“La comunicación digital elimina el encuentro personal, el rostro, la mirada, la presencia física. De ese modo, acelera la desaparición del otro” (Byung-Chul Han, No cosas. Quiebras del mundo de hoy, Taurus, 2021, p. 74)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Preliminar: una Administración Pública que está perdiendo su razón existencial
Nadie pone en duda que la omnipresencia de lo digital supone innumerables ventajas, también para la ciudadanía, pues hace la vida más fácil en ciertos casos y abre infinidad de posibilidades; pero también, en determinados contextos y depende cómo se aplique, puede empedrar el camino de dificultades y obstáculos. En esta entrada me referiré a este segundo aspecto; pues apóstoles de la digitalización hay infinitos, aunque voces críticas también comienzan a aparecer. Dicho de otra manera, digitalizar se puede hacer de muchos modos; esto es, bien, regular o mal. El sector público, depende qué nivel de gobierno o estructura se analice, agrupa todos esos calificativos. Hay buenas prácticas, y abundan las regulares e, incluso, las malas. A todas estas últimas (regulares y malas) me refiero en esta entrada.
El acelerado proceso de digitalización unido al contexto pandémico está provocando innumerables efectos silentes (o que aparentemente pasan desapercibidos) sobre el papel de las Administraciones Públicas en la sociedad actual, así como de forma también imperceptible afecta al deterioro permanente de la función existencial de su (tradicionalmente perezosa) burocracia. Este declive se observa sobre todo en un claro y flagrante abandono de las funciones típicas del sector público y, más concretamente, de la también siempre debatida atención/desatención ciudadana por parte de los poderes públicos, a pesar de la cohorte cada vez más numerosa de “servidores” (cargos públicos, directivos, asesores, funcionarios, empleados, etc.) que viven de nóminas públicas. Nunca hubo tantos y se atendió tan poco o tan mal a la ciudadanía. ¿Problema de organización? Sin duda. Pero esos temas tan prosaicos a nadie importan, menos a una política de contingencia.
Sobre estos problemas, primero en lo que afecta a la crisis Covid19 y después por lo que respecta a los retos de la digitalización en las Administraciones Públicas y a sus efectos sobre la atención ciudadana, tuve la ocasión de colaborar en sendos trabajos profesionales con la institución del Ararteko desarrollados en 2020 y 2021, respectivamente. El primero ofreció algunos argumentos para la aprobación ulterior de una Recomendación General 4/2020 (Ararteko Recomendación general 4-2021), que esa institución elaboró precisamente para poner de relieve los atropellos que en la era Covid19 estaban sufriendo determinados colectivos socialmente vulnerables y el resto de ciudadanos por la exigencia (no prevista normativamente) de entablar preceptivamente relaciones digitales y de cita previa (cuyo canal general de obtención también era por lo común digital) para poder relacionarse con las Administraciones Públicas vascas (pero también con el resto, incluida la Administración General del Estado; cuyos abusos en este campo han sido constantemente denunciados).
El segundo trabajo profesional relacionado con este tema consistió en un extenso (más de 500 páginas) Estudio-Informe del que algunas de sus consideraciones sirvieron para que la citada institución elaborara y editara el pasado mes de septiembre un documento titulado “Administración digital y relaciones con la ciudadanía. Su aplicación a las administraciones públicas vascas” (Ver: ARARTEKO ADMINISTRACION DIGITAL Y RELACIONES CON LA CIUDADANÍA). Este trabajo tenía un enfoque más amplio y superaba los estrechos márgenes del problema en la era Covid19, para adentrarse en las transformaciones que la digitalización estaba teniendo sobre la pérdida paulatina de la razón existencial de la Administración Pública y de su propia burocracia como era la creciente desatención ciudadana que capas cada vez más importantes de la población estaban padeciendo, como consecuencia de una digitalización mal entendida y peor aplicada (digitalizar no es hacer lo mismo que se hacía antes en papel, pero ahora por medios telemáticos para mayor comodidad de la organización y de sus empleados), que estaba incrementando la brecha digital y, sobre todo, haciendo cada vez más inaccesible o inalcanzable, que de todo hay, la Administración Pública a los propios ciudadanos. Allí, además, se contenían algunos análisis de prospectiva que hacían hincapié en que la cosa podía empeorar si no se adoptaban medidas paliativas con cierta urgencia y se reconducían los problemas ya incubados. Nada se está haciendo. La Administración y sus gobernantes, miran siempre para otro lado, en realidad a su ombligo interior (con marcada autocomplacencia) y nunca a su exterior (esto es, a las consecuencias sobre la ciudadanía).
