Por Héctor Iglesias Sevillano.- IDL-UAM.- Un tema recurrente en el Derecho público continental europeo es la discusión sobre la naturaleza de los bienes de las Administraciones Públicas. Se trata de un debate verdaderamente clásico, que sin embargo no termina de llegar a un puerto concreto. Cabe preguntarse incluso si la contienda, básicamente intelectual y dogmática, tiene todavía hoy algún sentido práctico en general, y en el caso de las entidades locales en particular.
Una primera aproximación al problema podría consistir en dirigirnos a la legislación vigente para obtener una respuesta. Pero hay que advertir que el éxito de esta operación no está garantizado, porque el conjunto de normas disponibles en el ordenamiento jurídico español en materia de bienes públicos es verdaderamente disímil, procede de fuentes y tradiciones académicas diversas y se aplica a sectores que, entre sí, son difícilmente comparables. Aun así, si lo intentamos, tendremos que buscar primero el anclaje constitucional del Derecho español en materia de bienes públicos, y nos iríamos entonces al artículo 132 de la Constitución.
Sin embargo, esta operación inicial ya nos plantea los primeros problemas. Ha sido un enfoque muy típico en nuestro Derecho ver la teoría de los bienes públicos como un problema del Derecho administrativo, aislado de otros grandes conceptos constitucionales. El Derecho de los bienes públicos era más bien el de las aguas, las costas, los montes o los bienes comunales, por ejemplo. Una consecuencia de esta aproximación ha sido que, aunque los bienes públicos sí que han interesado a los civilistas -por fuerza, pues no en vano el Código Civil los regula en sus artículos 338 a 344- apenas han preocupado a los constitucionalistas. Y esto es un problema porque, en realidad, el artículo 132 CE no debe leerse aislado, sino en el marco del Título VII de la Constitución, que afirma versar sobre «Economía y Hacienda». Esta ubicación sistemática no ha sido hasta ahora suficiente como para reparar en una obviedad, y es que el artículo 132 es un evidente precepto de la Constitución económica. Para muestra, un botón: en una obra de referencia se afirma que en España, el orden constitucional económico viene configurado en una serie de normas entre las que encontramos derechos fundamentales (artículos 31, 33, 35, 38 CE), los principios rectores de la política social y económica (40, 45 CE) y otros principios constitucionales (128, 130, 131, 133, 134, 135 CE, inter alia) (ARAGÓN REYES, M. (2011): «Orden constitucional económico», en ARAGÓN REYES, M. (Dir.) y AGUADO RENEDO, C., Temas básicos de Derecho Constitucional. Tomo I, 2ª ed., Pamplona: Civitas, pp. 194-197). Pero, curiosamente, ni siquiera se menciona el artículo 132 CE. Esto no se debe a que el problema de los bienes públicos no revista importancia económica, sino a que el enfoque de estudio tradicional en esta materia ha centrado la cuestión en el régimen jurídico concreto de los bienes, y no tanto en su posición en el orden económico. Esto es importante porque, como veremos, la pregunta actual no es tanto cómo están regulados los bienes públicos en cada una de sus categorías y sectores, sino qué función cumplen en la actividad económica.
El descenso a la legislación en materia de bienes públicos es, al menos si queremos encontrar una teoría de los bienes públicos subyacente, todavía más descorazonador. En resumen, no existe tal teoría subyacente. Sí que existen corrientes doctrinales que influyen en la redacción de las normas. Así, en la legislación española de bienes públicos deberíamos referirnos en primer lugar a una norma que ya hemos citado, los preceptos del Código Civil en la materia, por supuesto, perfectamente vigentes. Pero la doctrina, desde la aprobación de esta norma, no ha llegado a un acuerdo sobre su significado. Por un lado, hay argumentos para entender que el codificador distingue de forma fundamental entre propiedad privada y dominio público, de manera que la primera es el derecho real que va a regular inmediatamente después (artículo 348 CC) y el segundo sería un título de intervención pública que limita el derecho real anterior, o como se decía en la época, un «dominio eminente». Esta tesis se denomina doctrinalmente funcionalista. Desde luego, el tono tajante del artículo 338 CC sugiere esta distinción, aunque tampoco la proclama. Más interesante es que los civilistas de la época siguieron este modelo: es muy famoso el caso de MANRESA, pero hay que recordar que también en Francia existió, hasta mediados del siglo XIX, una posición similar. El dominio público era percibido como un límite a la propiedad privada y, por tanto, se consideraba el ejercicio de un imperium que, como todo poder público, había que controlar. Además, esta separación de naturaleza entre dominio privado y dominio público justificaba a su vez la distinción entre las dos grandes categorías de bienes públicos, los de dominio público o demaniales, que serían aquellos sobre los que se proyectaba exclusivamente un poder público, y los de dominio privado del Estado o patrimoniales, que eran sencillamente una propiedad, como tal derecho real, en manos públicas. Esta distinción, presente ya en la Ley de Aguas de 1866, marcará la teoría de los bienes públicos.
