Podrá decirse como Pirro: ‘Otra victoria como esta y estamos
perdidos” (J. Bentham, Tratado de los sofismas políticos, Leviatán,
Buenos Aires, 2012, p. 196)
“Una desavenencia siempre anuncia algo” (Alain, El
ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2016, p. 198).
Por Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- Desde hace algún tiempo, ya (casi) indefinido, la política
en este país es equivalente al ruido. La mayor parte de las veces ensordecedor,
siempre molesto. Nadie escucha a nadie. Las virtudes del silencio, ahora tan
aireadas, no han echado raíz alguna en la política ni en nuestra sociedad del
barullo. Ni siquiera en la ciudadanía que, ingenua e incultamente, espera, como
decía Valentí Puig, una “democracia providencialista”: algo nos caerá del cielo
del poder, siempre tan magnánimo.
Tampoco el periodismo (o lo que queda de él) se aleja del
ruido, sino todo lo contrario. Los medios no transmiten información, amplifican
el ruido. Las tertulias, lugares infestados de ignorantes, replican los
tambores del ruido. Los informativos multiplican el ruido ambiental. Los
programas televisivos o radiofónicos “de debate” (¡cómo se bastardean las
palabras!) alimentan que sus tertulianos vociferen y rematen al de enfrente.
Siempre alineados, unos a la derecha y otros a la izquierda. Puestos en escena
para lanzar invectivas y hacer ruido, mucho ruido. O, si no, aún casi peor, la
tertulia esgrime unanimidad de criterio. Viva el pluralismo, palabro en
decadencia. En algunos sitios hasta perseguido.
Ruido, sí, mucho ruido. Y confusión, cada vez más confusión.
Los desorientados de Maalouf eran gente muy centrada al lado de nuestra
evanescente y perdida ciudadanía. Eso sí, opinan constantemente en las redes,
si por opinar se entiende escupir o insultar al otro o, en el mejor de los
casos, aplaudir o adular, que siempre puede tener correspondencia. También se
utiliza la tribuna parlamentaria para esos menesteres. Del respeto en política
como valor existencial ni rastro.
Cuando no hay argumentos ni tampoco se razona, la sensatez
desaparece. Y la principal virtud, como es la serenidad, Epicuro dixit, se
pierde asimismo en el túnel del tiempo. La velocidad y la instantaneidad, el
afán de salir o estar virtualmente siempre y a todas horas, sea donde fuere, se
impone: presencia en las redes, culto a la imagen, aunque no haya nada que
decir y menos aún que hacer, algo esto último que ni se sabe lo que es. La
falta de serenidad representa desasosiego. Y eso nos conduce al abismo. Ruido,
mucho ruido. Lo de Calanda y sus tambores es un juego de niños comparado con la
política de este rincón insignificante del mundo, aunque algunos despistados
piensen que es el epicentro del universo.
Pasan los días, las semanas y los meses. Este país (que
crece –según dicen- en PIB y se hunde en idiocia colectiva y en orgullo
pueblerino) se está quedando atrás, en muchas cosas y algunas muy importantes:
falta clamorosamente calidad democrática, ciudadanía responsable, transparencia
efectiva, ausencia de corrupción y moralidad pública, meritocracia, educación,
innovación, competitividad empresarial, productividad, profesionalidad o mil
cosas más; a cada cual más importante. País orgulloso y soberbio que ya no
puede ni mirar a Portugal por encima del hombro: pues, hoy en día, nos dan
sopas con honda en no pocas cosas. País consumido por la corrupción, que todo
lo anega, especialmente los círculos próximos al poder, pero mientras tanto el
gobierno no se da por enterado y se pone de perfil. Ya no cuela. Conviene que
empecemos a darnos cuenta de la estafa. Pero no aprendemos, somos torpes alumnos
de un sistema democrático-institucional en proceso desguace, si nadie lo salva.
