“Ingresado el funcionario -sea por la puerta grande o por la
puerta falsa- en la Administración, (…) el rasgo común es siempre una sensación
de alivio existencial: ya tiene resuelta su vida para siempre” (Alejandro
Nieto, La “nueva” organización del desgobierno; Ariel, 1996, p. 139)
Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Las “oposiciones” son una modalidad de proceso selectivo
para el acceso al empleo público. Sus raíces, como ya se ha visto, se
encuentran en el siglo XIX, de donde procede tan singular denominación.
La expresión, a pesar de su evidente arraigo y de estar
recogida por la RAE como cuarta acepción, no es la más adecuada. Pero este es
un tema menor. Lo importante es la esencia. Y, sobre ello, debo resaltar que
las reflexiones que aquí se vierten se vuelcan solo sobre los niveles superiores
de la Administración Pública (acceso a cuerpos y escalas o puestos de trabajo
del grupo de clasificación A), que es dónde el sector público se juega su
futuro.
Tradicionalmente, superar una prueba selectiva de ese
carácter se ha vinculado con “ganar una oposición”, en cuanto que es un proceso
competitivo: unos lo superan mientras que otros no. Su implantación se produjo
como medio de taponar el clientelismo, el favoritismo y la arbitrariedad –que
campaba a sus anchas- en el acceso a la función pública. Y para configurar ese
freno institucional se apostó por un tipo de pruebas selectivas basadas en unos
temarios (normalmente extensos) que se proyectaban sobre exigencias de
contenido memorístico, aunque en algunos casos (los menos) trufadas con algún ejercicio
práctico.
Funcionarios franceses
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Al menos la
sociedad lo ha hecho. La tecnificación de plantillas se impone: en Francia 4 de
cada 5 plazas cubiertas lo son del grupo de clasificación A. También –aunque en
menor medida- ha cambiado la enseñanza, por lo que ahora importa la
universitaria (con la entrada en escena, si bien con dificultades y de forma
muy irregular, del “espacio europeo de educación superior”). Este dato, junto
con la irrupción de Internet, el desarrollo de las tecnologías de la
información y de las comunicaciones, las redes sociales, así como esa
sobreabundancia de información instantánea y de consumo inmediato a través de
innumerables aplicaciones en dispositivos móviles sobre cualquier ámbito que se
precie, no destierran el conocimiento memorístico, pero sí lo relativizan
mucho.
Las pruebas de acceso a la función pública en las
democracias avanzadas caminan por otros derroteros, pues allí se da (aunque no
en todos los casos) más importancia a las competencias vinculadas con las
aptitudes y actitudes, que se acreditan fundamentalmente a través de tests y de
entrevistas (por ejemplo: entrevistas estructuradas), y predicen, así, con
mayor garantía la adecuación de la persona a las necesidades de la
organización. La innovación, por tanto, ha arraigado ya desde hace años en los
procesos selectivos de ciertos países. Algunos ejemplos de tales prácticas,
tomados un tanto aleatoriamente, nos pueden servir de referencia: como es el
caso de la Comisión de Servicio Civil de Canadá: https://www.canada.ca/en/public-service-commission.html;
o la Oficina de Selección de la Administración Federal de Bélgica: http://www.selor.be/fr/. Los test de
inteligencia general, así como de personalidad, se imponen, junto con otras
muchas técnicas. La función pública no necesita “empollones”, sino personas que
presten servicios públicos profesionales de calidad, con capacidad de adaptación,
respuesta, iniciativa, creatividad e implicación.
En cualquier caso, hay una auténtica anorexia de marcos
conceptuales y, por arrastre, una ausencia de competencias básicas para ejercer
cabalmente las funciones asignadas (al menos es un fenómeno que observo) por un
buen número de quienes dirigen o trabajan en el sector público. Además, hay un
déficit de actualización a través del estudio. Parte de la culpa la tiene el
sistema de acceso: que pone “todos los huevos en la cesta” de la oposición. La
formación light (todavía dominante) contribuye a ese abandono.
