“Creo que, si el despotismo se estableciera en las naciones democráticas contemporáneas, tendría otras características: sería más amplio y más benigno, y degradaría a los hombres sin atormentarlos” (Tocqueville, La Democracia en América, II)
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- Introducción. La relectura de los clásicos siempre enriquece. La obra de Alexis de Tocqueville ha sido objeto de múltiples análisis y de no pocas controversias. En esta entrada me interesa poner de relieve puntualmente algunas ideas de su pensamiento que tienen hondas conexiones con nuestra realidad actual, al margen del tiempo transcurrido; y, en especial, del uso del poder como máquina de repartir prebendas, que constituye –a juicio del autor francés- una manifestación (con otros muchos perfiles) de un nuevo despotismo de baja intensidad que degrada la libertad y las instituciones. Tocqueville nos muestra en algunos fragmentos de su obra una intuición fuera de lo común, que se adelanta en mucho a los tiempos. Y su aplicación a nuestra realidad político-institucional está fuera de toda duda, como de inmediato se podrá deducir. Ahorro cualquier referencia al presente, ya que el lector avezado las podrá deducir por sí mismo.
La (mala) política como puerta al nuevo despotismo
La política constitucional es objeto de su obra La Democracia en América (DA I) donde sienta las bases de un sistema institucional, a imagen y semejanza del modelo estadounidense, de checks and balances (sistema de pesos y contrapesos) en el control del poder. Las prevenciones contra la tiranía de la mayoría, ya presentes en la obra El Federalista, se dibujan con precisión en el texto del autor francés. De ello ya me ocupé en otro lugar (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones).
Pero, las ideas-fuerza sobre la política y los políticos se dispersan en toda su obra. En la Democracia en América II (DA II), hay innumerables referencias a esta cuestión. Por ejemplo, allí se contienen unas interesantes y premonitorias consideraciones sobre la ambición política en los sistemas democráticos, que se manifiesta, por ejemplo, en que los políticos “se preocupan menos por los intereses y juicios del futuro; el momento actual es lo único que les ocupa y absorbe”. No están para “monumentos duraderos”, ni tienen percepción de hacer historia, sino que “aman el éxito” inmediato, y “lo que desean ante todo es el poder”. La evolución o involución de un país como consecuencia de las decisiones o indecisiones de sus responsables políticos no escapa de la mirada de Tocqueville, y así afirma: “Estoy convencido de que también en las naciones democráticas el genio, el vicio o las virtudes de ciertos individuos retardan o precipitan el curso natural del destino de un pueblo”. Y más aún si estos son los gobernantes. Recomienda que el orador mediocre guarde silencio como “el más útil servicio que puede prestar a la cosa pública”. Nos advierte de la tendencia de los gobernantes a rodearse de gente mediocre: “Los hombres parecen más grandes cuanto más pequeños son los objetos que les rodean”. Y, en fin, nos pone alerta de uno de los errores que cometen los gobernantes con consecuencias dramáticas, que nos recuerdan algunos momentos de nuestra política reciente: “Una de las debilidades más comunes de la inteligencia humana, es la de querer conciliar principios contrarios y conseguir la paz a expensas de la lógica”.
Es, sin embargo, en su obra Recuerdos de la Revolución de 1848 en la que se despliegan análisis muy certeros sobre la política y los políticos. El contexto entonces mandaba (“creo que estamos durmiendo sobre un volcán”, decía el autor), y denunciaba la degradación de las costumbres públicas como antesala de los cambios políticos, concluyendo: la clase política que entonces gobernaba se había convertido, por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en incapaz e indigna de gobernar”. La “larga comedia parlamentaria” no aventuraba cosas buenas. En realidad, la política espectáculo y la vocación de vivir de la política ya se encontraban plenamente vigentes en el pensamiento de Tocqueville: “La verdad –lamentable verdad- es que el gusto por las funciones públicas y el deseo de vivir a costa de los impuestos no es, entre nosotros, una enfermedad exclusiva de un partido; es el grande y permanente achaque democrático de nuestra sociedad civil y de nuestra administración, es el mal secreto que ha corroído todos los poderes y corroerá también todos los nuevos”.