La paradoja del Gobierno Abierto frente a una Administración cada vez más «cerrada» o inaccesible.
El hecho cierto es que, cuando enfáticamente no pocos niveles de gobierno y en innumerables congresos o jornadas se habla un día sí y otro también de las excelencias del Gobierno Abierto, y de las extraordinarias ventajas que ofrece la Administración Digital, la paradoja es que día a día en la dura realidad cotidiana ese archiconocido y divulgado por doquier Gobierno Abierto se muta vergonzantemente en una Administración que se está cerrando a cal y canto. Ya se sabe, como ya escribí en otro lugar, “Gobierno Abierto y Administración cerrada”. Siempre instalados en el reino de las mentiras, convenientemente disfrazadas y empaquetas en las redes sociales.
El atropello legal y aplicativo que representa la ya consagrada cita previa en cualquier tipo de trámite (incluso en la presentación de escritos en el Registro está a la orden del día: ¿Dónde quedan los plazos?), que no tiene ningún amparo normativo visible y lesiona cuando no impide el ejercicio de innumerables derechos propios de quien es interesado (o lo pretende ser) en un procedimiento administrativo (dejando en puramente retóricas e inaplicadas algunas de las previsiones existenciales de la Ley de Procedimiento administrativo común); ¿por qué se cierra de un portazo la Administración Pública al canal presencial?, obligando a recurrir a canales alternativos (la mayor parte digitales) para obtener (a veces mediante vías espurias) la ansiada cita previa para demandar siquiera sea información sobre los derechos de la ciudadanía, está a la orden del día. Si no vas con «el papel» de la cita los “servicios de seguridad privada” te cierran el acceso o, si consigues superar esas barreras, nadie te atenderá, por muy urgente que sea tu caso. Salvo que “alguien” te franquee el paso. Mejor no seguir por este lado.
Las redes sociales y los diarios digitales o de papel están desde hace tiempo plagados de reportajes y de testimonios de atropellos constantes y permanentes que nadie repara, porque a nadie le interesa: ni a los responsables políticos, ni a los propios funcionarios, ni tampoco a los sindicatos. Todos esos actores viven cómodamente la situación blindándose en que las reglas (¿qué reglas?) o criterios (¿con qué fundamento?) exigen que si usted quiere realizar un trámite deba pasar previamente por las horcas claudinas de la solicitud digital (¿pero no quedamos, según la vigente LPAC, que las personas físicas no obligadas a relacionarse electrónicamente con la Administración pueden ejercer su derecho de opción a hacerlo presencialmente o mediante papel?). La Covid19 y el teletrabajo han sido las excusas perfectas (“de mal pagador”) para blindar más aún las oficinas públicas, que se están convirtiendo de castillos infranqueables donde viven cómodamente políticos, directivos y funcionarios, aislados del mundanal ruido a través de «sus pantallas». La ciudadanía tiene derecho de acceso al bar (hoy día, casi generalizado, con certificado de vacunación), pero no a “su” Administración. Paradojas. Y si usted no tiene competencias digitales necesarias o recursos tecnológicos adecuados (no se olvide que en España más de veinte millones de ciudadanos carecen de competencias digitales básicas, según el índice DESI 2020), búsquese la vida; esto es, acuda a quien le ayude a hacer ese trámite, pague por ello (lo que hacemos muchos) o sencillamente jódase. Literal.
