Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Si ya las dificultades para articular una política de
gestión o transferencia del conocimiento en las Administraciones Públicas son
enormes, debido a su particular contexto organizativo, fáctico y cultural, pero
especialmente normativo, mucho más lo son cuando se trata de enfrentarse a una
salida masiva de personas vía jubilación legal (cuando no voluntaria) y un
relevo generacional también intensivo. Esta es una singularidad española: pues
en este país las Administraciones Públicas tuvieron una oleada de ingresos en
las décadas de los ochenta y noventa, y tendrán otra oleada de salidas en la
década de 2020-2030.
Pero, si a ello unimos el cuadro de la aún incipiente
revolución tecnológica, así como nuestro particular retraso, el escenario
resultante se complica sobremanera. Y el ingrediente que tal vez convertirá la
situación actual en panorama diabólico es, sin duda, la confluencia en estos
momentos de una crisis fiscal que, como mínimo, se prolongará algunos años. El
Fondo Monetario Internacional pronostica una caída del PIB en el primer
semestre de 2020 de más de 8 puntos, lo que resultan ser peores indicadores de
los que se dieron en la crisis de 2008 a lo largo de varios años.
Cuando esto se escribe, aún no hay un criterio experto
asentado sobre el tipo de crisis económica al que nos enfrentamos y las
consecuencias que ella tendrá sobre la economía (aunque todas las hipótesis de
trabajo son muy malas o pésimas), limitándose el consenso a que será una crisis
de caída profunda, entre el 6-10 por ciento del PIB en 2020 (incluso hay
quienes vaticina que la caída será mayor), y que requerirá para afrontarla de
inmediato un endeudamiento que puede alcanzar el 110-120 por ciento del PIB,
con unas subidas correlativas del déficit público que se puede disparar hasta
cifras desconocidas en los últimos años (se habla del 15/16 por ciento del PIB
sólo en 2020). Una crisis brutal. No tiene otro calificativo. Mucho más fuerte
en sus efectos inmediatos (ya veremos los mediatos) que la de 2008.
A partir de estos consensos frágiles en el diagnóstico, las
diferencias se acrecientan. Hay quienes estiman que puede ser una crisis “V”,
mientras que hay otros que opinan que será tipo “U”, incluso que en algunos
sectores (como el turismo) la crisis puede representarse por una “L”. Sea cual
fuere el resultado final, lo que resulta obvio es que será una crisis económica
que dejará las arcas públicas exhaustas, con un empobrecimiento colectivo
espectacular y un crecimiento del desempleo también desorbitado (por encima del
20 por ciento de la población activa), al margen de la desaparición de parte de
la actividad empresarial y un esponjamiento del denso tejido de PYMES,
autónomos y profesionales que sostienen buena parte de la economía española. La
digitalización intensiva y la automatización serán, tal como decíamos, las
respuestas más inmediatas a este escenario ciertamente sombrío, lo que
paradójicamente comportará asimismo pérdida de empleos netos. La crisis
castigará, por tanto, a tres fuentes principales de empleo y recursos que mueven
la economía española: turismo, construcción y servicios.
En ese contexto, los impactos sobre las Administraciones
Públicas son obvios, algunos directos y otros indirectos. Los impactos directos
tienen que ver con dos premisas. El hundimiento de la economía comporta
inevitablemente una caída en picado de ingresos fiscales, por lo que la fuente
de financiación principal del sector público en este contexto es el
endeudamiento. En esto España no será una excepción, la única singularidad
consistirá en que, dada su dependencia económica de tales sectores críticos y
dado también el previsible incremento desbordado del desempleo (una tara
endémica), los desajustes en nuestro caso serán muy superiores a los de otras
economías. Como comentó el analista bursátil Juan Ignacio Crespo, cada
país tendrá su propio calvario. Y, por tanto, a la caída de ingresos se le debe
sumar cómo atender esas necesidades sociales (empobrecimiento de la población)
que tienen su origen en el hundimiento (total o parcial) de sectores económicos,
el crecimiento del desempleo o las innumerables demandas que deberán atenderse
en los próximos años en muy diferentes frentes.
