Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- El conocido internacionalmente como “Reino de España” lleva
camino de convertirse en el reino de las poltronas. No se me escapa que la
política siempre ha tenido el objetivo legítimo de conquistar el poder. Y una
expresión material del poder es, sin duda, apropiarse de determinados espacios
ejecutivos que permitan tomar decisiones, repartir presupuesto y, asimismo, en
su faceta patológica, servir de pasto mediante la entrega de cargos y sinecuras
a las innumerables clientelas que producen los partidos políticos o pululan por
sus aledaños.
Lo realmente patológico de la política actual es que ya no
pretende el poder tanto para decidir como para en sí mismo ocuparlo. La tarea
de gobernar está pasando a ser hasta molesta (pues nunca llueve a gusto de
todos). Cotiza a la baja. Se ha impuesto el no gobierno o el Gobierno
marcado por la quietud, aquel que no rompe un plato. Lo de priorizar políticas
comienza a convertirse en una pesada losa para unos políticos que solo quieren
agradar con medidas benefactoras y (pretenden) esconder aquellos problemas cuya
solución requeriría adoptar decisiones impopulares o que puedan llegar a
levantar ampollas en ciertos colectivos. El gobierno soft y el
político naif se imponen. Los responsables públicos hoy en día solo
prometen paraísos. Ninguno está dispuesto a enfrentarse con adversidades. Las
malas noticias (aunque vengan anunciadas desde hace tiempo) no existen en la
política actual, se edulcoran o tapan, cuando no se aplazan. Procrastinar es el
verbo de moda en la política actual. La positividad, como dijera
Byung-Chul Han, todo lo impregna. Es el imperio del me gusta o de la
política pretendidamente amable.
En ese contexto, lo más visible de la política actual es el
reparto grosero de cargos públicos y la distribución de prebendas públicas
entre acólitos y adláteres. Max Weber ya lo anticipó, pero se quedaría atónito
si visitara este país por estas fechas. Más recientemente, Peter Mair, en esa
excelente obra titulada Gobernando el vacío (Alianza, 2013), nos
muestra cómo los partidos se adosan a las instituciones como manual
de su propia supervivencia: “El clientelismo político –como dijo este autor-
resulta ser la única de las funciones clave que los partidos siguen
realizando”.
Tras infinitos titubeos y dimes y diretes, ya se han formado
la totalidad de los gobiernos autonómicos salidos de las urnas del 26 M. El
Gobierno central, aunque con elecciones anteriores (28 A), espera eternamente
en funciones, con la amenaza de volver a las urnas, salvo que surja una
sorpresa en el último minuto y se distribuyan algunas poltronas que sacien
ávidas demandas insatisfechas. Pero el tema, al parecer, tiene más calado:
tactismo puro, juego electoral y exterminio de aquellos que molestan.
Dato empírico
En cualquier caso, el dato empírico es que donde ha existido
cambio de gobierno o se ha debido formar o incrementar gobiernos de coalición,
se han multiplicado los departamentos (Consejerías) y, por tanto, los altos
cargos; también ha crecido el personal eventual de confianza y asesoramiento
especial. Por lo que afecta a este, nadie ha entendido correctamente el
nombramiento como personal eventual (responsable de redes sociales) de la
hermana de una alcaldesa, pues como dijo un político catalán hace más de quince
años cuando en una rueda de prensa le objetaron que había nombrado director
general a su hermano: “¿No es un puesto de confianza política? En quien voy a
confiar más, sino en mi hermano”. Se acabó la discusión. Los periodistas
enmudecieron. No había redes sociales, además entonces la ética y la estética
no jugaban fuerte en política. Ahora es otra cosa. O lo parece, más bien.
Cambiado el primer nivel directivo, veremos qué pasa luego
con los miles o decenas de miles de puestos de libre designación. El Dedómetro,
magnífica iniciativa puesta en marcha por la “Fundación Hay Derecho”, tendrá un
trabajo ingente por estas fechas. La penetración de la política en la
Administración no solo es vertical, sino que ya engorda su dimensión
horizontal. Los gobiernos de coalición se amplían por lo ancho para dar de
comer a más bocas amigas. Y, si no, los asesores se multiplican, a pesar de que
nada o poco tengan que asesorar. Mientras los presupuestos públicos aguanten y
el sufrido ciudadano no se rebele, aunque síntomas ya ha habido, las cosas
seguirán igual.
La cooptación ideológica o de partido es el método de
selección de tales responsables y directivos públicos o asesores que ocuparán
las consabidas poltronas de las Administraciones Públicas, cuando no se empaña
el proceso por prácticas más o menos disfrazadas (algunas descaradas) de
nepotismo o amiguismo. O, en fin, hay veces que se reparten favores por
servicios prestados. Da igual que la persona no ofrezca las mínimas
competencias profesionales para el correcto ejercicio de la actividad
político-directiva, pues lo que pesa es la metafísica de la confianza, de la
que hablara Francisco Longo; incluso se promueve a cargos públicos a quienes
saltaron anteriormente de las responsabilidades públicas por falta absoluta de
ejemplaridad (el caso del reciente nombramiento como Consejero de Justicia de
la Comunidad de Madrid de Enrique López es, bajo el punto de vista ético, un
auténtico escándalo: en este país, al parecer, todo vale). La memoria del populacho es
frágil, o al menos eso creen. Tal vez algún día despierte. Y si no hay
suficiente con repartir el poder administrativo, siempre queda el socorrido
recurso del sector público o a las opacas empresas públicas: aquí el reparto
adquiere tintes grotescos, pues para hacer hueco los puestos de responsabilidad
en algunos casos se multiplican o, incluso, se nombra muchas veces a personas
auténticamente incapaces –ejemplos patológicos los hay- para la tarea de
dirigir un sector empresarial que, además, desconocen absolutamente.
