Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- No deja de asombrarme el sector público. Las modas también le afectan. Hace años llegó la fiebre de la transparencia, que causó fervor, y luego ha resultado en buena medida un solemne fiasco, útil para edulcorar discursos políticos y poquita cosa más. Luego entró de puntillas la rendición de cuentas, que nadie en verdad se ha creído, a pesar de jugar en algunos momentos a promover experimentos con gaseosa. Y en 2021, ha irrumpido en escena la integridad como política pública, aunque limitada a la gestión de los fondos europeos.
Las Administraciones Públicas de repente se han despertado a golpe de BOE a la evidencia de que un modelo de Buena Gobernanza tiene que descansar sobre todo en unas políticas sustantivas de integridad, pues sin ellas la arquitectura del buen gobierno o del gobierno abierto se convierte en un ejercicio fácil de cosmética política o de innovación barata. En efecto, cuando apenas nadie (ni la propia Administración General del Estado) lo preveía (salvo elípticas referencias en el Real Decreto-Ley 36/2020 y en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia), en pocos meses, tras la publicación de la Orden HFP 1030/2021, nos hemos caído del guindo y se ha descubierto la importancia que tiene lo que ahora se denomina enfáticamente como medidas antifraude (y que prefiero designar, siguiendo a la OCDE, como políticas de integridad pública), trasladando las exigencias del Derecho de la Unión Europea al ámbito de ejecución compartida de fondos europeos procedentes de los Presupuestos “comunitarios”, y que el Reglamento (UE) de disposiciones comunes de 1303/2013 y en 2018 el Reglamento Financiero, por no citar el manido Reglamento (UE) de Recuperación y Resiliencia, están plagados de referencias a tales cuestiones.
En verdad, todo esto viene de lejos. Poco se había reparado hasta ahora que en el “derecho constitucional” (originario) aparece recogido en diferentes pasajes del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea la obligación de los estados miembros de cooperar efectivamente en la aplicación del principio de buena gestión financiera y del principio de protección de los intereses financieros de la Unión. Además, el artículo 325 del TFUE lleva a cabo una “constitucionalización” de la política de prevención, detección y corrección del fraude y de la corrupción que obliga también a los estados miembros a adoptar todas las medidas que estén a su alcance para evitar la aparición de esas malas prácticas, infracciones o hechos delictivos en la gestión compartida de tales fondos europeos. Sería algo así como si la Constitución española se hiciera eco de las políticas de integridad en algunos de sus enunciados. No soñemos despiertos. Todo lo más que se ha hecho, en nuestro panorama normativo, es recoger en algunos casos, estatutariamente o en leyes administrativas, el principio de buen gobierno y de buena administración. De la retórica político-normativa no hemos pasado todavía, con muy pocos efectos prácticos.
Tampoco la Administración General del Estado se ha caracterizado precisamente por ser pionera en las políticas de integridad, aunque comenzó tímidamente a serlo cuando Jordi Sevilla, a la sazón ministro de Administraciones Públicas, impulsó un Código de Buen Gobierno (2005), una Ley de conflicto de intereses (2006) y un Estatuto Básico del Empleo Público (2007) que regulaba (con más voluntad que acierto) un código de conducta aplicable a los empleados públicos que, si bien pasó sin pena ni gloria, se recupera ahora como medio de decir a Bruselas (la Comisión) que también España tenía una vieja preocupación sobre los asuntos de ética pública. Algo que sinceramente, y salvo excepciones puntuales, ha sido siempre una mentira piadosa, como los informes del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa nos vienen recordando un año sí y otro también.