También el sistema de designación en posiciones directivas o de
responsabilidad. No menos importante es la (casi) general inutilización de la
evaluación del desempeño como palanca de cambio. Presente en las leyes y
ausente en la gestión. Preocupante. ¿Dónde están la buena dirección pública y
los profesionales (funcionarios) de excelencia? Salvo excepciones, que las hay,
no abundan. No porque no haya capacidades potenciales, sino porque no se estimulan.
Afortunadamente, todavía quedan mirlos blancos y personas comprometidas en la
función pública. Sostienen el tejado de lo público antes de que se hunda. Y hay
que agradecérselo, aunque nadie se lo compense: a los buenos funcionarios,
paradojas de la vida, se “les premia” con más trabajo.
Las oposiciones, no obstante, siguen gozando de predicamento
social y de una cierta áurea de legitimidad. Nadie cuestiona a los
funcionarios, porque en su día “ganaron” unas oposiciones; esto es, superaron
un proceso selectivo. Nadie se pregunta cómo ni de qué se les examinó (por
cierto de cosas que, por lo común, nada tienen que ver con el presente).
Superar una oposición se convierte, así, en patente de corso. Es el acto más
importante de una “carrera administrativa” que fomenta de ese modo “el
quietismo”. Ganada la plaza, se puede dormitar. No obstante, sin evaluación no
hay remedio. No sabemos objetivamente qué se hace ni cómo se hace: lo intuimos.
Y punto. Una gran paradoja del “modelo”. Disfuncional a todas luces.
La oposición se considera un método objetivo, más aún en un
país en el que la recomendación y el favor están todavía presentes por todas
las esquinas. Y, ciertamente, lo puede ser, siempre que se plantee cabalmente.
Actualmente, el problema real de las oposiciones no es ni su denominación ni
tampoco su función como procedimiento de acceso a la función pública o al
empleo público. Las objeciones que se pueden plantear frente a este
procedimiento selectivo hacen referencia a su trazado o, por ser más preciso, en
lo que afecta a su diseño. También a su configuración institucional, en
particular a las (escasas) garantías materiales (no formales) que rodean su
desarrollo. Veremos ambos temas, pero en entradas posteriores.
Principios constitucionales
Antes, para cerrar este “aperitivo”, una observación previa:
la oposición –en puridad- tendría que ser el procedimiento ordinario de acceso
a la función pública, puesto que es el procedimiento selectivo que salvaguarda
objetivamente con mayor intensidad los principios constitucionales de igualdad,
mérito y capacidad.
No obstante, el marco normativo vigente (TREBEP) acepta que
tanto la oposición como el concurso-oposición sean los sistemas de acceso
ordinarios al empleo público. Hecha la Ley, hecha la trampa: el
concurso-oposición, a través de un empleador débil e irresponsable que acepta
sin rechistar la presión de unos sindicatos (desatendiendo ambos el interés
público que comporta un acceso democrático y exigente a una función pública o
empleo público al servicio de la ciudadanía), se ha convertido, así, salvo en
contadas excepciones, en el sistema ordinario de acceso al empleo público: nada
mejor que “trucar” las pruebas edulcorando las bases. Tema muy viejo, hasta
insultante, que los tribunales (empezando por el Constitucional) se han venido
“tragando”. Tal vez sea hora de volver a los principios, esta vez
constitucionales. Y reforzar su aplicación. Pero no me interpreten mal, bien
planteado (siempre que la fase de concurso se diseñe correctamente y su peso
sea proporcionado) el concurso-oposición es un buen sistema, pervertido es la
antesala de la corrupción (no otra cosa es la quiebra del principio de
igualdad, mérito y capacidad). Las cosas por su nombre. Que quede claro. Nada
contra el concurso-oposición, todo contra su mal o perverso uso.
Hay a quien le cuesta entender que lo público lo pagamos
todos. También la nómina de los funcionarios y de los empleados públicos. Y
queremos (más bien es una exigencia democrática y funcional) que, como es
obvio, quienes nos sirvan sean los mejores y lo sigan siendo en el ejercicio
ulterior de sus funciones. Queremos médicos, profesores, policías y
funcionarios o empleados públicos excelentes. No personas mediocres ni mucho
menos amigos, clientes, familiares o colegas del colegio de quienes tienen el
atributo de nombrarlos o contratarlos a través del “dedo democrático”, del que
se vanagloriaba un necio alcalde (como expuso, en su día, Francisco Longo).
