«Los problemas insolubles de un régimen son a menudo la obra de sus élites» (Juan J. Linz, La quiebra de las democracias, Alianza, 2021, p. 159)
«Los buenos subordinados no se convierten en buenos dirigentes» (L.J. Peter y R. Hull, El principio de Peter, Plaza y Janes, 1985, p. 88)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Esta
entrada -rompiendo el estilo habitual de este Blog- tiene un sello personal,
por lo que diré después. La primera vez que publiqué un trabajo sobre la
procelosa cuestión de la Dirección Pública fue hace treinta años; se trataba de
un artículo editado en el número 32 de la Revista Vasca de Administración
Pública (RVAP
32 POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN RJA). La inquietud por este tema me provino al
analizar los avances que en otros contextos comparados se estaban produciendo
en relación con la profesionalización de los niveles directivos en sus
respectivas Administraciones Públicas y descubrir algo que con el paso del
tiempo ha ido in crescendo: el altísimo grado de ocupación política de la
Alta Administración en España en relación con la situación existente en otras
democracias avanzadas. Fruto de ello nació años después una monografía: Altos
cargos y directivos públicos. Un estudio sobre las relaciones entre política y
Administración en España (IVAP, 2ª edición ampliada 1998, 1ª en 1996), a
la que, por razones que no vienen al caso, tengo especial cariño; además está
dedicada, junto a mi hija que nació aquel año, a Francisco Tomás y Valiente,
asesinado vilmente cuando me encontraba ultimando el texto de ese libro en un
encierro en el Monasterio de Valvanera.
La
continuidad en el estudio de este objeto se concretó, ulteriormente, en la
publicación de dos monografías menores: Directivos Públicos (IVAP,
2006) y El personal directivo en la Administración Local (CEMICAL,
2011). Asimismo, vio la luz un libro escrito conjuntamente con los profesores
Manuel Villoria y Alberto Palomar, La Dirección Pública profesional en
España, donde exploro un nuevo enfoque del problema centrado exclusivamente en
el análisis de una institución (Dirección Pública Profesional) que encontraba
resistencias sinfín para ser implantada en nuestro sistema
político-administrativo. Ni qué decir tiene que a estas obras acompañaron un
buen número de artículos en Revistas especializadas y en obras colectivas,
algunas coordinadas por los profesores Luis Ortega y Miguel Sánchez Morón.
Lo cierto
es que, por agotamiento y parálisis del tema, a partir de 2011 fue un tema que
dejé de abordar monográficamente, salvo alguna incursión accidental para
satisfacer compromisos académicos o profesionales. Retomé el pulso al análisis
de la Dirección Pública a través de algunas entradas en el Blog personal
de La Mirada Institucional (búsquese por “Dirección Pública” o
“directivos públicos”), en las que me he ocupado de aspectos del problema desde
diferentes perspectivas, pero principalmente a través del enfoque institucional
u organizativo, de liderazgo y competencias directivas, y las menos de las
veces desde la perspectiva jurídica.
Y ese
abandono de la vía jurídica requiere una explicación. Tras más de
tres décadas dedicado intermitentemente al análisis de este nudo institucional
que nadie quiere o sabe muy bien cómo desatar, y tras inmiscuirme de nuevo en
una de mis aficiones diletantes como es el estudio de la Historia y de sus
instituciones (también de la historia de la función pública sobre la que hice
mi tesis hace más de treinta años), a lo que se une en estos últimos años el
proyecto aún no acabado (por motivos varios) de publicar una obra sobre Benito
Pérez Galdós y de su profunda mirada política y burocrática de la España
decimonónica (con el pesado legado institucional que nos ha sido transmitido),
así como tras releer las obras clásicas y leer las más recientes sobre los
partidos políticos y sus relaciones con el Estado, la conclusión a la que llego
es que España es un Estado clientelar de partidos en cuyo contexto es
prácticamente imposible que emerja y se asiente una Dirección Pública
Profesional como institución que cubra ese tercer espacio entre la Política y
la Administración.
Tan solo un
fuerte shock que mueva los cimientos del Estado sería capaz de sacar
a los partidos políticos actuales (todos, sin excepción) de esa lógica
clientelar que tiene como objetivo último ocupar la práctica totalidad de las
instituciones del Estado (también, por descontado, las de control y regulación
o de gobierno del poder judicial) y, asimismo, colonizar todo lo que sea
posible la Alta Administración del Estado, de las Comunidades Autónomas, de los
entes locales y de sus respectivas entidades que conforman el sector público;
no disponiendo además, como inteligentemente se ha dicho, de cantera de cuadros
directivos suficientes en sus nóminas partidistas para tales menesteres (Gómez
Yáñez y Navarro, 2019). Unos partidos, además, discutidos (precisamente por
esas malas prácticas) por buena parte de la ciudadanía, aunque imprescindibles para
que el sistema democrático de alternancia en el poder funcione, con una
militancia cada vez más encogida, donde la disidencia al dictado del partido se
convierte en herejía. La gran paradoja consiste –por cierto, muy bien
explicada por Mair, Ignazi y Katz- en que cuanto más débiles son los partidos
políticos de más poder disponen, pues su existencia depende en última instancia
de su permanencia en el poder y de las prebendas que les otorgan los
presupuestos públicos.