En ese complejo escenario es en el que hay que encuadrar
esas jubilaciones masivas (que durante la década de 2020 se irán produciendo),
así como el pretendido relevo generacional que se deberá (o se debería) llevar
a cabo. Bien es cierto que, como se viene insistiendo en estas páginas, se
correrán dos riesgos. El primero de ellos es el más evidente: que las
necesidades inaplazables de recursos financieros conlleven un desplazamiento
claro de prioridades políticas que, marcadas por el retorno a una ortodoxia
presupuestaria, suponga amortizaciones en masa de las vacantes producidas en
las organizaciones públicas en los próximos años (al menos, en los dos o tres
ejercicios presupuestarios venideros). Si fuera un corto espacio temporal, la
cuestión podría tener remedio gradual. Pero se corre el riesgo evidente de que
la entropía derivada del complejo contexto se apropie de la siempre
frágil agenda política, quebrando la racionalidad y sobre todo nublando la
visión estratégica. Dicho de otro modo, que la precipitación por la búsqueda de
soluciones (falsamente) inmediatas gane la batalla a la previsión, a la
planificación y a la racionalidad. Es un escenario que no puede descartarse. En
ese caso, el empleo público saldrá de esta crisis (sea en “V”, “U” o “L”) más
devastado aún de lo que está y con un sinfín de problemas no solo no resueltos,
sino incrementados. Probablemente, herido de muerte. Cuando se dice
(retóricamente) que hace falta más Estado. En verdad, mejor
Estado.
También se corre el riesgo, en nada despreciable, de que,
frente a los inevitables e inaplazables requerimientos tecnológicos y la
inexistencia de personal propio que pueda asumir esas tareas, las
administraciones públicas se echen de brazos abiertos al mercado y contraten
toda esa actividad creciente y estratégica mediante servicios externos. La
dependencia tecnológica del sector público será, por tanto, absoluta, si esto
se produjera.
Relevo generacional
Con este marco sumariamente descrito, cabe preguntarse:
¿Cómo llevar a cabo una política de traspaso o transferencia del conocimiento,
así como de relevo generacional y hacer frente a las demandas de la revolución
tecnológica en el empleo público?, ¿con un escenario en los próximos años de
descapitalización intensiva de las administraciones públicas? Las dificultades
para hacerlo eran notorias antes de la crisis. Y se acrecientan notablemente
después de ella. Recordemos de forma telegráfica algunas de ellas ya
tratadas in extenso en páginas anteriores.
-El marco normativo que disponemos en la función pública está
obsoleto y, sobre todo, totalmente inadaptado para poder abordar esa nueva
realidad. Muchos nudos legales y prejuicios habrán de ser desatados.
-A ello se añade la visión cortoplacista de la política, que
hasta la fecha es incapaz de elevarse lo más mínimo más allá de la propia
coyuntura inmediata y, todo lo más, hasta el final del mandato (hoy en día, por
lo demás, un escenario inexistente, pues ya no hay mandato, solo
supervivencia). Hacer política con “luces cortas” impide planificar el futuro
mediato y conlleva acumular errores cuya factura se pagará los años siguientes.
Sobre este déficit o necesidad de reformas insiste hoy mismo Francisco
Longo, en
una recomendable entrada. Se trata de abandonar, de una vez por todas, la
política sectaria y circular (dicho en términos más vulgares, de “rayas rojas”
y de “marear la perdiz”) a la que, por desgracia, nos tienen acostumbrados.
-Si a lo anterior se suma la mirada reactiva (en cuanto
exclusivamente endogámica) del sindicalismo del sector público, el cuadro
definitivo del problema se cierra. Sobre esta cuestión ya se ha emitido opinión
en estas páginas. No es necesario insistir. Cualquier reforma que perturbe
el statu quo les incomoda. Y cierran su paso. Al menos hasta ahora,
no son amigos de la transformación. Las cuentas públicas son, según su
particular forma de observar el mundo, una “caja sin fondo”. Pronto observarán
que no es así.
-Además disponemos, como ya se ha resaltado, de una
institución del empleo público muy debilitada, y que se ha erosionado más aún
en una última década plagada de desconcierto (desorientación), abandono y
recortes. La política de función pública lleva prácticamente ausente de la
agenda política desde hace más de doce años. Y es algo que estamos pagando
caro, por falta de capacidad de gestión efectiva. La política poco inteligente,
la que nunca ha visto el problema, lo está padeciendo en sus carnes. Y lo que
es peor, sigue sin enterarse. O sin darse por enterada. La política sin buena
gestión es vacío.
