“El poder del político para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de una manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función supervisora” Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y democracia, vol. II, Página Indómita, 2015)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog
Degradación institucional y papel de los partidos
El deterioro institucional de las instituciones en España viene de lejos, aunque se haya agudizado recientemente por la confluencia, principalmente, de dos elementos: en primer lugar, la polarización política extrema que, rotos los escasos puentes existentes, ha conducido a insensatas políticas de bloqueo o de manifiesta incapacidad negociadora, pero también a una concepción cada vez más acentuada de que las instituciones son “un cortijo” propiedad del Gobierno de turno y del partido mayoritario de la oposición; y, en segundo lugar, paradójicamente, el cada vez más bajo sentido institucional de representantes, gobernantes y cargos institucionales, que extraídos, por lo común, de menguantes nóminas de militantes y de fieles, dependientes o “independientes”, de los partidos en liza, ha contribuido a que esas instituciones se desangren y pierdan altas dosis de credibilidad ciudadana.
Cuanto menos militancia y predicamento en la sociedad civil tienen los partidos, más cerrados y oligárquicos se están volviendo. Alejados cada vez más de la sociedad (Piero Ignazi, Partido y democracia, 2021), su continuidad existencial depende en última instancia de seguir viviendo enchufados a los presupuestos públicos y de disponer de un abanico de poltronas (representativas, institucionales o de cargos directivos en la administración y en su sector público) para repartir presupuesto entre los suyos y sus allegados. Ese parece ser el pegamento ideológico que da cohesión hoy en día a unos partidos que, como reconoció Peter Mair (Gobernando el vacío, 2015), viven adosados al Estado, y hacen del populismo y la demagogia sus señas actuales de identidad. Que nadie se sorprenda, por tanto, si la ciudadanía les vuelve la espalda y la antipolítica crece.
El intento de control de las instituciones por los partidos es una tendencia general, pero en España adquiere tintes descarados. Tampoco es de ahora, aunque ahora se advierta más, o muestre su rostro más feo. En este país, los problemas anudados a tal patología institucional se multiplican también por dos tipos de circunstancias: por un lado, en términos cuantitativos la ocupación partidista de las instituciones y administraciones públicas adquiere unas dimensiones estratosféricas, que son desconocidas en las democracias avanzadas de nuestro entorno; y, por otro, debido a nuestro pesado legado histórico y al secular desprecio por el papel las instituciones, la cultura institucional está en caída libre. El sentido institucional brilla por su ausencia. Apenas cotiza.
El principio de separación de poderes entre legitimidad democrática, corporativismo e imparcialidad
La carencia de cultura institucional implica que prácticamente por ningún líder ni fuerza política se advierta que el constitucionalismo es, en esencia, un límite al ejercicio del poder, y de que una pieza esencial del funcionamiento institucional de un sistema de separación de poderes radica en diseñar y aplicar de forma adecuada mecanismos efectivos de pesos y contrapesos como frenos del poder, pues tales límites o restricciones son –según reconoce Fukuyama- “una especie de póliza de seguros” del Estado Constitucional (El liberalismo y sus desencantados, 2022), que le diferencia de las autocracias, donde los límites institucionales al poder apenas existen.
Bien es cierto que la separación de poderes convive necesariamente con la legitimidad democrática. Sin embargo, fue antes el huevo que la gallina. Suman, no restan. La arquitectura institucional de pesos y contrapesos nació ante que el Estado democrático, como un diseño institucional encaminado a limitar el poder despótico. El fundamento exclusivo en la legitimidad democrática de los nombramiento de cargos o de personal directivo, sin enmarcarlo adecuadamente en la estructura institucional en la que opera, conduce inevitablemente a la politización de las instituciones y de su propio funcionamiento, supone la quiebra la continuidad institucional (siempre vicaria de la contingencia del poder político de turno) y traspasa el campo de batalla de la lucha política descarnada, tal como estamos viendo a menudo, a las instituciones de control, reguladoras o a la alta Administración. Todo se resume en el nocivo dilema de “si es uno de los nuestros”.