Para impulsar una política de integridad no solo basta regular en las leyes las incompatibilidades, los conflictos de intereses o las declaraciones de bienes y actividades (muy frecuentes en el ámbito de los cargos públicos), sino que se requiere poner en marcha de forma efectiva un sistema holístico de integridad institucional y un complejo arsenal de políticas de prevención y detección del fraude y de la corrupción (o si se prefiere de mejora de los estándares éticos o de las infraestructuras de integridad de la organización), que pasan también por estrategias formativas ambiciosas, por la vertebración de códigos éticos y de conducta dotados de marcos de integridad (Villoria e Izquierdo), así como por la articulación de sistemas de evaluación de riesgos frente a la integridad y por la existencia de canales internos de formulación de dilemas, quejas o denuncias (superada la fecha del 17 de diciembre de 2021 aún no se ha desarrollado ninguna ley que incorpore plenamente al derecho interno la Directiva 2019/1937 de protección del denunciante) o por el establecimiento de procedimientos efectivos de gestión de conflictos de intereses, entre otras muchas medidas.
Sorprende, en efecto, que quien aprueba normas reglamentarias exigiendo el cumplimiento de determinados estándares de integridad, aunque sean exclusivamente para la gestión de fondos europeos, sea precisamente quien adolece a día de hoy de unas carencias manifiestas y evidentes en ese ámbito. El Código de Buen Gobierno aprobado en 2005 fue sorprendentemente derogado (ya que no era una norma) por la Ley 3/2015. Desde entonces, la Administración General del Estado no dispone de código alguno aplicable a sus altos cargos. Lo del TREBEP (artículos 52 a 54) no pasa de ser un brindis al sol. El IV Plan de Gobierno Abierto sí que preveía incorporar herramientas éticas y, por tanto, una tímida política de integridad; pero lo fiaba –como en su momento advertí- muy largo en el tiempo. Y ahora aprieta en el zapato la piedra de la gestión de los fondos europeos. Se trata se hacer en tiempo récord lo que nada se ha hecho antes, pues con toda franqueza en la agenda política española los temas de integridad han estado desparecidos totalmente. Si ahora interesan algo y con la boca pequeña es únicamente porque la gestión de los fondos o la llegada de recursos vinculados con el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia depende en buena medida de que las Administraciones Públicas hagan manifestaciones de fe (ya veremos si eso luego se traslada a la práctica) de que llevarán a cabo políticas efectiva de integridad que vayan dirigidas a prevenir, detectar y corregir las irregularidades, el fraude, la corrupción y los conflictos de intereses en lo que a la gestión de los fondos se refiere y, por consiguiente, en la preservación o protección de los intereses financieros de la Unión. Nos lo exige Europa, y hay que cumplir. No queda otra. Qué sería de nosotros fuera de la UE. Mejor ni pensarlo.
El año 2022 será, así, el de la plétora de los planes de medidas antifraude. El año del “descubrimiento” de la importancia de la ética y de la integridad en la gestión pública. Bienvenida buena nueva, siempre que no se quede en un guiño formal para seguir haciendo lo de antaño. Por lo que se está viendo, desagraciadamente, lo que impera es cubrir el expediente. Se advierte una cierta desorientación en las Administraciones Públicas a la hora de articular unos exigidos y denominados Planes de medidas antifraude. Y ello es razonable, pues apenas nada de sabe de lo que es una política de integridad (dejemos de hablar, por favor, del pleonasmo de public compliance; que es otra cosa cuando de ser aplicado preceptivamente a las administraciones públicas respecta), y quien debe mostrar el camino o el liderazgo, como es la propia Administración General del Estado, muestra hasta ahora unas carencias evidentes y no es precisamente un modelo de buenas prácticas (a diferencia de alguna otra administración autonómica, foral o local que algo en ciertos casos, con diferencias notables, han avanzado).