Quien
quiera explicaciones más detalladas sobre esta poliédrica cuestión puede acudir
a la lectura de este trabajo que se adjunta en PDF [1]. La tesis que empujó su
redacción es muy obvia: los marcos normativos existentes (de una debilidad y
precariedad manifiestas), así como las pautas institucionales que han explorado
esa figura de la Dirección Pública Profesional, están totalmente hipotecados
por un fuerte legado histórico marcado de patología que da continuidad al
caciquismo decimonónico, reconvertido ahora en clientelismo político voraz. A
esa lacra se le pretende contraponer, fruto de nuestra historia política
propia, primero, del Estado liberal doctrinario que se comenzó a pergeñar
durante el período isabelino (1843-1868) y se instaló durante el Sistema
Político de la Restauración (1875-1923) y, después, de los dos períodos
dictatoriales en la España del siglo XX que fueron el de Primo de Rivera
(1923-1930) y el de Franco (1939-1975), lo que al final de todo ese largo
proceso arraigó fue un fuerte corporativismo, cuya impronta sobre la
Administración Pública también ha sido determinante.
En ese
péndulo de tensión entre clientelismo político y corporativismo se mueve la
alta Administración en España. En esa dicotomía no parece caber ningún tercer
espacio (la Dirección Pública Profesional). En estos momentos, gana por
goleada la opción del clientelismo partidista, cuyos límites se amplían
constantemente, salvo en la Administración General del Estado donde, tras la
reforma de 1997 (LOFAGE), se impuso un sistema de clientelismo de sello
corporativo, una mixtura que divide a los miembros de los cuerpos de la alta
Administración en función de sus sensibilidades políticas (lo que permitirá que
sean libremente nombrados o designados por unos u otros) creando silos de
amigos/enemigos político-corporativos de notable incomunicación (a pesar de ser
“compañeros” de cuerpo; espíritu que siempre une, aunque no evita a veces
el cainismo). Pero nada está escrito, al menos en la AGE, pues puede retornar
la visión corporativa más pronto que tarde o equilibrar fuerzas.
En las
Administraciones territoriales, sean regiones, nacionalidades o las ahora
denominadas naciones, la impronta patológica clientelar es absolutamente
dominante (transformada en caciquismo territorial, como su esencia manda),
habiendo importado de forma acrítica y burda todo lo peor del modelo matriz.
Tan solo algunas timoratas leyes autonómicas de función pública han
pretendido limitar esa entrada de la politización descarnada al ámbito
profesional que, con mayor o menor intensidad según los casos, se ha vehiculado
siempre por medio de la “libre designación” (y el libre cese). Pero la amplia y
extensa figura hispánica de los «altos cargos», permanece intocable; pues no es
terreno regulador para las leyes de empleo público. En fin, poco o nada han
conseguido. No es fácil poner puertas al mar, menos aun cuando las olas están
empujadas por un tsunami político que cada vez soporta menos los
controles y los límites. Ni que se le tosa en el ejercicio de sus nombramientos
discrecionales. Nada de esto sucede en las democracias avanzadas de nuestro
entorno que tanto se invocan en estos días. En este tema, la política
clientelar esconde la cabeza debajo del ala; pues con las cosas de comer no se juega.
En el fondo, la escalada de corrupción que ha existido (y aún existe) en
nuestro entorno institucional público, también se explica en buena medida por
esta debilidad consustancial de las instituciones de control y de la alta
Administración para reorientar o reducir los impulsos a veces irracionales de
una política desenfrenada, que busca desactivar tales controles o convertirlos
en meramente formales. Lo explicó en términos contundentes Don Benito Pérez
Galdós: «Esto no tiene remedio por ahora, ni hay alquimista que de esta basura
haga oro puro». Pero debe quedar claro que, si no hay capacidades directivas
ejecutivas en el sector público, ni este país ni sus numerosas administraciones
públicas saldrán adelante. De ser así, volveremos una vez más a perder el tren
de la Historia.
LA
DP EN EL ESTADO CLIENTELAR DE PARTIDOS FINAL -1
[1] El PDF adjunto
contiene el texto de un artículo sobre la Dirección Pública en España
solicitado expresamente por los editores de una Revista, cuyo nombre no viene
al caso. Tras mutilar el trabajo inicial con el fin de que ajustara a los límites
en el número de palabras exigido (lo que implicó eliminar la parte histórica y
la parte comparada), y tras las dudas iniciales que manifesté a los editores de
que el texto por su enfoque tal vez no encajara en la Revista (de corte
jurídico), entregué el texto, pues era lo que me exigieron encarecidamente. Mis
dudas se confirmaron (uno ya es viejo y sabe de qué va todo esto). Sometido el
artículo a esa modalidad de “evaluadores ciegos”, se me emplazó a que,
antes de su edición, modificara -por exigencia de los evaluadores- algunos
extremos del trabajo incorporando citas expresas y un análisis de las distintas
leyes autonómicas que regulaban la (descafeinada) DPP y a la jurisprudencia del
Tribunal Supremo sobre libre designación y sobre nombramientos de Directores
Generales entre personal no funcionario; lo que alteraba radicalmente el
enfoque institucional que inspiraba al texto y, además, a mi juicio, nada
añadía realmente a sus tesis. Más discutible incluso me pareció la observación
de que en un epígrafe diferenciado o en el propio texto se delimitara el
concepto de “Estado clientelar de partidos”. Los términos lo dicen todo. No
requieren explicación adicional para un lector medio. Como no pretendía hacer
ninguna de las dos cosas, procedí a comunicar que no publicaría el
trabajo en tal Revista, pues tales exigencias rompían literalmente el encuadre
y finalidad del estudio. Y ahí quedó todo. Esta es la razón por la cual lo
difundo en paralelo, porque a pesar de las innumerables limitaciones
(jurídico formales y de otro tipo) que pueda tener a ojos de algunos, creo
pertinente que se conozca en sus propios términos, sin perjuicio de que le
buscaré mejor ubicación sea en un proyecto más amplio (libro) o publicado en
los mismos términos o con algunos cambios a través de otros medios. El lector,
si tiene interés y tiempo, sacará sus propias conclusiones.
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