En un contexto de alta polarización, la incidencia de la política sobre las instituciones puede ser letal. Efectivamente, los poderes y su pretendida división y control se difuminan en el juego de mayorías/minorías o en el enfrentamiento de bloques, reduciendo la vida institucional a una prolongación de la dicotomía schmittiana entre “amigo/enemigo” político. O, dicho de otro modo, quien gana las elecciones se lleva todo (especialmente en aquellas instituciones que se renuevan al ritmo o en los plazos de cada mandato político), pero la legitimidad del sistema sangra sin parar. Así, sin contrapesos efectivos, la fuerza del poder (sea este de derechas o izquierdas), se transforma fácilmente, como describió magistralmente Montesquieu (siempre tan citado y pocas veces leído o comprendido), así como por el oráculo de Ciencia Política que fue El Federalista, en abuso flagrante, despotismo benigno (Tocqueville) o, inclusive, en pura tiranía. Donde no hay frenos institucionales, el poder tiende al abuso. Está en la naturaleza de las cosas.
Pero conviene advertir de inmediato que tampoco la separación de poderes se salvaguarda, ni muchísimo menos ahogándola en el corporativismo. El péndulo español de nuestra historia político-constitucional nos ha dado un largo período de liberalismo aparente o formal, junto a varias décadas de predominio corporativo. Somos hijos de ese perverso enfoque bipolar: politización/corporativismo. El saldo, es un fracaso rotundo del país en términos de estabilidad constitucional y gubernamental o administrativa. Por tanto, la despolitización de las instituciones no se garantiza con un mayor peso del corporativismo hasta el punto de hacerlo dominante (sea en el gobierno del Poder Judicial, sea en la alta Administración Pública o sea en cualesquiera otras instituciones permeables a tal patología), sino que se asienta en un justo equilibrio entre legitimidad democrática y articulación efectiva de un sistema de contrapesos, que comporte no solo dotar de garantía orgánica de independencia o autonomía funcional a las estructuras institucionales, sino también proveerlas de perfiles personales en su composición que salvaguarden y hagan efectivos los principios de profesionalidad, imparcialidad e integridad en el desarrollo de sus atribuciones y en el funcionamiento de las instituciones como órganos de control, reguladores, de gobierno o de dirección pública. Todo ello adaptado al tipo y sentido de cada institución.
En efecto, no es lo mismo proveer de nombramientos para el Tribunal Constitucional, el CGPJ, la CNMC u otras autoridades independientes o para la alta Administración Pública; pues el rol institucional de cada órgano en el esquema de división de poderes y de control del poder es muy distinto, por lo que el peso de la discrecionalidad política (asentada en el principio de legitimidad democrática) juega en el marco de los contrapesos de la limitación del poder y, por tanto, debería ser decreciente conforme el papel de las instituciones fuera, por ejemplo, predominantemente de control y regulador, donde esas garantías deberían ser máximas; o consistiera en funciones de Gobierno de un poder del Estado (como es el Consejo General del Poder Judicial), donde esas garantías deberían ser también muy reforzadas con la finalidad de evitar la politización de la justicia, su dependencia del poder político y, por consiguiente, la puesta en duda de su actuación imparcial, atributo sobre el que se asienta la confianza ciudadana en ese poder del Estado; o, en fin, en la provisión de cargos directivos en la alta Administración, donde tales garantías deben estar presentes también, pudiendo estar combinadas (si bien no necesariamente) con un razonable margen de discrecionalidad, que solo debería desplegarse una vez acreditados tales perfiles profesionales (competencias) ante una autoridad independiente de nombramientos (como es el caso de la CRESAP, en Portugal) por quienes aspiran a esos niveles de responsabilidad. En España estamos a años luz de tales experiencias y algunos intentos (salvo en el mundo de la cultura) se han saldado con estrepitosos fracasos por el pésimo diseño procedimental y el manoseo político indecente (RTVE). Si el mérito no funciona y la designación pura política se impone, la captura de las instituciones por los partidos es un hecho inevitable, salvo que se rescate del baúl de la historia el mecanismo de elección por sorteo (Bernard Manin).
