(Miguel Sánchez Morón Las Administraciones españolas, Tecnos,
Madrid, 2018.p. 260)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Sobre el futuro inmediato de la función pública (o del empleo público) se
proyectan algunas sombras que emborronan el horizonte y pueden dificultar la
puesta en marcha de las imprescindibles e inaplazables medidas de adaptación
que exigen la inmensa mayoría de la organizaciones públicas para hacer frente a
los innumerables retos que asedian aquella institución (envejecimiento de plantillas, escasa tecnificación, temporalidad
creciente, ausencia cada vez mayor del principio de mérito e igualdad, baja
profesionalización, limitada productividad, sistemas selectivos obsoletos,
elevada politización por la zona alta de la función pública, un sindicalismo
voraz en derechos y anoréxico de responsabilidades, los desafíos inaplazables
de la revolución tecnológica y el nuevo perfil de empleos ante la desaparición
de innumerables tareas rutinarias, etc.), pues el empleo público es muy
sensible a los contextos de crisis, tanto económica como institucional o social.
La primera de esas sombras o turbulencias identificadas es la desaparición
de la escena de un Gobierno central (hoy en día
eternamente en funciones) que impulse una política presupuestaria y las
reformas legislativas que son necesarias para adecuar el empleo público a las
necesidades de un entorno rápidamente cambiante y en constante transformación. El
marco normativo que rige el empleo público está totalmente obsoleto y es
altamente disfuncional, creando muchos más problemas que los que debe
resolver y dando “munición” a los tribunales de justicia para que se pongan
“creativos” (en ocasiones puntuales “destructivos”) proyectando sus dardos
(sentencias) sobre un sistema institucional que, en lo que respecta a la
gestión de personas, amenaza ruina inminente. Estamos, además, regidos aún por
los Presupuestos Generales del Estado de 2018, impulsados por el Gobierno
entonces del Partido Popular, y hoy en día prorrogados, también casi
eternamente. Eran unos presupuestos dictados entonces por un ciclo declinante,
pero aún vivo, de contención fiscal. Hubo, sin embargo, en el contexto
económico un breve repunte que no tuvo reflejo en Presupuesto del Estado
alguno, ni lo tendrá a corto plazo, pues muy probablemente (en el mejor de los
casos) hasta mediados de 2020 no tendremos aprobados los próximos presupuestos.
Y entonces todo el escenario económico habrá cambiado. Ya está cambiando.
Seguimos con Presupuestos de crisis y las próximas cuentas públicas todo apunta
que también lo seguirán siendo, al menos de contención, pues las turbulencias
de otra recesión acechan en el horizonte.
En efecto, la
segunda sombra, vinculada con la anterior es, sin duda, la anunciada recesión
económica que amenaza con afectar (ya está afectando) a varias potencias
europeas de primer nivel como es Alemania (junto con el eterno Brexit)
y que, de ser así, se contagiará, con mucha mayor fuerza y poder destructivo,
sobre economías periféricas como es la nuestra, cuya debilidad para resistir
otro embate de recesión o crisis financiera puede ser sencillamente letal, aumentando
el efecto distorsionador por la ausencia de Gobierno (o por nuestro
afán colectivo de fomentar el no Gobierno) y por la no
aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado para 2020 que, en plazo,
hicieran frente a ese duro contexto que ya está comenzando a mostrar sus peores
pronósticos (pues, tal como decía, cuando los PGE se aprueben, si es
que se hace, ya será tarde y la recesión devorará los recursos de las
administraciones públicas, comenzando de nuevo la noria de hacer frente a un
nuevo contexto de crisis fiscal cuando aún no se ha cerrado el anterior). Quien
piense que esto no afectará a la debilitada y frágil institución del empleo
público, probablemente sueña. En efecto, si se confirma como todo
apunta la recesión o se entra en crisis, el probable (y suicida) retorno a una
tasa bajo mínimos de reposición de efectivos (con todos los efectos
disfuncionales que tiene esa figura para desarrollar una política eficiente de
recursos humanos sobre un empleo público ya paupérrimo y unas plantillas
gravemente envejecidas) o la congelación de nuevo de los incrementos
retributivos, cuando no la adopción de otras muchas medidas adicionales
exploradas en la larga noche de crisis fiscal vivida en estos últimos diez
ejercicios presupuestarios, tales medidas de ajuste retrasarán sine
die la salida del túnel de la situación de crisis del empleo público,
dejando tras de sí una institución completamente endémica. Sus efectos serán
devastadores y lo que salga de allí, si no se adoptan medidas paliativas o
cambios radicales en la política presupuestaria, puede ser una función pública
mucho más debilitada de la que nos dejó como herencia la larga crisis fiscal
iniciada en 2008. En verdad, lo único que hicimos durante los últimos años en
materia presupuestaria vinculada con las políticas de recursos humanos es
perder solemnemente el tiempo, aplicando medidas absurdas (tales como aplicar
tozudamente la tasa de reposición, sin ahorro efectivo alguno) que se ha
convertido en un mantra de política presupuestaria que se saca
a pasear en épocas de crisis, sin ninguna reflexión detrás sobre sus efectos
secundarios.
