
muelle”. Muchas leyes, por lo común inaplicadas, y siempre vigencia de las
excepciones. Su capítulo (“Abrir las élites”) es central. Algunos destellos:
“La incapacidad para adaptarse e innovar (de la Administración) proceden en
gran parte del carácter cerrado y monopolista de sus élites”. Unas élites
estrechas (que ahora Macron quiere debilitar con una profunda reforma), que se
caracterizan por el problema de la selección y por el maltusianismo de los
cuerpos. En fin, como ya decía Jean Bodin en pleno siglo XVI, “no hay riqueza
mayor que las personas”. Y si la Administración no las cuida, se empobrece. El
vicio de todos modos está en la (mala) organización, aspecto frecuentemente
abandonado: “la estructura actual de la autoridad tiene forma de nido de abeja,
todo el mundo depende de todo el mundo, nadie manda y todos obedecen”.
Falla el sistema. Y nadie lo remedia.
El último libro es más reciente, aunque tampoco mucho. Trata
de un reforma que salió adelante, aunque ha sido y es contestada. Tuvo
atributos y límites. Pero interesa destacar solo algunos aspectos. La obra de
Keraudren, la modernisations de l’Etat et le thatcherisme (Bruselas,
1994), es un magnífico recorrido por las reformas del Civil Service (en lengua
española puede encontrarse una buena síntesis de este proceso en el libro de J.
A. Fuentetaja Pastor …) desde la implantación del merit system tras
el informe Northcote-Trevelyan de 1853, como respuesta política a la ineficacia
administrativa entonces existente, hasta llegar a las reformas de la década de
los ochenta del siglo pasado (no alcanza a las reformas de 1996 y posteriores,
dada su fecha de edición). Lo más relevante de este libro es algo que con
frecuencia en España no hemos entendido ni los profesionales, ni los
académicos, ni tampoco los políticos: “El Public Management es una
manifestación discursiva (un relato, como diríamos ahora) del personal político
y no un discurso de los altos funcionarios; es un discurso nuevo sobre la
Administración, pero nuevo sobre todo porque no es de la
Administración”. Dicho de otro modo, es la política (como ya sucedió antaño en
otras ocasiones en el Reino Unido) la que detecta e impulsa la necesidad
de reformar la Administración para hacer mejor política. Y de este enfoque
se beneficiaron tanto los gobiernos conservadores como los regidos por el
laborismo. Ello no dejó de generar tensiones entre políticos y altos
funcionarios, pero finalmente el modelo se impuso. Por una razón muy obvia:
hubo voluntad política decidida. Poco después, en 1996, se reformó el Senior
Civil Service (la función directiva), creando la estructura abierta. Allí
la política sí comprendió que debía reformar la Administración Pública para
disponer de un entramado organizativo-institucional del Civil
Service más eficiente. Pues ello revertiría en unos resultados mejores de
la política.
Al parecer ideas tan sencillas cuestan una eternidad que
sean interiorizadas por nuestra clase política. Nuestros actuales líderes
políticos, presumo que por razones de edad, no han leído a ninguno de estos
“clásicos modernos”. Ellos se lo pierden. Gobernarían mejor. Y se
despreocuparían algo (aunque fuera un poco) de lo inmediato, pues verían cómo
estas reformas no sólo dan réditos electorales, sino que sobre todo mejoran las
capacidades de gestión del poder público y los servicios a la ciudadanía.
Mejoran la propia política. Desgraciadamente, aún siguen obrando igual.
Abandonando lo sustantivo. Por mucho que trampeen, nunca habrá buena política
gubernamental donde no hay buena Administración Pública. Lo dijo Hamilton hace
más de doscientos años. Y sigue siendo una afirmación absolutamente vigente.
Que se la vayan metiendo en la cabeza.
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