La universidad, por detrás de la tecnología, por Koldo Echebarria. Director General de ESADE Business & Law School
Hay dos puntos de intersección entre la educación superior y la tecnología que merecen una atención especial en este momento. Por un lado, la educación puede enriquecerse aplicando la tecnología en sus métodos de aprendizaje y, por otro lado, las nuevas tecnologías necesitan una intermediación educativa eficaz para crear capital humano y transferirse al sistema productivo. En ambos casos, el sistema educativo de nuestro país está perdiendo la carrera, con graves implicaciones en la erosión de la competitividad, pero también en el crecimiento de la desigualdad. Me referiré, en particular, a la educación universitaria, que ofrece un buen termómetro para medir estos desajustes.
El primer punto de intersección se refiere a la medida en que la tecnología es capaz de insertarse en el proceso de aprendizaje y hacerlo más efectivo, lo cual supone no solo formar a un mayor número de estudiantes, sino también incrementar la calidad del aprendizaje. Es sabido que una de las virtudes de la tecnología es crear nuevas abundancias, es decir, hacer accesible a muchos lo que antes era accesible solo a unos pocos. Hoy, por ejemplo, podemos disfrutar de clases gratuitas, impartidas por los mejores profesores del mundo a través de la red, o consultar un volumen ingente de materiales con valor educativo. La tecnología permite adaptar el ritmo del aprendizaje a las necesidades de cada estudiante, mediante materiales y ejercicios grabados o mediante el seguimiento a distancia, así como reproducir las clases, que se liberan de las limitaciones espaciotemporales del tradicional calendario presencial. Además, están surgiendo aplicaciones que permiten conocer la calidad del aprendizaje individual y colectivo, al proporcionar retroalimentación a los estudiantes sobre su adquisición efectiva de conocimientos y habilidades.
Mi observación, en este aspecto, coincide con la expresada por Kenneth Rogoff hace ya algunos años. La productividad del sistema universitario ha ido decayendo históricamente, al desentenderse de las posibilidades educativas que le ofrecen las nuevas tecnologías. El coste por alumno graduado en la universidad ha ido creciendo y se ha traspasado en su totalidad a los estudiantes y a sus familias, a través de unos precios más elevados, y al Estado, al asumir la financiación de la universidad pública. También ha aumentado el tiempo que los estudiantes dedican a la educación superior, al combinar grados y másteres que alargan sus estudios. Esta realidad convive en nuestro país con un porcentaje muy destacado de titulados subempleados conforme a su titulación, que la OCDE cifra en el 40% de los graduados.
La explicación desde la perspectiva de la economía política está en el desequilibrio del mercado universitario del lado de la oferta: los centros diseñan los programas para satisfacer unos requisitos de titulación. Las empresas y las demás organizaciones que reciben a los titulados no forman parte de este proceso. Y los estudiantes no tienen más remedio que aceptar estas condiciones si quieren graduarse. Incluso en un mercado universitario como el norteamericano, con una amplia oferta, esta no ha servido para contener los precios, porque toda ella está sujeta a los mismos requisitos, que son los que ejercen más presión sobre la necesidad de recursos, como el número de profesores o de horas de enseñanza. Un ejemplo de este desequilibrio ha sido, en España, el rechazo de la autoridad del sistema universitario a informar positivamente de los grados de tres años (muy comunes en otros países) sin que se haya evidenciado en modo alguno su falta de eficacia, que el Gobierno ha terminado por elevarlo a decreto.
El propio Rogoff se preguntaba si la pandemia no podría generar una aceleración tecnológica de la universidad que lograra reducir el coste de la educación sin perjudicar la calidad de la enseñanza. Las posibilidades están ahí y hay operadores que van innovando para crear universidades paralelas con unos modelos de aprendizaje disruptivos que no arrastren el legado de las viejas universidades. Destaca alguna experiencia singular, como la de Minerva, una universidad norteamericana que ha reducido los costes a menos de la mitad de la media, utilizando nuevos modelos pedagógicos que aprovechan las nuevas tecnologías; esto no ha sido incompatible con una mayor personalización de la experiencia educativa, ni tampoco ha limitado las expectativas profesionales de los titulados, cuyas primeras colocaciones han sido excelentes. Está por ver, sin embargo, si estas experiencias se generalizan y permiten que el sistema universitario gane accesibilidad, reduciendo costes, y logre una producción más flexible y, al mismo tiempo, de mayor calidad.