-La Administración actual continúa siendo un hábitat en el
que los juristas colonizan funcionalmente una Administración que tiene al “BOE”
como puntal sus políticas, pero cuyo futuro (algo que no termina de
interiorizarse) está en la digitalización, en la revolución tecnológica y en la
gestión (y protección) de datos. Otro gran agujero negro, como el de la
Administración electrónica (digital), que está costando muy caro en estos
momentos. Los juristas seguirán siendo necesarios, pero en mucho menor número y
con funciones altamente cualificadas, pero no de tramitación. Seguir cargando
la nómina pública de juristas tramitadores y de personal administrativo, es un
viaje a ninguna parte.
-Se puede llevar a cabo un ejercicio de prospectiva y formular algunas hipótesis, y en ese horizonte no es exagerado afirmar que en el plazo de pocos años sobrarán decenas de miles, cuando no centenares de miles, de dotaciones de puestos de trabajo que actualmente desempeñan funciones de tramitación administrativa, que serán de inmediato o de forma más mediata automatizadas. No hay alternativa, por mucho que se pretenda distraer su llegada. Negar el problema, como si no existiera, tampoco es solución. Lo dramático es que la crisis puede acelerar este proceso (amortizaciones), pero sin hacerlo racional (transformación de nuevos perfiles de puestos). Ajuste salvaje, se le llama. No lo descarten.
-Y, en fin, algo ya reiterado también en este texto. Si la
política no toma en serio a la función pública, es muy difícil que ésta pueda
despegar. Tampoco aquélla, Así, abandonadas a su propia suerte, las unidades de
recursos humanos del sector público (donde las hay) se dedican preferentemente
a hacer administración de personal (a realizar tareas muchas veces
propias de una gestoría administrativa de personal), no llevan a cabo apenas
funciones de planificación u organización como tampoco gestión
de recursos humanos, salvo en su dimensión meramente formal, pero no hay una
apuesta seria por una gestión de la diferencia basada en la evaluación del
desempeño. Es la única vía. Nadie quiere tomar decisiones molestas. Y sin medir
resultados (“todo el mundo es bueno”), el igualitarismo barato anega
la función pública y la convierte en inútil. Una burocracia formal que se
recrea a sí misma. Hay excepciones, pero son muy pocas. La política de gestión de
personas está prácticamente ausente en los distintos niveles de gobierno. Hasta
hoy, nos les interesa. Veremos mañana.
Ese contexto, resumido sumariamente, es en el que se debe
encuadrar una compleja política de renovación generacional y de adaptación a la
revolución tecnológica como consecuencia de las jubilaciones en masa. Ese
proceso debería implicar una sustitución ordenada del conocimiento perdido
(gestión y transferencia del conocimiento) en aquellos casos que sea necesario,
así como una adecuación o adaptación acelerada de las estructuras de empleo
público a la imparable revolución tecnológica, en la que la Administración
Pública lleva un retraso espectacular. Y todo ello, condimentado a última
hora (o condicionado, mejor dicho), por la enorme crisis económica y
fiscal que nos espera. ¿Cómo cuadrar cabalmente ese complejo escenario? A dar
respuesta a esta cuestión, dedicaremos la siguiente entrada.
[1].- Esta entrada y la que se publicará como
continuación incorporan algunas ideas (con aportaciones puntuales “más
ligeras”) de la parte final de un artículo que se publicará próximamente en
el Anuario de Derecho Municipal 2019 editado por el Instituto de
Derecho Local de la Universidad Autónoma de Madrid y por Marcial Pons, que
lleva por título “El (inaplazable) relevo generacional en las Administraciones
Públicas: desafíos en un entorno de revolución tecnológica y de crisis fiscal
como consecuencia de la pandemia de 2020”. Este origen es el que explica que,
por lo que afecta al empleo público, se traten específicamente cuatro tipo de
problemas: jubilaciones masivas de empleados públicos, relevo generacional,
impactos de la revolución tecnológica y los previsibles condicionamientos
derivados de la crisis fiscal como consecuencia del COVID-19 para afrontar
tales retos. Agradezco al profesor Francisco Velasco Caballero, la invitación
cursada para redactar este artículo, aunque el impacto de la emergencia
sanitaria y sus secuelas fiscales, haya empañado la redacción final de este
trabajo, que se ha debido de reconstruir en buena parte.
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