"Se calcula que el número de liberados sindicales del sector público era en 2012 de 10.000"
Carles Ramió. Blog EsPúblico.- El papel jugado durante las últimas décadas por los sindicatos españoles también tiene su impacto en la Administración pública. En principio se podría suponer que esta influencia debería haber sido positiva. Los dos grandes sindicatos, a los que hay que añadir los sindicatos corporativos de empleados públicos, parece que, además de su función de defensa de los derechos de los empleados públicos, tendrían que haber contribuido a una mayor calidad institucional de nuestros organismos públicos.
Al fin y al cabo, la Administración pública es un magnífico instrumento de defensa del bien común y del interés general. Es una institución de naturaleza progresista que, con independencia de la ideología que la gobierne, siempre tiende a un trato igualitario y a defender los derechos de los sectores más débiles de la sociedad. Por esto siempre he sostenido que la función de los sindicatos en la Administración pública es doble: por una parte la defensa de los empleados públicos y, por otra (y para mi más importante), la defensa e incentivación de unas administraciones públicas potentes que tengan la capacidad y fortaleza de atemperar la voracidad de los mercados por la vía de la regulación y el control y de disminuir las desigualdades sociales. Unas instituciones públicas fuertes y solventes tienen una correlación positiva directa con la calidad de vida de los ciudadanos.
Pero la realidad ha contestado en negativo este ingenuo axioma y los sindicatos, en la mayoría de los casos, se han convertido en su relación con la Administración pública en unas organizaciones extractivas y parasitarias. Han priorizado claramente sus intereses egoístas como organizaciones por encima de la defensa institucional del interés general e incluso de la defensa de los trabajadores. Han utilizado su posición de fuerza ante las administraciones públicas para debilitarlas, e incluso en ocasiones para extorsionarlas.
La Administración pública es débil ante la lógica de conflicto de los sindicatos ya que no posee patronal, ni a nivel simbólico ni a nivel profesional, para defender sus intereses. Los dirigentes políticos ni son, ni pueden ni quieren ser patronal. Se trata de una tensión y de un conflicto asimétrico ya que se produce entre un actor sindical que está muy profesionalizado en la negociación y en la gestión del conflicto, con una gran información transversal de todas las organizaciones públicas y con gran capacidad de movilización. Y, en frente, tiene a una supuesta patronal que no se siente como tal, que rehúye el conflicto con sus compañeros y que está asustada e intenta evitar al máximo el conflicto para que no se altere la calidad de los servicios y la paz social.
Su escasa contribución a la calidad democrática
Los sindicatos no han contribuido, salvo raras excepciones, a la mejora de nuestras administraciones públicas, a hacerlas más potentes y participativas (más abiertas a la sociedad), a frenar y denunciar los casos de corrupción política, a defender unos instrumentos que son de y para la ciudadanía (en su mayoría trabajadora). Tengo que reconocer que tampoco han tenido el objetivo explícito de debilitar ni de destruir a las administraciones públicas del país aunque muchos de sus objetivos y actuaciones egoístas y cortoplacistas han contribuido a debilitarlas y a fracturar los diques institucionales que podrían haber evitado buena parte de los casos de corrupción. Y esta contribución negativa pivota sobre dos ejes:
Un primer eje es que los sindicatos han percibido a la Administración pública como un actor cuya función principal es proveer de recursos y un mayor grado de confort a sus propias organizaciones. Los sindicatos reciben subvenciones públicas totalmente justificadas por el importante poder que juegan a nivel laboral y social. Pero a estas grandes subvenciones hay que añadir otras más indirectas y no tan justificadas desde la financiación de eventos diversos, reuniones, estudios, viajes difíciles de justificar, etc. Quizás el caso más evidente sea el de los liberados sindicales. Los sindicatos tienen una obsesión con los liberados sindicales no tanto para que ejerzan su función esencial de defensa de los trabajadores sino como un mecanismo de poseer, en el mejor de los casos, fuerza de trabajo para sus enormes burocracias internas y, en el peor de los casos, para mantener con criterios clientelares unos afiliados con un gran confort y calidad de vida.
10.000 liberados
Hay datos que sorprenden: en España se calcula que hay 4.200 liberados sindicales en el sector privado según la CEOE. Estos liberados sindicales surgen sobre una base laboral que supera los 11 millones de trabajadores por cuenta ajena. En este sentido es muy significativo que se calcula que el número de liberados sindicales del sector público era en 2012 de 10.000. Es decir, hay una inflación totalmente infundada de liberados sindicales en el sector público que implica una forma heterodoxa de subvención injustificada de las administraciones públicas hacia los sindicatos. Hay una dinámica del “compadreo” entre las élites políticas y las élites sindicales. En algunas administraciones públicas, esta complicidad de “intercambio de cromos” ha llegado a extremos inaceptables. En determinados ayuntamientos se ha llegado a un perverso pacto entre los políticos y los sindicalistas para hacer añicos al modelo meritocrático de acceso a la función pública. El pacto es el siguiente: los puestos más relevantes de la Administración (directivos y técnicos) los seleccionan libremente los políticos entre sus clientelas ampliando los puestos de eventuales y de libre designación. A cambio, los sindicatos pueden reclutar entre sus clientelas a los puestos más bajos
En un segundo eje, los sindicatos, en términos generales, han abocado la negociación de los convenios y los derechos de los trabajadores en el sector público a una dimensión mezquina y de vuelo gallináceo. Jamás se han preocupado, salvo excepciones, por fortalecer las instituciones públicas con sistemas de selección meritocráticos, con dotarla de una dirección pública profesional que evite la discrecionalidad y el clientelismo político, por mejorar la calidad de los servicios, las condiciones profesionales de los empleados públicos, etc. Su lucha y frente de negociación tampoco han sido usualmente las mejoras retributivas sino una peculiar forma de ver una mejora de las condiciones laborales por el embudo de más días y horas de asueto para los empleados públicos. Las negociaciones se suelen poner duras y tensas, aunque siempre acaba cediendo la “no patronal” de naturaleza política, cuando se exige ampliar los días de libre disposición (en la práctica más días de vacaciones conocidas popularmente como “moscosos” y “canosos”), por una visión muy laxa de una mayor conciliación de la vida profesional con la familiar y personal que siempre se canaliza por menos horas trabajadas.
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