sábado, 7 de noviembre de 2020

¿ Por qué profesionalizar la dirección pública ? *

 Una de las funciones principales del CEO de una organización es construir una cadena de liderazgo capaz de conducir a la excelencia”    (Juan L. Diego Casals, El arte de combinar, p. 177)

Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Nunca habíamos tenido tantos directivos públicos. Tendríamos que remontarnos mucho en el tiempo para identificar un momento en que, a pesar de tanta densidad directiva, el rendimiento institucional de nuestro sistema público haya sido peor. Disponemos, en efecto, de decenas de miles de directivos públicos que prestan sus servicios, siempre temporalmente o dependiendo de los ciclos políticos, en las Administraciones estatal, autonómica y local, así como en sus respectivos sectores públicos. Pero algo falla con estrépito. La nota que une a gobernantes y directivos es la de confianza política o personal de los primeros en los segundos. Si son del partido o partidos que gobiernan, mejor. Si no, que sean simpatizantes o amigos políticos. Lo importante es que acrediten lealtad política absoluta y sigan a pies juntillas el guión oficial del gobierno de turno. Cualquier conducta de autonomía funcional basada en criterios profesionales o alejamiento de la senda oficial, será de inmediato conjurada. La guillotina del cese siempre está afilada, en especial cuando la confianza desfallece o se deben pagar los platos rotos por algún desmán político que ha saltado a los medios. Los directivos públicos en España son prolongación del poder, a quien no deben contradecir y siempre han de seguir. Les va la existencia en ello.

Sólo la cultura patrimonial y la visión estrecha de una política de corto plazo puede justificar que con cada cambio de Gobierno o de ministros o consejeros se renueven los equipos directivos que, comienzan, así, a aprender sobre una hoja en blanco. Con costes elevadísimos. Más aun cuando la estructura gubernamental es elenfantiásica, pues los cargos directivos se multiplican, o cuando se renuevan gobiernos cambiando de sillas a buena parte de su personal directivo: lo mucho o poco que sabían han de reaprenderlo. Costes elevadísimos en tiempo, en políticas y en dinero. También en (peores) servicios a la ciudadanía.

Política vs gestión 

Y ello lo estamos comprobando en estos tiempos en que política y gestión andan reñidas. La primera no entiende que sin la segunda no es nada, y la segunda es la culpable universal de la impotencia de la primera. La crisis Covid19 ha puesto a las Administraciones Públicas contra las cuerdas y, a pesar de la proliferación de discursos autocomplacientes provenientes de la política o de la función pública, los resultados, con las excepciones debidas, son muy deficientes en términos de calidad de servicios públicos y de atención a la ciudadanía. ¿Qué parte de culpa tiene en ese deficitario funcionamiento el hecho de que España, en todos sus niveles de gobierno, no disponga de estructuras directivas profesionales? Mi tesis es que mucha. Las estructuras directivas de las Administraciones Públicas son espacios de prolongación e incluso de penetración de la política en las organizaciones públicas y, por tanto, ablandan los frenos del poder y pueden llegar incluso a torcer la profesionalidad e imparcialidad de unas débiles estructuras funcionariales que se refugian en la gestión vicarial y en la zona de confort para evitar cualquier confrontación con la política de la que siempre saldrán perdiendo. El poder no admite limitaciones, menos aún cuando estas no están institucionalizadas.

La dirección pública profesional es una institución que cumple un doble rol: servir eficientemente al Gobierno para realizar una mejor gestión pública de sus propios asuntos (por tanto, reforzar la política y la calidad de los servicios que se prestan); y, en paralelo, reducir los espacios de discrecionalidad política y reforzar la objetividad e imparcialidad creando un núcleo estratégico capaz de llevar a cabo una interlocución efectiva recíproca y de retroalimentación entre el Gobierno y la Administración (Política y Gestión). Al construirse sistemas públicos dicotómicos e incomunicados, resulta absolutamente imposible configurar en las organizaciones públicas cadenas de liderazgo, pues estas mimetizan el patrón político al limitarse su rol a la confianza y ser tales cargos directivos absolutamente inestables, dependientes de los vendavales políticos y del humor de los gobernantes.  

Por tanto, crear allí donde no existe un espacio de profesionalización de la función directiva en una organización, comporta de inmediato cambiar los equilibrios de poder. Si tenemos decenas de miles de directivos públicos que se nombran mediante sistemas de discrecionalidad absoluta o relativa por los gobiernos (que, hoy en día, conciben la alta dirección pública como bolsas de clientelismo político de los partidos) y queremos que tales directivos pasen a ser designados mediante criterios de profesionalidad, debemos ser conscientes que ese proceso implica una revolución organizativa que sólo un liderazgo político de primer nivel, fuerte, valiente y sostenido en el tiempo puede impulsar. Esto lo han hecho innumerables democracias avanzadas y algunos países en desarrollo, pero no España.