Pero también en Francia surgió otra línea doctrinal que, a partir de una cierta jurisprudencia, entendió que el dominio público no se distinguía en su naturaleza del dominio privado, que era en suma un derecho de propiedad, sometido eso sí a una situación fáctica jurídicamente reconocida, la llamada afectación, que justificaba su régimen especial. Esta teoría, cuyo máximo exponente fue HAURIOU y que entró con fuerza en España en el primer tercio del siglo XX, estaba fuertemente vinculada a la teoría del servicio público. Esta segunda tesis se conoce como patrimonialista. El artículo 339 CC recoge ciertamente la influencia tardía francesa, cuando al definir el contenido del dominio público incluye los destinados al uso público y también aquellos que «pertenecen privativamente al Estado, sin ser de uso común, y están destinados a algún servicio público o al fomento de la riqueza nacional». Es verdad que la idea del dominio público como compuesto por dos grupos de bienes, unos tradicionales, a veces llamados «demanio natural» o «res communes omnium» destinados al uso público, y otros destinados a un servicio público, no es exclusiva del patrimonialismo. Como también es verdad que, como ya hemos dicho, teóricamente la doctrina española no recibe esta teoría hasta unos treinta años después de la aprobación del Código Civil. Pero no se puede negar que el hecho de que el codificador acepte que, al menos un amplio grupo de los bienes de dominio público, los destinados a un servicio público, «pertenecen privativamente al Estado», es un fuerte argumento para la teoría patrimonialista. Indudablemente, este modelo desdibuja, aunque no elimina, la distinción entre bienes demaniales y patrimoniales, pues todos serían objeto de propiedad.
Desde el principio, la tesis patrimonialista tuvo un encaje ambivalente. Por un lado, sugería que los bienes públicos eran todos ellos objetos apropiados, lo que podría suscitar que se les proyectaran las facultades y rasgos del derecho real de dominio. Pero la asunción de la tesis patrimonialista no implicó la flexibilización del régimen de los bienes públicos en general, lo que a su vez resultaba incoherente, porque los rasgos definitorios del dominio público, la inalienabilidad, la inembargabilidad y la imprescriptibilidad, desconfiguraban la pretendida propiedad hasta anularla. En otras palabras, ocultaban un auténtico ejercicio de poder público. Por eso se ha dicho certeramente que la teoría patrimonialista no niega la teoría funcionalista «sino que más bien la asume» (SAINZ MORENO, F. (2006): «Artículo 132: Dominio público, bienes comunales, Patrimonio del Estado y Patrimonio Nacional», en en ALZAGA VILLAAMIL, O., Comentarios a la Constitución Española. Tomo X – Artículos 128 a 142 de la Constitución Española de 1978, Madrid: Edersa, pp. 184-267, p. 189).
En fin, la legislación administrativa en materia de bienes públicos no ha dado una respuesta definitiva al debate sobre la naturaleza del dominio público, ni por tanto a la discusión sobre los bienes públicos en general. Así, algunas normas sectoriales de los años ochenta, especialmente, la Ley 29/1985, de 2 de agosto, de Aguas (actualmente Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Aguas) y especialmente la Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas, sugieren un enfoque funcionalista. Por contra, la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas, tiene un tono nítidamente patrimonialista desde su mismo título, pero su carácter de régimen general no permite afirmar que sea la palabra definitiva. Otras normas sectoriales sencillamente parecen temerosas del debate, y lo que es más importante, parecen querer evitar una derivada importante de ambas teorías, la idea de que los bienes públicos deben ser «protegidos» o «defendidos» de su explotación privada. Por ejemplo, un caso muy singular lo encontramos en la legislación de puertos de interés general, actualmente regulados en el Real Decreto Legislativo 2/2011, de 5 de septiembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante. En una norma de reforma anterior de este sector, la Ley 48/2003, de 26 de noviembre, de régimen económico y de prestación de servicios de los puertos de interés general, el legislador ya advirtió que «El proceso de liberalización, impulsado con ahínco desde la Unión Europea, consiste en una política económica que concibe al Estado, no como agente económico directo, sino como promotor, catalizador y garante de los derechos de propiedad y libertad de empresa, centrando sus funciones en el desarrollo de políticas que favorezcan la estabilidad, la libre competencia y el fomento de la inversión en los puertos, a través de fórmulas jurídicas que hagan atractiva la inversión de la iniciativa privada» y, significativamente, se separó de modelos anteriores, explicando que «mientras que la legislación de costas tiene como objetivo esencial recuperar el uso del litoral, por lo que se afirma la necesidad de garantizar el uso común general o uso público de las playas y costas, la finalidad esencial o primordial de los puertos es justamente realizar un conjunto de operaciones económicas complejas y de gran relevancia, que resultan en muchos casos incompatibles con el uso común general […] Este modelo está orientado a promover la participación del sector privado en la financiación y explotación de instalaciones portuarias y en la prestación de servicios a través del otorgamiento de concesiones y autorizaciones demaniales y de concesión de obra pública».