Tocqueville denuncia “la mendicidad política” y la colmena de “solicitantes” que se acercan al poder para ser receptores de dádivas, y lo entroniza como un mal que “es de todos los regímenes”, del que tampoco se libran los democráticos si no son capaces de controlar el ejercicio del poder. Y ya nos anticipa las posibles soluciones populistas (avant la lettre) como una manifestación del Legislativo o del Ejecutivo (hoy en día tan transitada). Así nos dice que “las asambleas son como niños: la ociosidad las induce a decir o a hacer muchas tonterías”. Y, en fin, de su experiencia ministerial nos deja algunas reflexiones que son auténticas joyas. Por ejemplo, “en política es preciso no olvidar jamás que el efecto de los acontecimientos debe medirse menos por lo que son en sí mismos que por las impresiones que producen”. Asimismo, adopta una resolución: “Comportarme cada día, mientras fuese ministro, como si tuviera que dejar de serlo al día siguiente, es decir, sin subordinar jamás a la necesidad de mantenerme la necesidad de continuar siendo yo mismo”. Pero, igualmente, sus advertencias o presunciones sobre Luis Napoleón, que al fin y a la postre pondría en jaque las libertades públicas con un uso autoritario del poder y de las instituciones: “El mundo –decía- es un extraño teatro; en él hay momentos en los que las peores piezas alcanzan los mejores triunfos”.
El nuevo despotismo o el despotismo “benigno”: los riesgos (iliberales) de la democracia
El despotismo representa un ejercicio arbitrario del poder o un uso torticero de las instituciones vigentes. El autor llama la atención sobre sus secuelas: “El despotismo, peligroso en todos los tiempos, resulta más temible en los democráticos». El individualismo y una igualdad mal entendida pueden ser motores de tal desviación. Utiliza, así, la expresión de despotismo benigno. Y para combatir tales males, “sólo hay un remedio eficaz: la libertad política”. Es en la DA II donde se recogen las reflexiones de mayor calado sobre este importante tema. También de forma premonitoria, Tocqueville expone lo siguiente: “Es de prever, pues, que el interés individual se irá convirtiendo cada vez más en el principal, si no en el único móvil de las acciones humanas”. La clave se halla en si la sociedad (trae entonces a colación la americana) opta por empujar la actividad económica, o, por el contrario, vive parásita del Estado.
Advierte el autor francés que en la sociedad continental europea “la primera idea que vienen a la mente es la de obtener un empleo público” (o unas prebendas desde el poder), pues con él la persona goza así “tranquilamente como de un patrimonio”. No tiene, ciertamente, Tocqueville un juicio muy positivo de las funciones públicas que, si bien necesarias, en no pocos casos resultan –a su juicio- improductivas. Es verdad que, en su extraordinaria obra El Antiguo Régimen y la Revolución ya expuso la impecable tesis de la continuidad de “la constitución administrativa” frente a los cambios de “la constitución política”, lo que implicaba que –incluso con cambios de personas- “el cuerpo (de la administración) quedaba intacto y vivo”. También allí denunció la aristocracia funcionarial, que se apropia de una “administración única y omnipotente”, cuya herencia secular provenía de la venalidad de los cargos públicos en el Antiguo Régimen y de sus estructuras administrativas elefantiásicas. Tal como expone el autor, “la mayor diferencia que existe en esta materia entre los tiempos que hablo y los nuestros (la obra está escrita a mediados del siglo XIX), es que entonces el gobierno vendía los puestos, mientras que hoy en día los da”. El clientelismo político derivado de esa “pasión, creciente. Ilimitada, desenfrenada por los empleos públicos” (recogida en su discurso ante la Asamblea, El deseo de los cargos públicos), no fue, por tanto, exclusivo de España, pero aquí echó hondas raíces. Hasta hoy. Ahí siguen. La desmoralización de la política, otra expresión afortunada de Tocqueville, explica muchas cosas que están pasando en nuestros días.