El modelo de dirección pública existente aquí pivota, por tanto, desde la politización intensiva propia del spoils system a la discrecionalidad absoluta o acotada de un spoils system de circuito cerrado (entre funcionarios). La variable profesionalidad no se mide, sólo se esgrime (curriculum vitae o credenciales, de mayor o menor verosimilitud, de quien es designado). Tampoco se mide la experiencia profesional ni se predice cómo ejercerá tal directivo el empeño profesional para el que será nombrado. Se le presume política o discrecionalmente que actuará de conformidad con la política. Lo demás no importa. O importa mucho menos.

La dirección pública, sin embargo, tiene connotaciones diferenciadas según de qué Administración se trate. La AGE asigna las funciones directivas superiores (altos cargos) principalmente entre funcionarios públicos, con excepciones tasadas. Los funcionarios públicos, así, se alinean, según el ámbito de influencia, en el “bando azul” o “bando rojo” (ahora también en el “bando morado”). Ese alineamiento marcará su existencia futura y “el turno (político-)directivo” para cubrir puestos de tal condición cuando manden los suyos. Son reglas no escritas marcadas con fuego en la política y que hasta la alta función pública respeta: procuran (aunque no siempre lo consigan, ejemplos hay de ello) no hacerse daño recíproco (al fin y a la postre “son compañeros”). Cada funcionario designado directivo, lo quiera o no, se incorpora para siempre a una familia política, con la consiguiente “pegatina” de colores puesta en la frente que le acompañará durante toda su vida profesional. Quien no tenga alineamiento ni simpatía conocida (o se mueva en un espacio de exquisita profesionalidad autónoma) está condenado de por vida al ostracismo más absoluto: no disfrutará nunca (salvo excepciones singulares) de las mieles del poder.

El modelo en las CCAA

En las Administraciones autonómicas la cuestión es más burda. Salvo algunos débiles criterios de profesionalización mal entendida en ciertos casos, la politización es allí extensiva. En algunos contextos no disponer de “carnet” de partido prácticamente te cierra cualquier posibilidad de ejercicio de funciones directivas. Cuando hay cambios políticos  constantes, la alta Administración se asemeja a una noria y las políticas quedan varadas en tierra de nadie. La página en blanco se abre con pesadez eterna. No hay memoria institucional, ni nada que se le precie. Si la estabilidad política es la regla, tampoco se está exento de tales problemas. Cambios de personas titulares de departamentos conllevan nuevos equipos directivos, aunque sean del mismo partido. Y vuelta a empezar. Mientras tanto, los problemas se acumulan y la vida sigue. Lo mismo pasa en las entidades del sector público, también en las estatales. Y, en el ámbito local, especialmente en los municipios de gran población y diputaciones provinciales, la función directiva tiene una honda penetración de la discrecionalidad política (aunque sea de nombramiento entre funcionarios) o allí donde se ha “profesionalizado” el proceso real, por lo común, ha sido una mentira piadosa.

Además, en la delimitación de la función directiva hay un problema de perímetro y de marco jurídico. El perímetro de la función directiva en las Administraciones Públicas debería alcanzar, como mínimo, a las direcciones generales, a las subdirecciones (o primera línea de responsabilidad directiva funcionarial) y a las direcciones de entidades del sector público. Y si así fuera, la siguiente cuestión es obvia: esos tres espacios directivos no disponen de marcos de regulación homogéneos. Las direcciones generales se regulan en leyes de Administración; las subdirecciones generales en la legislación organizativa y, sus modos de provisión, en la de función pública; mientras que en las direcciones de las entidades del sector público la diáspora (auto)normativa es absoluta. Sólo creando un Sistema de Alta Dirección Pública de la Administración y del Sector Público se puede enmendar ese déficit. Y ello requiere sustraer de la perversa noción de “altos cargos” a las direcciones generales, así como incorporar dentro de la noción de Alta Dirección Pública a las subdirecciones generales (o niveles técnico-directivos primarios de la función pública) y a las direcciones de las entidades del sector público. Sólo un marco normativo propio que defina orgánicamente y estatutariamente la Alta Dirección solventaría ese problema.