España como paradigma de un Estado clientelar de partidos
Lo cierto es que difícilmente puede actuar como contrapeso del poder (y, por tanto, de forma imparcial, profesional e íntegra) quienes amigo del Gobierno o de los partidos que le han promovido y que en no pocos casos ha sido colocado en las instituciones de control para actuar como correa de transmisión del partido que le propuso. Como expuso Pierre Rosanvallon en el que es probablemente el mejor libro para comprender el papel de los órganos de control en un sistema constitucional (La legitimidad democrática, 2010), “la imparcialidad es una cualidad y no un estatus”. Sin instituciones de control independientes e imparciales, pero sobre todo sin personas que las compongan que actúen bajo las premisas de la profesionalidad, imparcialidad, reflexividad e integridad, el sistema constitucional se aproximará cada vez más a una oligarquía constitucional; un régimen que echó raíces profundas en España y que denunció Joaquín Costa hace más de 120 años. ¿Ha cambiado algo desde entonces? No lo parece. España sigue anclada en ese oscuro pasado en el que, tal como se dijo, “el caciquismo (hoy clientelismo) no es (solo) un vicio del Gobierno; es una enfermedad del Estado (y de la sociedad)” (Altamira, Buylla, Posada y Sela; “Observaciones” al informe de Costa sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla II, Guara, 1982, pp. 81-82).
Tampoco parece de recibo que se pretendan utilizar las instituciones de control del poder, pervirtiendo su naturaleza y función, como medio de hacer oposición política partidista por vías paralelas cuando no se dispone de la mayoría, ya sea para bloquear esta (vetocracia), o ya sea en prevención de que el poder se pueda perder a corto o medio plazo con la finalidad de hacer la vida política más incómoda al gobernante de turno. Esa estrategia política chusca con efectos instantáneos o diferidos (practicada por doquier), comporta empujar a las instituciones al barro político. Por consiguiente, a la destrucción de su legitimidad institucional y condenarlas al desprecio ciudadano.
España no tiene ni ha tenido tradición democrática liberal en la aplicación efectiva del principio de separación de poderes. Y esa cultura no se adquiere en pocos años ni siquiera en pocas décadas, sino que se asienta con el gradual, equilibrado y correcto ejercicio del poder en el marco de los límites de la política institucional. Incumplir procedimientos daña seria y profundamente la credibilidad e imagen institucional; pero ofrecer un constante espectáculo de “reparto de cromos” entre el cártel de los partidos (Katz) también afecta gravemente a la confianza ciudadana y erosiona la democracia.
El hecho evidente es que España, con las profundas raíces de un histórico caciquismo hoy día mutado en clientelismo voraz, representa en estos momentos el vivo paradigma de lo que se puede calificar sin ambages como un Estado clientelar de partidos. El manoseo institucional, más o menos grosero, ha formado parte de la política española desde los primeros pasos del Estado Liberal y se ha practicado con empeño creciente desde 1978 a nuestros días, momento en el que el deterioro institucional amenaza ruina. La clave diferencial radica en que antes, por lo común, los nombramientos recaían sobre personas de cierto prestigio académico o profesional, mientras que en los últimos tiempos se buscan perfiles vicarios, fieles o férreos guardianes de la política del partido que se traslada sin rubor a esos espacios institucionales como prolongación de la política partidista. Hablar en este contexto de separación de poderes y de confianza ciudadana en sus instituciones, es una mera ficción de burdos ilusionistas políticos, en los que ya pocos creen. Y no es buena noticia, precisamente. Tampoco para ellos.
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