Mientras tanto el ruido no atempera, crece. Ya no va por
barrios, ni por partidos, tampoco por sindicatos, ni por territorios, ni
siquiera por familias ni reuniones de “amigos”, ni por manifestaciones
callejeras, pues anega todo (o casi todo). Quien habla prudentemente y con
criterio está condenado a ser completamente ignorado por pusilánime o muermo.
Si llevas un libro entre las manos y no un dispositivo móvil eres un extraterrestre.
Se estila el hooligan matón de barrio, tatuado mejor; de gimnasio;
más rufián que razonable. Si no haces ruido, si no muerdes, si no insultas, no
existes. Seas ciudadano, senador o diputado, o, en su caso, alcalde. Lo
importante es hacer el patán, sobresalir en la estupidez y en la
descalificación. Ser más grosero que nadie. Hay que estar omnipresente en las
redes sociales y, si se puede, aspirar a (ser eterno) vicepresidente con moción
de censura disruptiva incluida (son tiempos de “deconstrucción” hasta en la
cocina, también en la política de pantalla). En la vida pública, en el plató o
en el circo, hay que estar allí donde el ruido sirve de palanca hacia el éxito
fatuo. A golpe de clic. De ciento cuarenta caracteres. Si es de veinte mejor.
La gente cada día lee menos. Tantos caracteres marean, ya no se cuenta por
páginas. Hay muchos mensajes y poco tiempo, a pesar de ir por la vida siempre
cabizbajos y sin ver ni observar el entorno ni el paisaje (¿qué es eso?),
tampoco los rostros que nos cruzamos, pero que nunca miramos. Ya “ni el culo
del de delante”, como dice una amiga mía.
No existe nada alrededor: solo la pantalla. “Estamos –como
decía Alain- demasiado próximos a nosotros mismos, y no es fácil tener una
buena perspectiva de sí, una perspectiva que respete la verdadera proporción”.
Si eso lo dijo hace un siglo, qué diría ahora de nuestro pueril
ensimismamiento. En las redes hay un ruido insensible, pero efectivo; ruido
narcisista vestido de espejo. Machaca más que el tambor y, por supuesto, mucho
más que miles de decibelios. Si no lo aguantas, eres un blando. Pobre
personaje. Así nunca tendrás seguidores ni amigos. Qué poco han leído a
Plutarco los consumidores compulsivos de redes sociales, y sobre todo su
recomendable obra que se enuncia Sobre el inconveniente de tener muchos
amigos.
Bandas rivales
La política se ha transformado en lucha despiadada entre
agrupaciones de bandas rivales, hasta en los propios partidos, ahora en
descomposición. Alguno a las puertas de la batalla campal, que puede ser la
última, la penúltima o la antepenúltima. Otros, a la espera de entrar en guerra
y descuartizarse. Vuelven la purgas y las escisiones (en proceso). Los partido
viejos (solo los que están en el poder sobreviven temporalmente en falsa
armonía) se descomponen y los nuevos no se ensamblan: antes de solidificar, se
quiebran. Ayer amigos para siempre, hoy enemigos hasta la tumba. Todo es
efímero e impostado: amistades y odios, más en política. El poder cada día es
más insignificante, pero aún así todos lo buscan: se parece cada vez más a la
Universidad española, donde la gente se navajea por una insignificante beca o
una plaza de asociado y se traban odios africanos que nadie podrá enterrar; se
enemistan por las cosas más nimias: el vudú es una práctica inocua al lado de la
política española o de las rencillas académicas.
El legado mesetario y propio de una sociedad hundida en el
clientelismo decimonónico de un país enemigo del mérito que dice vivir en el
siglo XXI está plenamente afincado en todos los partidos, los de ámbito estatal
y los de espacios territoriales más acotados. Ninguno ha sabido romper el
molde, como dijeron Acemoglou y Robinson en su difundido (no se si leído) libro ¿Por
qué fracasan los países? Así, construyan lo que construyan nada mejorará
sustancialmente mientras el peso de las clientelas y de la corrupción sistémica
aplaste la política inteligente, que también la hay, aunque esté completamente
ausente en estos momentos. Como decía Alain, “la política no aburre cuando se
sabe su juego; pero hay que aprenderlo”. Aquí se juega a la política, pero nada
se aprende.