Pero dentro de esas expresiones del despotismo benigno, que tiene múltiples caras que ahora no pueden tratarse, conviene hacer hincapié en otra idea fuerza que se expone en la DA II, y que tiene que ver con el uso del poder político como adormidera y esterilizante del vigor de la ciudadanía, desactivando su potencial como actor político, una cuestión muy vinculada con el individualismo, el egoísmo y el papel de actor secundario o exclusivo receptor de servicios o prestaciones y ayudas. Papel secundario que se agudiza en la era digital. El problema tiene que ver con las posibles desviaciones o descompensaciones que se pueden mostrar en una sociedad cuando las demandas o “la ambición (de la ciudadanía) no tiene más campo que el de la administración” (ya presente entre nosotros en muchos territorios). En estos casos, el error consiste en pretender acallar siempre las necesidades o reivindicaciones como si los presupuestos públicos fueran infinitos. Lo cual, como es sabido, es radicalmente falso. El poder en estos casos con lo que se encuentra es con “una oposición permanente; pues su tarea consiste en satisfacer, con medios limitados, unos deseos que se multiplican sin límite”. Y la reflexión final de Tocqueville es sencillamente magistral: “Hay que convencerse que de todos los pueblos del mundo, el más difícil de contener y dirigir es un pueblo de solicitantes”. Siempre pedirán más y no entienden de límites, pues desde el poder no se les han puesto. Tomen nota nuestros magnánimos responsables públicos, sean del color que fueren. La política, la verdadera política, no consiste de distribuir subvenciones, cargos o empleos por doquier, ni menos aún en canalizarlos hacia “los nuestros”. Es tomar decisiones en las que se debe priorizar en función de las necesidades y de futuros estratégicos, que hoy en día a nadie al parecer importan. Alexis de Tocqueville sigue plenamente vigente. Aunque, quienes deberían hacerlo, apenas lo lean.
Adenda
En una reciente e interesante obra (Les meilleurs n’auront pas le pouvoir. Un enquête à partir d’Aristote, Pascal et Tocqueville, PUF, 2021), Adrien Louis introduce en el análisis de este último autor el concepto de republicanos absolutistas como aquellos que, con particular desprecio -de impronta rousseauniana– hacia la separación de poderes y al control de las instituciones, llevan a cabo además “reformas sobre reglas secundarias” (en términos aparentes) y que, sin embargo, son incapaces de configurar un “ejecutivo republicano ideal”; que no se caracterice tanto por “la extensión de su poder, sino más bien por la firmeza de su voluntad”.
Un gobierno no puede actuar como exclusiva máquina repartidora de nóminas, prestaciones, ayudas, subvenciones o empleos, con mirada a corto plazo (regar su pretendido huerto electoral), sino sobre todo debe intervenir como emprendedor efectivo (y no impulsado desde fuera) de las grandes reformas que requiere el país. La búsqueda del mejor gobierno, concluye el autor, no es el populista (aunque los tiempos manden), sino el que se enfrenta enérgicamente a los diferentes males y enormes desafíos, muchos de ellos de largo alcance, a los que debe hacer frente la sociedad. El mejor gobierno es, en fin, el que recibe la confianza de la ciudadanía, pero sobre todo aquel que es capaz “de organizar contra poderes eficaces y responsables”. Sin ellos, el fantasma del populismo (como también decía Rosanvallon, “de un pueblo-rey o de un rey-pueblo”, desmovilizado y receptor de prebendas exclusivamente) seguirá creciendo entre nosotros. Tal vez debemos ir olvidando que nos gobiernen los mejores (nada de eso será factible, como señala Louis), pero tampoco podemos aceptar ni menos aún resignarnos a que puedan gobernarnos los peores o los más mediocres. Al menos vigilémoslos de forma efectiva y que rindan cuentas. Hasta hoy, pío deseo.
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