Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Instituconal blog. Por razones que no vienen al caso, he compartido
recientemente mesa y conversación con algunos viejos amigos, que viven
distantes del lugar donde resido. Y hablando sobre temas dispares hemos
recalado en varias ocasiones sobre el mal estado de nuestras Administraciones
Públicas.
Uno de tales interlocutores, funcionario comprometido (de quien omito
sus apellidos porque nunca se opina, menos en privado, a gusto de todos), puso
las cosas en su sitio (aunque la cita no sea literal): tras un largo paréntesis
debido a las elecciones y a la eterna formación de un gobierno que finalmente
salió con calzador y con brotes de esperpento añadidos, “llevamos –me dijo-
varios meses de absoluta parálisis, que sumados al tiempo del anterior mandato,
cuyos responsables se limitaron al cumplimiento formal de la legalidad en el
ejercicio de sus tareas, ya que no existía ningún planteamiento estratégico
para afrontar unos retos de legislatura que ni siquiera tenían objetivos
identificados; pues, bien, ese conjunto de circunstancias convierten mi oficio
y el de todos los empleados públicos que me rodean –concluyó- en puro presentismo”. Hay empleados públicos que solo fichan o asisten al trabajo (pues
el control horario es el único realmente existente en la Administración en
relación con sus empleados), que aparenta trabajar o “hacen pasillos”, y los
hay también que ni eso. Aunque afortunadamente hay personas en las
organizaciones públicas que dedican tiempo y energías añadidas al ejercicio de
sus funciones. Pero, por lo común, si algo se hace es lo inmediato o urgente.
El resto puede esperar. Si a ello añadimos que nadie fija metas durante estos
meses, puesto que los directivos “de quita y pon” unos se están yendo y otros
aún no han aterrizado, “mi vida funcionarial –reflexionó en voz alta- es
plácida, pero yerma, la frustración por lo que se podría hacer y no se hace,
elevada; mis únicas compensaciones –añadió finalmente- consisten en la magra
retribución a fin de mes (inferior notablemente a la de otras Comunidades
Autónomas limítrofes) y en unas largas vacaciones que aún me quedan parte por
disfrutar, aunque procuro leer sobre cuestiones de mi trabajo para mantenerme
al día”. Algo que no deja de ser –seamos francos- un tanto excepcional.
Todos aquellos que trabajen o hayan estudiado la
Administración Pública son conscientes de sus problemas endémicos. Por tanto,
lo que he descrito y lo que sigue no es nada nuevo, ni mucho menos algo que no
se sepa. Otra cosa es que el común de los mortales lo conozca. Lo que sigue,
por tanto, es un mero recordatorio, pues en la agenda política inmediata de los
diferentes niveles de gobierno no observo que tales cuestiones se pretendan
resolver. Más bien se da la callada por respuesta: se entierra el problema, y
así se pretende, craso error, negar su existencia.
Llama poderosamente la atención
que en el inicio del mandato de estos nuevos gobiernos locales y en el propio
gobierno central, eternamente en funciones, nadie se plantee en serio qué hacer
con esa pesada máquina que es la Administración Pública y su burocracia, base
directa o indirecta de la mejor o peor prestación de la práctica totalidad de
los servicios públicos. Y todavía es más sorprendente que en las tan
aireadas 370 medidas que se pretenden poner en marcha por el futuro gobierno
progresista apenas aparezcan tibios destellos de una reforma administrativa que
ni siquiera se concreta. Una vagas medidas sobre empleo y servicio público,
así como reiteradas referencias a la digitalización, conforman el horizonte de
una reforma que, al parecer, nunca será, pues nadie la propone realmente. En
ese documento de 370 medidas la única referencia a la profesionalización de la
función directiva es a la de los centros escolares, el resto seguirá siendo
pasto de clientelas. Da la impresión de que la política se hace sola,
con los mimbres personales existente y con nuestras actuales organizaciones
caducas. La ingenuidad en ocasiones se torna un peligro público o un ejercicio
de demagogia barata.
Cinco nudos críticos
Hay cinco nudos críticos en las
Administraciones públicas españolas que hasta que no se afronten nada
se conseguirá en verdad: la política, por muy audaz e ingeniosa que sea o
pretenda ser, sea esta de derechas o de izquierdas, se dará de bruces contra el
muro de la indiferencia o con la imposibilidad material de hacerse efectiva.
Baño de realismo, transcurrido cierto tiempo en el ejercicio del poder. Y esos
agujeros negros (a los que podríamos añadir muchos más) son los siguientes
- Salvo excepciones
singulares, la planificación estratégica no
es una herramienta de trabajo cotidiano. Y sin ella no hay visión,
tampoco innovación y menos aún cambio organizado y obtención de metas o
resultados. Como ya dijo hace años el profesor Alejandor Nieto, “en la
Administración Pública no se piensa, se improvisa”. Y así seguimos.