Quien no toca poder fenece. Fuera “de palacio” hace mucho
frío y nada que repartir, sin ello faltan “los amigos” (las clientelas, razón
de ser de viejos y nuevos partidos). Algunos piensan que pueden vivir de
limosnas, de hacer recados o ser botilleros de unos u otros: craso error,
tampoco sobrevivirán; aunque pongan cara de ángeles y de no romper un plato
(habrá que esperar cuando laven la vajilla). Y cuando el poder se acaba, llega
la disgregación. En España hay que tener “conseguidores”, sin ellos no eres
nadie: no “consigues” ni siquiera publicar un libro, nada te digo si pretendes
obtener un empleo.
Política líquida, por volver a Bauman. Nadie ha resaltado la
inteligente reflexión de Jeremy Bentham: “La pasión oscurece hasta la evidencia
misma”. También lo decía Alain, “temo a las pasiones mucho más que a los
intereses”. Y aquí pasión sobra a raudales. Se necesita mesura, ese difícil
pero necesario equilibrio entre ambos atributos al que se refería Weber. Aquí
los partidos no gobiernan, aunque ganen elecciones. Simple y llanamente porque,
en su práctica generalidad (alguna excepción hay), no saben gobernar. Reparten
prebendas y maquillan el entorno. Si están en la oposición solo saben (salvo
también excepciones) gritar y escupir al adversario, más bien enemigo, como
diría Schmitt. Lo sencillo es destruir o provocar votaciones sin fin,
llámeseles como se quiera. Gobernar es lo difícil, construir política también
es un proceso complejo: “gobernar o hacer” son verbos que no se conjugan. Como
dijera Raoul Frary, “la arena electoral es el terreno favorito de la
demagogia”. Este mismo autor añadía: “Vuestro público es infalible; decidle que
tiene razón”. Lo demás basta. Es suficiente con el ruido y con la búsqueda del
aplauso enfermizo, si bien volátil. Que nadie espere fidelidades en tiempos de
mudanza.
Y la política hoy en día es ruido y demagogia, imagen barata
y ausencia de discurso. No es espectáculo, es en gran medida basura. Ahora
algunos intentan resucitar a Debord, pero si estuviera en estos momentos entre
nosotros huiría al desierto. O volvería, triste epílogo, a poner de nuevo fin a
sus días. Espectáculo y basura son dos cosas muy distintas.
Que nadie se queje cuando ante la gravedad de las
circunstancias se pretenda echar mano de las cartas políticas para resolver los
estratosféricos problemas que todos estos años de anomia de soluciones
inteligentes nos han creado: hace mucho tiempo que la política se fue. Nadie
sabe dónde. No la busquen. Esta de vacaciones. Vinieron de recambio flamantes
funcionarios del Estado que de todo saben (o dicen saber, tras superar las
consabidas y periclitadas oposiciones) menos de política. Llegaron también
activistas multifunción o bisoños aspirantes a profesionales del ruedo y se
quedaron los políticos de siempre, los que aún sobreviven agarrados a un clavo
ardiendo, cada vez menos firme.
Así estamos, pendientes de que todo reviente. Eso sí,
cabreados con la política y con los políticos, ninguno consigo mismo o con los
suyos. Dos varas de medir. País singular, como recordaba en su libro Fatiga
o descuido de Estado también Valentí Puig: “Fíjense que denigramos la
codicia ajena, pero no la nuestra”. Todo dicho.
Y cierro este sombrío post, con las palabras de este
magnífico autor de cuidados ensayos, Ramón Andrés: “Siempre vamos a por la
rebanada más grande, aunque el de al lado se quede sin ella”. Hemos terminado,
por tanto, “en la ideologización de uno mismo”. Mimbres también difíciles para
hacer buena política. No echemos siempre balones fuera.
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