Calvarios personales y otras menudencias. Apostilla
No insistiré más. Como le ha sucedido a mucha gente, incluso ilustre o formada, como es el caso del magistrado José Ramón Chaves, también me he visto involucrado en la terrible madeja de la burocracia digital. Por razones que no vienen al caso, desde este verano que intenté en pleno mes de agosto obtener una serie de documentos de distintas Administraciones Públicas (tarea imposible en un mes donde todo el mundo está de vacaciones; y la administración a la que debía solicitar que los demandara a las demás daba por respuesta que, si lo hacía, lo cual es una obligación legal, el trámite podría tardar “varios meses”), y, tras explorar la vía electrónica infructuosamente, recurrí ingenuamente a vehicular las demandas por correo o por medio del canal telefónico (que tampoco nadie atendió tras innumerables e infructuosas llamadas), y hasta el día de hoy, mes de diciembre, me he dado reiteradamente de bruces innumerables veces con la arisca, despiadada, absurda en ocasiones, o despótica muchas veces, burocracia digital. Así las cosas, mi paciencia se ha visto totalmente desbordada. Pedí cita previa, que nadie me concedió: no había huecos en las próximas semanas e incluso meses (¿les suena?); llamé reiteradamente por teléfono, y nadie “descolgó” el aparato al otro lado; utilicé el correo electrónico (que nadie respondió). Y el tiempo pasaba. Es verdad que han sido casos contados (diría que decenas), pero significativos como muestra; pues están a la orden del día. También es cierto que, en otras muchas ocasiones, la cosa funcionó; pero las excepciones son muchas y generan a quien las sufre cuadros de ansiedad enormes y notable indefensión. No se pueden pasar por alto.
Desde otro ángulo, y en la esfera de mi actividad profesional, las dificultades burocrático-telemáticas también son cada vez más numerosas. La digitalización, más que facilitadora, hay veces que se convierte en una carrera interminable de obstáculos: la propia Administración electrónica se ha configurado generalmente (hay, sin duda, excepciones) como herramienta para garantizar “la pretendida eficacia endógena» de la propia Administración (así me lo confirmó lacónicamente un funcionario de Hacienda en una Jornada); pero sin pensar un ápice en el ciudadano (o, en mi caso, en el proveedor de servicios). Observo con desasosiego creciente que las Administraciones Públicas, por las cosas más nimias, te obligan a realizar un sinfín de trámites electrónicos, muchas veces -de justicia es destacarlo- relativamente sencillos de formalizar, pero que en algunos casos suponen cargas burocrático-administrativas intolerables y costes económicos diferidos o directos sobre lo que a veces debes facturar. Y no es broma: hay actividades formativas que, sinceramente, dada la cuantía de los honorarios y los trámites que comporta la gestión burocrático electrónica, merece mucho más la pena -como ya apuntó en su día el maestro, filósofo y pedagogo Gregorio Luri- declinar impartirla. Pero pedir a la burocracia digital que se ponga en el lugar del otro es como demandar peras al olmo. En efecto, hay muchas ocasiones en que te enfrentas con la sinrazón de que te piden hacer digitalmente lo que antes se hacía por papel (los mismos trámites, las mismas cosas, “porque siempre se ha hecho así”, y “así se seguirá haciendo”, en papel antaño, hoy “digitalmente”), y de ese modo te endosan trámites algunos altamente enojosos (aunque todo depende de qué sede electrónica “te reciba”, pues cada una es un mundo al que te tienes que habituar y familiarizar obligatoriamente, y más aún quien, como es mi caso, trabaja al año con decenas de administraciones; pero también cualquier ciudadano que se relacione electrónicamente con varias organizaciones públicas de ese panorama administrativo atomizado o cantonalizado, también digitalmente, que es España).
Detrás de la pantalla. Transformación aparente y “caspa” burocrático-digital en la España de siempre.
También los ciudadanos tenemos el derecho al pataleo y a decir las cosas altas y claras, sobre todo cuando una insoportable, tiránica y antipática burocracia digital se dedica sistemáticamente a hacerte la vida personal o profesional cuesta arriba (peor incluso que la burocracia tradicional, pues en muchas ocasiones nadie pone cara, oídos y ojos a tus demandas o quejas ni puedes identificar a quién a veces incluso sádicamente se dedica a complicarte la vida detrás de la fría pantalla) . Y luego a los vendedores de humo, que abundan por doquier, se les llena la boca de “administración abierta”, “simplificación de trámites”, “reducción de cargas”; “modernización administrativa”, “derechos digitales” y un sinfín de mentiras piadosas, que ya -salvo ellos y sus adláteres- muy pocos se creen.