Tampoco queremos “clientes” de los sindicatos. Solo buenos empleados.
Hay una idea que está muy arraigada en aquellos países con
instituciones sólidas, no entre nosotros desgraciadamente. Y no es otra que la
naturaleza democrática del acceso a la función pública. Profesionalidad de la
función pública y democracia son cuestiones que no se pueden escindir. Quien no
entienda esto no entiende nada de lo que es un Estado democrático. En la página Web de
la Comisión de Función Pública de Canadá se explica perfectamente y en pocas
palabras: el objetivo fundamental que se persigue es disponer de “una función
pública no partidista, fundada sobre el mérito y representativa, al servicio de
todos los ciudadanos”. Aclaremos que la igualdad en Canadá es consustancial al
principio de mérito. En el Reino Unido, los principios en los que se asienta la
selección son el mérito, la objetividad e imparcialidad y el carácter abierto
de las convocatorias. El poder de los principios.
En España la oposición solo se aplica para el acceso a los
cuerpos de élite de la Administración General del Estado y en algunos otros
casos más. Una minoría frente al reverdecer del concurso-oposición. Y eso es
algo que se oculta. Todo lo más se intuye. En efecto, de forma imperceptible se
vuelve a imponer de forma generalizada el procedimiento selectivo denominado
concurso-oposición que, por su estructura y finalidad, debería ir dirigido a
cubrir determinados puestos de trabajo que, por sus especiales características,
exigieran acreditar experiencia previa contrastada o destrezas específicas.
Pero, además, se pretende pervertir su esencia: no se premian méritos, se
beneficia la antigüedad y otras menudencias formales. Sobre esto ya me despaché
a gusto en la anterior entrada.
Se avecinan convocatorias ingentes de pruebas selectivas por
“concurso-oposición”. En la sociedad de las TICS y de la transparencia es difícil
ocultar lo obvio: no diga proceso selectivo cuando lo que pretende es otra
cosa. Si no se hace con garantías, un proceso selectivo puede transformarse
fácilmente en una estafa ciudadana. Habrá impugnaciones en cadena. Las
soluciones no son neutras, menos cuando te juegas un “salario para toda la
vida”. Como recordara hace más de veinte años Alejandro Nieto, el ingreso en la
función pública produce “una situación de alivio existencial”: tener la vida
solucionada “para siempre”. Veremos si es así en el futuro. Pero, de momento,
hay mucho interés “económico” y “personal” en cosas aparentemente tan mundanas.
Y eso trufa el debate. Más aún en un sociedad en la que el empleo (privado)
está cargado de precariedad. Un empleo público, como afirma el profesor Joan Mauri,
es un bien económico muy preciado, también en la sociedad de los millennials.
Selección acorde a los tiempos
En conclusión, hay que recuperar el acceso a la función
pública como principio democrático (pues así se encuadra ese derecho
fundamental en el artículo 23 de la Constitución). Por tanto, solo quienes
acrediten talento y virtudes en procesos competitivos y abiertos (sean
interinos, temporales o candidatos en general) deben ser merecedores de un
empleo público estable retribuido al servicio (siempre “al servicio”) del resto
de la ciudadanía. Lo demás es jugar con fuego, sembrar vientos para que se
recojan tempestades. Aboguemos por una selección de empleados públicos adaptada
a los tiempos. Exijamos que nuestros funcionarios y empleados públicos sean los
más cualificados, acreditándolo tanto en el momento de su ingreso como en el
ejercicio de sus funciones. Es algo que nos merecemos. Y, además, lo pagamos.
Es un derecho de esencia democrática. No solo un derecho fundamental, que
también. El valor objetivo de una buena selección de empleados públicos es algo
que no tiene precio. Enriquece a las instituciones y también a la sociedad. Lo
contrario es miseria, que solo beneficia a estómagos agradecidos.
[1] Esta reflexión forma parte de una serie
de entradas que, bajo el enunciado de La fragilidad del sistema de mérito,
se están difundiendo en el Blog de la siguiente página: https://estudiosectorpublico.com/blog/ Allí
el lector interesado podrá encontrar aquellas entradas que solo se difundan en
esa Web, así como otras sobre Acceso al Empleo Público y Formación en el sector
público.
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