Sin embargo, también la AGE tendrá que sumarse a tal acelerado empeño. No le queda otra y el tiempo se le acaba. Su proceso de “conversión a la fe” de la integridad deberá ser repentino, incluso hasta brusco, más que nada porque es quien (por voluntad propia) resulta responsable, lleva a cabo el seguimiento y control y además gestiona una parte importante de los fondos europeos, descansando en ella a través del Ministerio de Hacienda y Función Pública, la Autoridad Responsable y la Autoridad de Control en la gestión de tales fondos, que tendrán con el aliento en el cogote de la Comisión Europea, de la OLAF y la fiscalía europea, así como del Tribunal de Cuenta de la UE, y que velará especialmente porque esa ejecución de fondos europeos se lleve a cabo de conformidad con los principios de buena gestión financiera y de protección de los intereses financieros de la Unión, debiendo fortalecer sus mecanismos de integridad para evitar el uso irregular o fraudulento de tales recursos financieros. Ahí es nada. Y pasar de allí al todo sin escalas intermedias, vigilando que los demás tengan y apliquen lo que uno aún no dispone. Paradojas. Malo sería que precisamente la AGE saliera “mal en la foto” en lo que a la supervisión ética en la gestión de tales fondos se trate. Y esto no es solo para el actual PRTR, que luego vendrá el segundo Plan (derivado del préstamo del MRR), sino también para los fondos del Marco Financiero Plurianual 2021-2017. Por tanto, la gestión “íntegra” de los fondos se prolongará por una década y afectará a los distintos niveles de gobierno y a diferentes sectores. Si ello no mete la integridad en la agenda de nuestro sector público, nada ni nadie lo logrará. Siempre nos vienen de fuera “los deberes”, como alumnos remolones y mal aplicados que somos. También en esto.
Ciertamente, tales impulsos innovadores de esa incipiente y conversa política de integridad deberían provenir en primer lugar del propio Ministerio de HFP, aunque en verdad tendrían que articularse a través del lanzamiento de una política de integridad desde la Presidencia del Gobierno, que nada apunta a que vaya a ser así. Lo que desconcierta, según se lee en la prensa, es que algún ministerio pretenda hacer la guerra por su cuenta, y elaborar su propio “plan de compliance”. No sabemos si es para el departamento o para una entidad. Lo sensato, a veces incompatible con la dura y terca realidad, es que se haga un plan de medidas general o paraguas (de gobierno), y los distintos órganos gestores lo adapten a sus propias especificidades de gestión de los fondos según los proyectos que piloten en cada departamento o entidad.
Tal vez, por lo que respecta al gobierno central, el problema institucional de fondo radique en el bajo nivel orgánico, cuando no en la ubicación, que las políticas de Gobernanza tienen en la estructura ministerial del Gobierno. Al configurarse como una modesta Dirección General, la Gobernanza ha rebajado mucho su papel transversal en la construcción de una política de integridad que sea aplicada al conjunto de la propia AGE, hasta ahora muy limitada en su recorrido, y necesitada en estos momentos de un fuerte impulso político, y no solo directivo. El problema no se resuelve solo (aunque ayude y mucho) con perfiles profesionales potentes en la cobertura de tales responsabilidades, que los ha habido y que hoy en día se han reforzado sobradamente como el nombramiento de la actual titular de la Dirección General de Gobernanza confirma.
El problema, a mi juicio, es además de diseño institucional. La Gobernanza institucional, al igual que la transparencia y la rendición de cuentas, debería estar ubicada en Presidencia del Gobierno con un rango orgánico superior (Secretaría de Estado o Secretaría General), con una mirada transversal y facultades reales para hacerla efectiva. ¿Qué pinta la Gobernanza (una decisión del gobierno Rajoy) en una Secretaría de Estado de Función Pública adscrita al Ministerio de Hacienda? Bien es cierto que, como en la gestión de los fondos el papel del Ministerio de HFP es determinante, el protagonismo que a corto plazo tal estructura orgánica puede adquirir es capital. Quizás, hagamos de la necesidad virtud, la gestión de los fondos europeos sea la ventana de oportunidad para incorporar de una vez por todas las políticas de integridad a la agenda de la Administración General del Estado; pero para que ello se asiente falta mucho recorrido y medidas efectivas. Un buen Plan de Integridad de la AGE (en su conjunto) debiera caminar en esa dirección. El reto es mayúsculo, el potencial disgregador elevado y el músculo relativo (más aún si se dispersa), aunque el talento se haya identificado. Si la política quiere superar su propia miopía, debería invertir decididamente en integridad y en Gobernanza ética, aunque solo sea porque nos lo exige Europa. También de ella se aprende. Y mucho.
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