Falso igualitarismo
Y en fin, la tercera sombra radica en una terrible percepción de la
ciudadanía española que entroniza el falso igualitarismo, una tendencia que
denota escaso o nulo aprecio por la cultura del mérito y tiene, asimismo,
efectos devastadores en su aplicación a la función pública. Recientemente, la Fundación BBVA ha impulsado la
elaboración de un Estudio Internacional cuyo título es el siguiente: Valores
y actitudes en Europa acerca de la esfera pública. En este
importante estudio (que con otro objeto resalto también en la entrada anterior
de este Blog dedicada a la Agenda 2030) se comparan las actitudes y
percepciones que tiene la ciudadanía de cinco países de la Unión Europea, que
ofrecen ciertas similitudes (salvando las distancias) en términos
poblacionales. Se trata de Alemania, España, Francia, Italia y el Reino Unido.
Pues bien, cuando se analizan cuáles son las percepciones de la
ciudadanía de esos países en relación con la “distribución de ingresos”, se
advierte que “en cuatro de los cinco países analizados (Alemania, Francia,
Italia y el Reino Unido), los ciudadanos consideran que las diferencias en los
ingresos son necesarias en función del nivel de formación, posición que se acentúa
en el Reino Unido, Francia y Alemania”. Parece obvio, por tanto, que a
mayor talento y formación se abonen mejores retribuciones, al menos eso es así
en las democracias más avanzadas, lo que no es nuestro caso. En efecto, como
indica expresamente el Estudio, “España es el único país que se aleja
de ese patrón: las opiniones se dividen entre ambas opciones, con ligera
ventaja de quienes defienden el equilibrio en los ingresos con independencia de
la cualificación”. Esa mayoritaria percepción ciudadana que penaliza
indirectamente la mayor cualificación y formación se basa sobre un
igualitarismo falso, que siempre encuentra además su cobertura en una
pretendidamente inagotable (y también falsa a todas luces) capacidad
presupuestaria de “papá Estado”, tiene su despliegue evidente (añadiría más, su
gran arraigo) en el sector público, donde efectivamente las diferencias
retributivas tienden a estrecharse y donde, además, está mal visto pagar
diferente a quien desempeña las tareas de modo distinto o sencillamente a quien
no trabaja. La gestión de la diferencia es una política penalizada y denostada
en nuestro sector público. Y así va.
Esta percepción
ciudadana es un mala fotografía de ese estudio comparativo que coloca a España
en una posición francamente incómoda en relación con otros países. Y ese es
probablemente uno de los puntos más críticos que hace del empleo público una
institución altamente ineficiente en términos productivos. Convendría repensar
profundamente esas equivocadas bases de percepción del problema, pero ello
exigiría hacer partícipes de ese diagnóstico a los agentes sociales, algo hoy
por hoy impensable. Su bandera “igualitaria” está muy asentada y es fruto de un
modelo radicalmente injusto y periclitado.
En cualquier
caso, no parecen venir buenos tiempos para la lírica siempre olvidada
de las reformas en la función pública. Antaño, las crisis económicas eran
una ventana de oportunidad para reformar el empleo público y adaptarlo a las
necesidades del momento. Hemos tenido una larga y devastadora crisis que ha
durado prácticamente una década y, sin embargo, solo hemos sabido hacer durante
ese largo invierno fiscal “ajustes y no reformas” (como apuntara hace años
Koldo Echebarría). Se ha perdido el tiempo de forma inexcusable. Y
ahora las sombras o turbulencias, esperemos que pasajeras, amenazan de nuevo. Y
nos cogen con las defensas muy bajas. Con un empleo público en crisis,
“sin timonel” (como reconocía recientemente el presidente de FEDECA), sin
valores de referencia (esto es, desorientado) y con prácticamente todo por
hacer. Y, además, con muy poco tiempo para reaccionar. De no dar un
golpe de timón, la institución de función pública, tal como la hemos conocido
tradicionalmente, puede estar viviendo sus últimos años. Crucemos los
dedos.
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