En suma, si quiere usted sobrellevar la penitencia digital en sus relaciones con el sector público no le queda otra (quien pueda) que contratar servicios profesionales de alguien que te lleve esos asuntos o perder innumerables horas en los cada vez (no en todos los casos, ciertamente) más enojosos trámites digitales, pagando religiosamente tales prestaciones. Pero eso lo podemos hacer algunos, no el común de los mortales; menos aún quienes se mueven en entornos de vulnerabilidad o de brecha digital. De ellos me he acordado mucho últimamente, sobre todo tras escribir lo que escribí en su día y padecer después en mi carne la desidia y el abandono que implica embozarse en la tramitación electrónica y en las sacrosantas normas legales (aplicadas con un rigor formalista brutal o vulnerándolas, incluso, de forma sistemática en algunos casos, como en la cita previa) para justificar que las cosas se han de hacer así, “como se han hecho siempre” o “como ahora nos conviene”. Mientras tanto, quien ha de “servirte”, se esconde detrás de la pantalla. Y no se le ve. Ni se le oye. Tampoco se le escucha. Carece de ojos y de cara. También de empatía. Media a través de la pantalla. Solo existe virtualmente. ¿Será un robot? Si no lo es, no tardará en serlo. No se da cuenta el ingenuo funcionario, pero está cavando su propia fosa.
A modo de conclusión
Concluyo, estos últimos meses he tenido, en efecto, un sinfín de desencuentros y problemas con las modernas e innovadoras administraciones públicas españolas ya digitalizadas por exigencias normativas inapelables que se siguen rigiendo por interpretaciones rigoristas y formales del marco normativo en las que se escudaba la vieja burocracia, y que continúan aireando por doquier las clásicas trabas hoy día revestidas de ese manto “transformador” que es lo digital, que (en algunos casos) está empeorando cualitativamente la atención ciudadana hasta límites nunca conocidos. Además, lo grave es que tales incidencias las he tenido (como las tienen todos los ciudadanos) con la Administración central, con administraciones autonómicas y con entidades locales; esto es, nadie se libra de esta epidemia de desatención y abandono creciente hacia la ciudadanía.
¿Cómo las he resuelto? Algunas de tales incidencias las he podido resolver gracias a la amable atención -todo hay que decirlo- de algunos directivos (quien pueda llegar a ellos) o de funcionario probos y eficientes que aún se preocupan de la atención ciudadana siquiera sea mediada por la pantalla, en la mayor parte de los casos, sin embargo, he de confesar que lo he logrado pagando servicios profesionales externos (el método más efectivo, quien pueda hacerlo); otros elevando la voz, algo nunca muy agradable por cierto, o tirando de la ironía; y, en fin, ha habido casos en los que he optado (sí, confieso mi culpa) “por vías paralelas”, pero por pudor y vergüenza prefiero no hacer público cómo he conseguido lo que pretendía (los plazos se agotaban y los derechos o prestaciones a alcanzar se me esfumaban), pues tales “soluciones” hunden sus raíces en la España del favor que magistralmente describiera la literatura costumbrista del siglo XIX; todavía vigente desgraciadamente en sus usos y costumbres en esta tercera década del siglo XXI tan moderna y digitalizada.
Así las cosas, algo se está haciendo mal, muy mal, hay mucho autobombo y autocomplacencia en la política y en la administración pública en lo que a digitalización respecta, con una función pública cada vez más desprofesionalizada y marcada por ritos formales heredados que traslada al mundo digital las actuaciones esotéricas o absurdas en muchos casos del pasado, también tenemos un creciente (y no sí si recuperable) desapego existencial del sector público ante una desarmada ciudadanía, así como una evidente y manifiesta incomunicabilidad (la interoperabilidad sigue sin funcionar realmente de forma generalizada, a pesar de lo que digan las normas) entre las propias administraciones públicas. Como le gusta decir a este atento y fino jurista que es Diego Gómez, más que como ciudadanos nos están comenzando a tratar como súbditos (en este caso «digitales»), una clara involución. Todo este maltrecho cuadro abona el terreno para que, si no se pone pronto remedio, nada cambie, salvo a peor. ¿Esto es la manida y airada digitalización del sector público? Si es así, pronto comenzaremos a evocar el dicho de «virgencita, virgencita, que me quede como estoy». Digitalizar no es, ni puede ser, hacer desaparecer la atención presencial, cercana y humana, también empática, que la Administración debe siempre prestar a la ciudadanía, particularmente (aunque no solo) a la más vulnerable. Está en su ADN. Y si se elimina, se acabó lo público. Para siempre. Ni más ni menos.
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