A lo que digo podría objetarse que la universidad cumple otros propósitos, más allá de la preparación de los estudiantes para el mercado de trabajo, como la investigación o la transferencia de conocimiento a la sociedad. Lo cierto es que la tecnología también permite hacer más productiva la creación y difusión del conocimiento, y combinar las tareas educativas con las propiamente investigadoras. Hay que estimular que los profesores presenten su investigación en el aula, en lugar de repetir conceptos básicos que los estudiantes pueden adquirir directamente, o en comunidades, con los materiales adecuados. Nuestra universidad abusa de las horas de clase, no necesariamente productivas, que contribuyen poco al aprendizaje de los estudiantes. Se ha demostrado que los estudiantes pueden aprender colectivamente de manera muy eficaz si están bien guiados y estructurados en su interacción, y si su trabajo recibe la oportuna retroalimentación.
El segundo punto de intersección es el que cruza la demanda de nuevos conocimientos y habilidades que se deriva de la adopción de las nuevas tecnologías con la oferta de enseñanzas universitarias que están ligadas a este fenómeno. Si la oferta no está alineada con la demanda, perderemos la oportunidad de acelerar la productividad de nuestras empresas, que retrasarán su adaptación tecnológica y, lo que es más importante, ampliaremos la brecha de ingresos entre quienes hayan recibido dicha educación y quienes no la hayan recibido, lo cual aumentará la desigualdad. Esta es la tesis que defienden Claudia Goldin y Laurence F. Katz en un libro muy documentado, The Race between Education and Technology, centrado en los Estados Unidos pero cuyas conclusiones, con muchos matices y con retraso en el tiempo, son relevantes para analizar el fenómeno en nuestro país.
Para examinar estos desajustes, no es suficiente considerar el número de titulados que salen de las universidades, sino también el de quienes disponen de conocimientos y habilidades relevantes para el proceso de incorporación de las nuevas tecnologías. Asistimos hoy a grandes desajustes entre los profesionales que las empresas necesitan y los graduados que salen de la universidad. Faltan conocimientos tecnológicos, tanto generales como específicos, y se echan en falta las habilidades de trabajo que permiten una inserción productiva en las empresas. Ambas cuestiones plantean en estos momentos, en España, importantes cuellos de botella. Se estima que una cuarta parte de las ofertas de trabajo en titulaciones técnicas no se puede cubrir y, mientras tanto, el número de plazas que la universidad ofrece en estas materias está por debajo de la media europea y son precisamente estas carreras las que registran un mayor porcentaje de abandono, próximo al 20%. Adicionalmente, las empresas echan en falta en los titulados habilidades blandas, fundamentales para su inserción productiva en los puestos de trabajo.
Estos puntos de intersección suponen un enorme desafío para el sistema universitario, difícil de superar desde sus actuales coordenadas políticas y económicas. El sistema requiere reformas profundas que afectan la educación que ofrece, la forma en que la ofrece y su ritmo de adaptación al cambio tecnológico y social. Hay aspectos que deben perdurar en la universidad, como es el foco en el conocimiento científico, tanto en su creación como en su transmisión y el valor de descubrirlo, o la apuesta por una educación que establezca las bases de una trayectoria profesional larga y cambiante. Pero dudo que estos desafíos puedan afrontarse simplemente asignando más recursos, como argumentan a menudo las propias universidades. Como ocurre en otros sectores, la innovación es la respuesta y, con ella, una mayor productividad de los recursos empleados.
Es un hecho que, ante los desajustes entre oferta y demanda, las organizaciones innovan para satisfacer las necesidades no cubiertas. La brecha actual entre la demanda y la oferta de capacidades tecnológicas va a impulsar la aparición de nuevos actores, fuera de los cauces universitarios. Basta recordar, por ejemplo, que durante décadas las titulaciones de MBA no fueron oficiales en nuestro país, pero las aulas se llenaban de estudiantes que sabían que las empresas las valoraban y eran una vía para mejorar sus perspectivas profesionales. Mi apuesta, en este caso, es que, si la universidad no es capaz de correr al ritmo de la tecnología, las empresas tecnológicas asumirán la intermediación educativa, creando sus propios mecanismos de validación, y ellas mismas reconocerán si encajan en sus necesidades. De hecho, esto ya está sucediendo hoy. De poco sirve levantar más murallas en torno a un castillo, si el tesoro que esconde ha perdido su valor.
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