A pesar de que es correcto que los bienes públicos son de naturaleza muy diferente entre sí y que diferentes sectores pueden responder a diferentes modelos de explotación, lo cierto es que la tendencia parece ir en este último sentido. Lo importante ya no es tanto el régimen jurídico peculiar de cada bien público -que conocen los gestores interesados en el bien en concreto, a menudo cada uno con su alta capacitación técnica- como tomar como punto de partida el hecho de que el bien público, en general, también contribuye al desarrollo económico y ocupa una cierta posición en el mercado. Esta es la idea que parece encajar mejor con el modelo del llamado Estado regulador. Por eso ya no es tan importante la distinción clásica entre teorías funcionalistas y patrimonialistas del dominio público, como el enfoque más abstencionista o intervencionista que se les dé. Hoy sigue siendo relevante reconocer el poder público que sin duda subyace, en cualquier teoría, al poder demanial. Pero en cuanto a la antigua discusión, interesa más distinguir entre teorías intervencionistas de los bienes públicos y teorías abstencionistas.
Lógicamente, hay que descender, aunque sea brevemente, al ámbito local para entender cómo puede proyectarse esta evolución. La distinción tajante que traza el artículo 343 del Código Civil en los bienes de las provincias y los municipios entre los de uso público y los patrimoniales fue reconducida a la distinción entre bienes demaniales y patrimoniales en el siglo XX. Este proceso no estuvo exento de algunas transformaciones y así, por ejemplo, se consolidó la naturaleza demanial de los bienes comunales (actualmente, artículo 2.3 del Real Decreto 1372/1986, de 13 de junio, por el que se aprueba el Reglamento de Bienes de las Entidades Locales), que era discutible en los modelos históricos. Por otra parte, el artículo 74 del Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local, se refiere a los bienes demaniales de los municipios en los términos clásicos de uso y servicio público, lo que sigue sugiriendo una preeminencia de un modelo administrativista clásico, más intervencionista, en el que la participación privada en la explotación de estos bienes sería la excepción.
Lo cierto es que los bienes de las entidades locales no están al margen de los procesos de transformación del dominio público. Desde la teoría patrimonialista, que parece ser la más influyente en la doctrina de las últimas décadas, ha surgido la idea -también de origen francés- de la valorización, que implica la «rentabilización» del dominio público. Rentabilización significa aquí una operación económica puntual que, literalmente, permite obtener rentas de los bienes demaniales a las entidades locales, como tradicionalmente había sido posible con los bienes patrimoniales. Por ese motivo se afirma que, de los tres tipos de aprovechamiento de los bienes demaniales en el derecho español, el uso común, el uso especial y el uso privativo, la valorización o rentabilización sólo sería posible con los dos últimos, porque permiten a la entidad local obtener una contraprestación o el pago de una tasa (FERNÁNDEZ SCAGLIUSI, M. de los Á. (2015): El dominio público funcionalizado: la corriente de valorización, Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública, p. 127).
Aunque lo anterior es cierto, quizá el Estado regulador exigiría de una perspectiva más amplia. La valorización o rentabilización procede de la idea previa de que, en principio, el patrimonio demanial en general, y el local en particular, deberían quedar ajenos a la explotación económica privada, y rompen como una excepción en ese modelo. Pero, en realidad, es un hecho que los tres tipos de usos, común, especial o privativo, implican diferentes formas de explotación económica del bien. Aunque sorprenda, el uso común también es un tipo de uso económico, porque da acceso a un bien que, o es consumible, o da a su vez acceso a otros bienes públicos o privados. De esta manera, también los bienes de uso común contribuyen a la economía general y a la formación de un mercado. Como decía un autor clásico español, Lorenzo ARRAZOLA, los bienes de uso común permiten «abrir paso al comercio y al hombre». Se refería a las aguas fluviales navegables, pero en realidad la reflexión es extensible al dominio público de uso común en general: así, las playas dinamizan el turismo o las pistas de los aeropuertos permiten el tráfico aéreo, por no hablar de las mismas vías públicas, por ejemplo. Por eso quizá, para subrayar su función económica, cabría sustituir las discutibles denominaciones clásicas de dominio público «natural» o «res communes omnium» por el concepto de «bienes de tránsito», que serían aquellos bienes demaniales cuyo uso económico más eficiente es precisamente el uso común, siendo aquella circunstancia la que realmente justifica este uso.
Por otra parte, tampoco creemos que haya que ver los usos especiales o privativos sólo como potenciales fuentes de ingresos para las entidades locales, sino que sirven al propio funcionamiento de la economía. En suma, las entidades locales se enfrentan a un cambio de paradigma en el uso y explotación de sus bienes públicos -demaniales o patrimoniales-, que viene determinado por el propio desarrollo de la regulación económica. Los bienes públicos no son ya tanto bienes afectos a fines públicos que haya que «proteger», como bienes del orden constitucional económico cuya función en la economía verdaderamente justifica su carácter público y su tipo de uso. Así pues, la discusión entre modelos funcionalistas o patrimonialistas no es, en mi opinión, tan relevante ya para las entidades locales, como la idea de que el poder público que ejercitan sobre esos bienes debe estar justificado y debidamente sometido a control en virtud de la función que los bienes vinculados cumplen en la economía general.
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