- El
acceso a los empleos públicos está pésimamente diseñado: o se
encarece ad infinitum de modo
irracional (cuerpos de élite) o se abarata mediante procedimientos
selectivos “blandos” o de aplantillamiento descarado de interinos, que
prácticamente regalan las
oposiciones a quienes ya están y obstruyen el acceso a quienes quieren
competir con criterios de mérito y capacidad. No hay término medio.
- La
productividad de los empleados públicos es, también por lo común,
exageradamente baja, alimentada por una inexistente cultura del
desempeño, así como por unas condiciones de trabajo muy ventajosas
comparadas con el sector privado, lo que da lugar a bolsas de ineficiencia
elevadísimas o, en su defecto, a un dispendio en los costes de prestación
de determinados servicios públicos. Seguimos pagando igual a funcionarios
que llevan a cabo desempeños muy diferentes, también a quienes no trabajan
o trabajan poco.
- Y, unido a lo anterior (algunas
muestras de ello estamos teniendo recientemente), la autorregulación
y las políticas de cumplimiento
de la legalidad son necesarias, pero deben venir acompañadas de un real
ejercicio de las funciones de control, supervisión e inspección de las
administraciones públicas, que hoy en día están adormecidas, poco
estimuladas o infradotadas. Una Administración que
solo regula o fomenta o que alimenta la política de (auto)cumplimiento,
pero no lleva a cabo el seguimiento de las actividades y conductas
reguladas, es una organización que mal puede cumplir sus funciones.
También en el ámbito de los recursos humanos el seguimiento y control
(aparte del cumplimiento del horario) es inexistente.
Por tanto, si es usted
una persona con responsabilidades públicas o con incidencia sobre aquellas
personas que las ejercen, aborde (o aconseje abordar, si es de los
segundos) cinco ejes de renovación de las
estructuras administrativas que den respuesta a esos otros tantos cinco males
endémicos que aquejan a nuestras organizaciones públicas. Lo demás vendrá por añadidura. A saber:
- Impulse la
profesionalización (cobertura por mérito y capacidad y
protección temporal frente al cese discrecional) de
todos los puestos directivos y de responsabilidad de la organización.
- Promueva la
visión y sentido institucional de su organización mediante un correcto
alineamiento política-gestión e invierta en planificación estratégica y
operativa,
también con una mirada a medio plazo que dé respuesta a los problemas no
solo inmediatos sino mediatos.
- Implante la
mejora progresiva de los sistemas de acceso al empleo público y persiga,
mediante procesos selectivos que garanticen la igualdad, mérito y
capacidad, la captación del talento real
existente en la sociedad (que hay mucho), pues sus ciudadanos se lo
agradecerán.
- Incremente la
productividad del empleo público a través de la implantación de una
cultura de responsabilidad en la gestión y de eficiencia en
el uso de los recursos públicos por parte de los servidores públicos,
promoviendo sistemas de evaluación del desempeño, progresión profesional y
aprendizaje continuo.
- Desarrolle sistemas de
cumplimiento a los que anude unas estructuras
de seguimiento, inspección y control plenamente alineadas a
los marcos normativos y a los objetivos de las organizaciones, también en
el ámbito de los recursos humanos, sin perjuicio de que impulse
la construcción de sistemas de integridad institucional (autorregulación)
en el empleo público.
A poco que ponga en
marcha algunos de estos ejes (mejor si se actúa sobre todos), los resultados
serán obvios. No obstante, aunque haya voluntad politica, no resultará fácil.
Ya están los sindicatos del sector público para que el inmovilismo se eternice.
Conviene no llamarse a engaño. Las inercias administrativas y las “conquistas
regaladas” (que no alcanzadas) son frenos durísimos frente a cualquier medida
de cambio. Pero si no se intenta nada, se incurre en un autoengaño. La política
puede poner sobre el papel, pues el papel lo aguanta todo, 100, 300, 500 o 1000
medidas de transformación. Quedarán muy bonitas. La apuesta por la
digitalización es necesaria, pero fracasará –como de hecho está sucediendo en
buena parte del sector público- si no se abordan esas otras cuestiones
nucleares. En efecto, sin tocar las estructuras, los procesos y las personas,
tales medidas de digitalización u otras de la misma índole se convertirán, por
mucho que se empeñen sus promotores, en papel mojado, salvo que quien lidere
esa voluntad de cambio se enfrente a aquello que nadie, según parece, quiere
afrontar: la reforma integral y gradual de la
Administración Pública y de su sistema burocrático. Hoy en día se trata de estructuras caducas e inadaptadas para hacer
frente a tantos centenares o miles de retos que la política o la sociedad
identifica, pero nunca sabe cómo resolver. Tal vez desatando esos nudos algo se
consiga. Seguro que sí. Todo es ponerse. Aunque para ello hay que tener
Gobierno y, si lo hay, que “compre un producto” (la reforma) que no da réditos
inmediatos, pero sí soluciones venideras. Y, con una política preñada de
inmediatez, eso es más difícil. Seamos sinceros.
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