"El proceso de sustitución del nacionalismo español tradicional por otro democrático ha sido más exitoso y consensual de lo que podría parecer a primera vista"
Por Ignacio Molina. Blog Agenda Pública.- Aún no sabemos si estas semanas convulsas serán consideradas
en el futuro como parteaguas de nuestra historia reciente. El relato
independentista desea subrayar el 1 de octubre como hito en la ruptura entre
una gran parte de la sociedad catalana y la idea de España.
Sin embargo, los
acontecimientos recientes han sido más complejos y en muchos casos nada
favorecedores de la narrativa soberanista. No sólo la huida empresarial o el
rechazo europeo e internacional a la secesión unilateral forman también parte de
este otoño caliente, sino otros desarrollos políticos visibles en la masiva
manifestación del 8 de octubre en Barcelona, la profusión de rojigualdas en los
balcones, la audiencia televisiva del discurso del Rey, o la celebración este
jueves del Día Nacional.
La bandera nacional
Al margen del impacto de todo esto sobre el procés,
surge ahora otra pregunta de fondo interesante: ¿Hasta qué punto estamos
asistiendo a un punto crítico que cambie la relación, hasta ahora más bien
complicada, que tienen los españoles con su identidad nacional y sus símbolos?
Una
investigación del politólogo Jordi Muñoz mostró hace pocos años que el
proceso de sustitución del nacionalismo español tradicional por otro
democrático ha sido más exitoso y consensual de lo que podría parecer a primera
vista. Al margen de las diferencias lógicas entre el modo en que las distintas
sensibilidades ideológicas interpretan la nación, la mayor parte de las élites
y en torno al 80% de los ciudadanos han ido convergiendo en un patriotismo de
adhesión a la Constitución de 1978 y los principios allí consagrados (lo que
incluye el reconocimiento de la pluralidad territorial interna aun sin
cuestionar el carácter unitario de España).
Al menos hasta 2012, la normalización de los símbolos
españoles en determinados ámbitos había avanzado mucho. Piénsese en cómo la
inmensa mayoría de los ciudadanos los acepta en las celebraciones deportivas o
en las instituciones. No obstante, si bien solo sectores marginales rechazan la
bandera en un ayuntamiento o en un éxito de la selección de fútbol, lo cierto
es que su exposición en actos políticos y sociales ha seguido siendo muy
limitada. El motivo es doble.
El primero está conectado con residuos de connotación
negativa que la misma idea de España sigue despertando entre sectores de la
izquierda e incluso liberales. No es algo excepcional pues otros países con
pasado dictatorial -como Alemania, Italia o Japón- también han experimentado
esa incomodidad y, por consiguiente, un uso público comedido de cualquier
alarde patriótico. La segunda limitación tiene que ver con la existencia de
fuertes identidades alternativas en varias comunidades autónomas que han estado
además gobernadas casi ininterrumpidamente por partidos nacionalistas. Tampoco
es una particularidad exclusiva de España pues otras democracias –como Bélgica,
Canadá o Reino Unido- experimentan una contestación similar a sus símbolos en
partes de su territorio.
Pero lo que sí es característico de España es que la
debilidad sea doble (ideológica y periférica) y, sobre todo, que en los últimos
años ambas se hayan intensificado por la aparición casi simultánea de dos
fenómenos políticos que cuestionan radicalmente el lento proceso de
reconciliación con la bandera, el himno o el Día Nacional. Por un lado, la
aparición de Podemos y su renuncia a la transición democrática como mito
fundante de una identidad nacional democrática. Por el otro, y en contraste con
lo que últimamente pasa en el País Vasco, la pretensión del nacionalismo
catalán de rechazar e incluso expulsar del espacio público cualquier elemento
que represente España.
Desafío
La intensificación del desafío soberanista ha provocado en
las últimas semanas una evidente reacción en toda España. Para un gran segmento
de la ciudadanía (incluyendo, desde luego, los núcleos urbanos de Cataluña) la
situación les anima a dejar de reprimir públicamente un orgullo en el que se
combina la reivindicación constitucional con elementos más culturales como el
idioma español o la historia común. En la medida que el conflicto siga siendo
intenso, esta tendencia puede aumentar y consolidarse en sectores de la
sociedad (jóvenes y progresistas) que, tras 40 años de democracia, no entienden
la estigmatización de los símbolos de España. Si ese fuera el caso, no deja de ser paradójico que el independentismo haya contribuido a culminar el proceso de
hacer atractiva la identidad nacional española hasta el punto de animar a
exhibirla como nunca antes se había hecho.
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