«Mientras inauguramos instituciones de dudoso valor, destruimos en silencio las de probada eficacia»
Por Benito Arruñada. The Objective.- Solemos tratar de la separación de poderes del estado centrándonos en sus niveles superiores (Gobierno, Parlamento y Justicia), como la Justicia y el CGPJ. Sin embargo, la separación de poderes es un requisito para el buen funcionamiento de la democracia en todos los ámbitos del sector público, desde las cumbres del estado al más modesto de sus ayuntamientos.
Históricamente, se ha demostrado fundamental un cierto grado de separación de poderes de carácter administrativo, tanto para aportar conocimientos a los entes de menor tamaño como para contener su corrupción. Por ejemplo, los empleados municipales eran una pieza clave para manipular las elecciones durante la Restauración. Conviene por ello que cada ayuntamiento cuente con uno o varios funcionarios de carrera que no dependan del alcalde o de la corporación, sino que sean miembros de un cuerpo nacional. No resulta extraño, pues, que, como bien ha descrito el profesor Sosa Wagner, la consolidación durante la segunda parte del siglo XX de los cuerpos nacionales de secretarios, interventores y tesoreros municipales haya sido una de las claves que hizo posible reducir el caciquismo.
Estos funcionarios son el elemento esencial del conocimiento y la separación de poderes en el ámbito municipal. A menudo, concejales y alcaldes saben poco de las leyes que rigen el gobierno municipal, y no es raro que sucumban a la arbitrariedad, como ilustran multitud de casos. Secretarios, interventores y tesoreros aportan los conocimientos necesarios y, dado que ni su puesto ni su carrera dependen de las corporaciones a las que sirven, su actuación favorece que las decisiones municipales sean imparciales, y respeten los derechos de los ciudadanos y las minorías. Entre sus muchas funciones, figuran las de controlar el urbanismo, vigilar las salidas y entradas de activos del patrimonio municipal, asegurar que los contratos respeten las leyes, y fiscalizar gastos, pagos y subvenciones.
Estos funcionarios han de superar unas oposiciones libres y un curso selectivo, lo que asegura su capacitación técnica; y se integran en un cuerpo nacional, lo que contribuye a su independencia respecto a los poderes fácticos locales, y los convierte potencialmente en un contrapoder a los alcaldes, que están a menudo rodeados de empleados en exceso obedientes.
Su posición se ha deteriorado desde que la Ley de régimen local de 1985 minó sus bases organizativas al otorgar excesiva discrecionalidad a alcaldes y corporaciones. La sucesión de malas prácticas ha incluido el cubrir vacantes con interinos elegidos mediante concursos manipulados, no sacar a concurso esas plazas vacantes cubiertas por interinos o incluso coaccionar al funcionario de carrera que osaba cubrirlas, todo ello unido a la negativa de los dos grandes partidos que han gobernado desde 1982 a convocar plazas de oposición en número suficiente para cubrir todas las vacantes.
De forma subrepticia, el Gobierno está ahora dando la puntilla a este contrapeso de la discrecionalidad municipal. En la Ley de Presupuestos Generales del Estado ya escondió una disposición final por la que transfirió al País Vasco las competencias relativas a estos funcionarios. Ahora, la oferta de empleo público que pretende estabilizar el empleo temporal en la Administración General del Estado, oferta 807 plazas de funcionarios locales con habilitación de carácter nacional para los interinos que las han venido ocupando durante los últimos años. No han de superar una oposición, sino que, amén de una prueba teórica que apenas sirve de excusa legal, les bastará con acreditar su experiencia, adquirida ésta en muchos casos tras un nombramiento sujeto a escaso control. Además, no sólo acceden a la carrera, sino que entran de forma automática en sus escalones más altos; y lo hacen, de hecho, por mera fidelidad a quienes los contrataron.
Da idea de la economía política detrás de estas reformas el hecho de que sólo cinco diputados se opusieron a la aprobación de la Ley 20/21 que da pie a estas medidas, ley que se nos presenta con un objetivo tan benigno como el de «reducir la temporalidad en el empleo público». Votaron a su favor los partidos que apoyan al Gobierno, pero también contó con la abstención del PP, Vox y Ciudadanos; y ninguno de los partidos y órganos legitimados para instar recurso de inconstitucionalidad lo ha hecho, pese a las dudas sustanciales que dicha ley suscita a este respecto.
Da toda la impresión de que, a la hora de la verdad, a ningún partido le interesa defender la independencia de los funcionarios; quizá porque la mayoría de los ciudadanos y de los creadores de opinión no percibe la gravedad del asunto. Por tanto, no son los políticos los únicos responsables. El regeneracionismo patrio parlotea mucho sobre la necesidad de dotarnos de nuevas y costosas instituciones de dudosa eficacia, como los reguladores independientes. Sin embargo, permanece en silencio ante la demolición de instituciones de coste mínimo y eficacia probada, como es la separación de poderes que proporciona el cuerpo nacional de secretarios municipales. Observe que este cuerpo fue creado en 1924 por el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo, pero sólo se consolida, lentamente, tras las leyes de 1935 y 1945. Contiene así esta historia dos lecciones capitales: se tarda un siglo en crear una institución funcional, pero bastan unos pocos años para desmantelarla. Sobre todo, cuando la intelligentsia, en vez de atender a la realidad, persigue fuegos fatuos.
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