Definido el perímetro y el marco jurídico, el siguiente paso es organizativo. La Dirección Pública es organización y su existencia está pendiente, salvo las estructuras horizontales perennes, de las prioridades políticas que cada gobierno ponga en circulación. Los perfiles directivos deben disponer de monografías de puestos que identifiquen su naturaleza, dependencia, funciones y perfil competencial exigido para su desempeño. Una vez hecho este trabajo, hay que abrir procesos competitivos a los que concurran libremente candidatos (sea un proceso interno o abierto). Sin libre concurrencia no hay dirección profesional. Y, una vez abierto un proceso competitivo, cuya ejecución la debe llevar una instancia u organismo dotado de autonomía funcional y con garantía de imparcialidad efectiva, el siguiente mojón en el proceso requiere contrastar que las personas que compiten acreditan las competencias profesionales exigidas para predecir un buen desempeño directivo en ese área o sector. Si esto tampoco se hace, hablar de función directiva profesional es un pío deseo. Una vez cribados los candidatos idóneos puede haber margen de discrecionalidad en los nombramientos o se deberá designar al candidato mejor situado. El primer sistema, que admite márgenes de discrecionalidad política, es adecuado para sistema en transición desde un modelo de dirección pública politizado a otro de profesionalización gradual (Portugal). El segundo es propio de sistemas de profesionalidad directiva asentados (por ejemplo, Reino Unido, países anglosajones y nórdicos).

Hay, también, exigencias existenciales para que la función directiva trabaje por objetivos, sea evaluada y, por consiguiente, disponga de un sistema de premios y castigos en función de resultados, admitiéndose solo los ceses en los supuestos de que tales objetivos no se alcancen. Sin embargo, los contratos de gestión son una debilidad consustancial (por las dificultades que acarrean su correcto diseño y ejecución) de los modelos de transición directiva desde un modelo político a otro profesional; manteniendo su efectividad en los modelos profesionales asentados. Pero aun así, aunque no funcionen adecuadamente los sistema de control de gestión directiva, la profesionalización de esos niveles puede salvaguardarse con la exigencia, propia de los modelos de transición, de un sistema de nombramientos por períodos definidos que eviten los ceses discrecionales. Una función directiva que admite ceses discrecionales no es por definición profesional, sino politizada, por mucho que se adorne en el resto de las fases (algo que así se constata en las leyes de función pública de las diferentes CCAA que han desarrollado el EBEP, donde se ha incorporado el sistema de libre cese frente a los nombramientos en procesos competitivos). Eso falsea radicalmente el sistema. Y convierte en mentira el adjetivo “profesional”.

Concluyo: reservar los órganos directivos al libre cese y provisión del Gobierno de turno es politizar ese espacio de la alta Administración. Hacer esa reserva para su cobertura exclusiva o preferente por parte de altos funcionarios de forma discrecional es conjugar corporativismo y politización en la cobertura de tales puestos directivos. La profesionalización real de la dirección pública exige el nombramiento bajo criterios exclusivos de adecuación de las competencias profesionales de la persona al órgano o puesto directivo y el mantenimiento del ejercicio de sus funciones mientras se desempeñen adecuadamente en torno a los objetivos marcados. Hay, no obstante, un modelo de transición o de profesionalización relativa que exige acreditación previa de competencias, pero deja espacios, si bien limitados, a la discrecionalidad política, propio de países en transición. El riesgo que se corre en este último caso es que la profesionalización quede devorada por la política mediante artimañas o procesos de acreditación de competencias blandos o a través de la construcción de perfiles ad personam. Cuando está en juego el poder “de los nombramientos” y cambiar sus propios equilibrios (antes dominados absolutamente por criterios políticos), el espacio de profesionalización puede sufrir embates permanentes y durísimos que incluso pueden desdibujar su esencia. La única vía de impedir esto es institucionalizar adecuadamente el proceso y, sobre todo, disponer de un órgano de acreditación/selección que sea íntegro, objetivo, imparcial y evite todo contagio de los partidos políticos. Las personas que integren ese órgano son determinantes. Tarea difícil en un país en el que la política prácticamente ha depredado todos los órganos de control y regulación hasta acabar con su legalmente predicada “independencia”. Por eso, sólo un liderazgo político fortísimo y sostenido conseguirá cambiar las reglas de juego. Y hoy en día, con toda franqueza, no lo veo por ningún sitio. Me encantaría equivocarme.

(*) La presente entrada tiene como origen la participación en el II Congreso “Retos en la organización y gestión del personal al servicio de la Administración Pública”, organizado por el Instituto Andaluz de Administración Pública los días 5 y 6 de noviembre de 2020.  Agradezco al citado Instituto, personalizando en su Director, Juan Carlos González, la amable invitación para tomar parte en ese evento. 

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