Ver entrada anterior sobre el mismo asunto. «La reforma administrativa para la gestión de los fondos europeos. ¿A la segunda la vencida? (I)»
Por Carles Ramió. EsPúblico blog -Hay dos novedades que me han llamado especialmente la atención del Real Decreto-Ley 36/2020 de medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Por una parte, la recuperación por parte de la AGE de las agencias reguladoras y, por otra parte, la reactivación de las colaboraciones público-privadas de la mano de los proyectos estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica (PERTE).
Sabido es que las instituciones tienen una memoria de pez y, por tanto, son capaces de tropezar innumerables veces sobre la misma piedra. Esta reflexión viene a colación por la reactivación de las agencias ejecutivas y de las colaboraciones público privadas.
El modelo anglosajón de agencias ejecutivas con capacidad de autonomía, altamente profesionalizadas y con una relación con el principal (ministerios) mediante un contrato programa o un contrato de gestión fue una iniciativa impulsada por el primer gobierno Zapatero y por el ministro del sector Jordi Sevilla (uno de los dos únicos ministros durante el periodo democrático realmente reformistas en materia de gestión pública junto con Joaquín Almunia). Esta iniciativa se encarnó mediante la Ley 28/2006 de Agencias Estatales para la mejora de los servicios públicos. Esta Ley supuso un gran fracaso y fue abolida por la Ley 40/2015 que establece un nuevo ordenamiento del sector público que supone la extinción de las Agencias Estatales. En la exposición de motivos de esta última Ley argumentaba que la reforma para instaurar la Agencia como nuevo modelo de ente público nació con una eficacia limitada, y que después de unos años de vigencia, su desarrollo posterior ha sido muy limitado, con unas medidas de control de gasto público que han neutralizado la pretensión de dotar a las agencias de mayor autonomía financiera. Yo conocía bien la finada Ley de Agencias de 2006 ya que participé como miembro del grupo de expertos que contribuyó en su elaboración y creo que estoy al tanto de los motivos reales de su fracaso. El problema de esta Ley no fueron las medias de control del gasto público sino que el modelo de agencias estaba solo diseñado a medias. El sistema de agencias se asienta sobre dos elementos: la agencia (que debe ser autónoma, con cierta independencia del poder político, profesionalizada y con una naturaleza meramente ejecutiva) y el principal (en este caso los ministerios que deben planificar, decidir, controlar y evaluar lo que ejecutan las agencias mediante un contrato programa, o según anunciaba esta ley, un contrato de gestión). El problema de fondo de esta Ley es que se preocupó por el primer elemento (autonomía y flexibilidad de las agencias) y se despreocupó totalmente de potenciar al principal en su función planificadora, decisora y controladora. El resultado fue que, desde el principio, se detectó que las primeras agencias implantadas no eran meramente ejecutoras sino también decisoras de las políticas y se escapaban al control de los ministerios. Además, con el argumento de robustecer su musculatura gerencial y profesional, incrementaron de manera desproporcionada las tablas salariales y el modelo se hizo económicamente insostenible. Por tanto, el aprendizaje debería ser que un buen modelo de agencias no discurre solo en mejorar las capacidades institucionales y organizativas de las agencias sino también las de los ministerios que deben ejercer la función del principal.
Colaboración público-privada
Por otra parte, el contrato de colaboración entre el sector público y el sector privado fue una de las principales novedades introducidas por la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público, recogido después en el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público, aprobado por el Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, si bien, y debido a su escasa utilización práctica, el legislador habría apostado por su eliminación en el ámbito de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014. Por tanto la novedad y regulación específica de las colaboraciones público-privadas de la Ley 20/2007 también fue un enorme fracaso en este caso por la ingente complejidad formal y material que suponía poder impulsar una colaboración público-.privada. De todas las administraciones públicas del país solo hubo poco más de 50 experiencias que se acogieron a esta Ley y solo aproximadamente la mitad lograron culminar con éxito estos tipos de colaboración. Por tanto, la capacidad que tuvo esta Ley para promover y experimentar experiencias de colaboración público privada fue totalmente anecdótica y otro gran fracaso del que tendríamos que aprender. Desconozco si el actual y también complejo entramado jurídico va a ser suficientemente útil para fomentar con garantías este tipo de colaboraciones que son imprescindibles para la reconstrucción económica y social del país.
Por tanto, mi primera propuesta es no solo mirar el frontal del parabrisas institucional para ir driblando la coyuntura económica y social (por ejemplo aprovechar las ayudas europeas u otros estímulos contingentes) sino también atender al retrovisor para aprender de los errores pasados (y bastante recientes) en algunas iniciativas potentes y certeras que ahora se intentan recuperar.
«La reforma administrativa para la gestión de los fondos europeos. ¿A la segunda la vencida? (I)»
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