Lo grave de todo este burdo sistema, plenamente enraizado,
no es solo que se colonice la alta Administración, sino sobre todo que, signo
de ignorancia supina (o de malas artes de una política pretendidamente
maquiavélica), se desprecia la cultura institucional democrática (en sentido
pleno de la palabra) y se hace un daño enorme a la legitimidad y al
funcionamiento regular de las organizaciones públicas al quebrar la continuidad
de sus políticas públicas con un “quita y pon” permanente de responsables
públicos basado exclusivamente en criterios alejados de la profesionalidad o
del más mínimo rigor.
Sin embargo, ni siquiera así se saturan los apetitos de
poder. Siempre se quiere más. La política, sin frenos, es insaciable. Para
evitar tales abusos se creó el sacrosanto principio político-constitucional
(bastardeado hasta el infinito) de la separación de poderes. El máximo desprecio
de tal principio se alcanza cuándo –como viene siendo habitual en nuestro
panorama político- también se colonizan los órganos constitucionales, las
instituciones de control, los organismos reguladores o las administraciones mal
llamadas “independientes”. Con este burdo cambalache –insisto, asentado hasta
los tuétanos en nuestro sistema político-institucional- los frenos del
poder (que deben ejercer esas instituciones constitucionales, de control,
reguladoras o “independientes”) se rompen por completo, al entregarse tales
cargos institucionales al reparto impúdico de poltronas entre los diferentes
partidos en liza. Se buscan fidelidades amigas, nunca perfiles profesionales
que puedan al final resultar incómodos al poder. Estos siempre molestan a una
política que solo busca complacencia y aplauso.
La cacareada regeneración
Es tremendamente triste que la tan cacareada política de
regeneración y renovación democrática, durante tanto tiempo manoseada por la
política, no haya dado hasta la fecha resultado alguno a la hora de impedir (o
siquiera reducir) ese chalaneo político impresentable, impropio de un país que
se califica a sí mismo de democrático. Es igualmente triste que no haya ni un
solo político (o líder, estatal o autonómico) en el panorama español que lidere
con honestidad, integridad y coraje esa renovación institucional, siempre
aplazada. Me parece igualmente insólito que las cúpulas de los partidos no
muestren el más mínimo sentido institucional democrático, entendido en su recto
sentido: la democracia no es solo votar, es ante todo facilitar el control del
poder, limitar o impedir sus abusos.
Y ese manido y continuo reparto político de poltronas se
hace tanto en las instituciones centrales como en las territoriales (o
autonómicas). Nadie está a salvo. Es una (pésima y patológica) cultura (de
mala) política de la que, hoy por hoy, ningún partido se salva. En este punto,
las ideologías se difuminan, hasta desaparecer por completo. Si algo enseñó
Montesquieu, por mucho que los políticos lo olviden, es que solo mediante un
diseño institucional correcto de arquitectura constitucional de pesos
y contrapesos, el poder frenará al poder. Lo demás es una quimera o un engaño.
Termina en el abuso o, peor aún, en el despotismo.
Además, cuando la política se fragmenta o se atomiza, como
es el caso actual, el reparto de poltronas se vuelve más descarado, incluso
obsceno. Hay, ley de vida, más personas o partidos pidiendo ávidamente su cuota
de poder, por mínimo que este sea. O su parte de presupuesto. Los partidos, y
sobre todo sus clientes, viven cada vez más, enchufados al presupuesto. Pero lo
grave no es eso. Lo realmente grave es que la política está empezando a mostrar
síntomas evidentes de no saber para qué quieren el poder, si no es para sí
misma. Y eso, al menos así, tan crudamente, no pasaba antes. Los endémicos
problemas de la sociedad comienzan a pudrirse. Y la clase política, de la que
hablara Gaetano Mosca, vive encapsulada en sus miserias, odios recíprocos
personales o sectarios y signos evidentes de absoluta impotencia. Hemos reducido
el digno oficio de la política a un mundo de pasiones desmedidas o de
sectarismo atroz en el peor sentido del término. La denostada casta ha
terminado por enmudecer hasta sus críticos más feroces e incorporarlos a ella.
No se llamen a engaño. Una democracia sin controles (checks
and balances) nunca pasará de ser más que un puro remedo. Premonitoriamente, lo
expuso Spinoza en su inacabada obra Tratado político: “Las leyes, por si
solas, son ineficaces y fácilmente violadas, cuando sus guardianes son los mismos
que las pueden infringir”. Y así seguimos, sin querer aprender las cosas más
básicas. Cualquier control efectivo, al parecer, incomoda en la política
española, sea esta del signo que fuere. También molestaba en las democracias
avanzadas, pero esa es una asignatura que tales países resolvieron
satisfactoriamente hace mucho tiempo. Entre nosotros, siempre se considera
mejor tener amigos que todo lo edulcoren o vaciar las instituciones mediante
una política de prórrogas eternas de sus mandatos u optar por la nueva
modalidad de “sillas vacías”, como es el caso del Consejo de Transparencia y
Buen Gobierno, que pronto hará dos años con la presidencia sin cubrir. ¿Qué más
da? Ya llenó titulares cuando se creó como buque insignia de esa política
renovada de regeneración democrática que nunca llegó. Al Parlamento y a sus
señorías, pronto les invadió la amnesia, lo mismo que a los distintos
gobiernos. Esas instituciones de control al final estorban. Al menos para
quienes ejercen el poder. Lo de siempre. Ya que “deben estar”, más vale
tenerlas enmudecidas. Como mera coreografía.
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