domingo, 28 de febrero de 2021

Agenda Pública: Meritocracia y desigualdad

"Los defensores incondicionales de la meritocracia raras veces reparan en el hecho de que la desigualdad puede pasar factura a un sistema meritocrático"

Por Pau Mari-Klose.- Agenda Pública blog.- concepto de meritocracia goza de buena prensa; sorprendentemente, puesto que fue concebido a mediados del siglo XX para describir un estado distópico. Pero hoy en día, ponerle peros a la meritocracia granjea enseguida miradas de incomprensión, cuando no de suspicacia e indignación. Son sentimientos que ha despertado en muchos el último libro de Michael Sandel, que, lejos de ser un peligroso revolucionario, es un filósofo que enseña en Harvard a estudiantes privilegiados y pasa por ser, políticamente, un intelectual de credenciales ideológicas más bien moderadas

Sandel no sólo constata, como muchos otros intelectuales antes que él, que el sistema meritocrático no produce los resultados que proclama el ideal, debido a su aplicación inevitablemente limitada o defectuosa. Su libro recupera críticas feroces de Michael Young cuando, en 1958, abordaba la denuncia del sistema meritocrático en The Rise of Meritocracy: la puesta en marcha de sus engranajes desata procesos colaterales que abortan la posibilidad de una materialización del ideal y conducen a niveles elevados de humillación y resentimiento social.

El sistema meritocrático aspira a sustituir la aristocracia del nacimiento y la riqueza por una aristocracia del talento, reclutada en todos los estratos de la sociedad civil. Así la han definido históricamente sus propios proponentes, confiando en la indubitada nobleza de este propósito. Es decir, el sistema meritocrático instala en puestos de mayor estatus y poder a personas que lo merecen por su talento o su esfuerzo, en lugar de hacerlo por heredar un trono, una gran patrimonio o buenas relaciones sociales. Poco o nada dice sobre la brecha socioeconómica resultante entre la aristocracia del talento y el resto de la sociedad. El sistema meritocrático podría, en principio, situar en la cúspide de un país o una organización a una persona que, por ejemplo, recibe un salario 1.000 veces superior al del ciudadano o empleado que menos ingresa, o a una persona que lo hace gratuitamente, simplemente por el honor que supone servir a su país. Es raro que suceda lo segundo. Habitualmente, la meritocracia viene de la mano de un sistema de recompensas que abre brechas sociales.

Los defensores incondicionales de la meritocracia raras veces reparan en el hecho de que la desigualdad puede pasar factura a un sistema meritocrático. Alguien puede creer, ingenuamente, que una sociedad puede ser muy desigual y seguir asegurando la promoción meritocrática de las personas a posiciones mejor recompensadas, preservando el derecho de todos a competir por ellas. Pero la evidencia empírica tiende a desmentirlo. Como revela un volumen ingente de investigación, las sociedades más desiguales suelen dificultar más la igualdad de oportunidades.

Son distintos los mecanismos que se activan para perturbar la promoción por talento y esfuerzo. No me puedo referir a todos, pero Abraham Lincoln tenía razón cuando decía que los seres humanos nacen iguales y ésta es la última vez que lo son. Haber nacido en un país rico o pobre, en una familia acomodada o en situación de privación tiene implicaciones enormes para la vida de las personas. El azar (a través del nacimiento) marca, en buena medida, el destino de las personas, su salud, su progreso cognitivo, sus itinerarios educativos, laborales; en definitiva, sus oportunidades vitales.

Ningún sistema institucional conocido ha hecho posible la competición meritocrática en igualdad de condiciones. Incluso el talento y la capacidad de esforzarse, claves para prosperar según el relato meritocrático, vienen marcados por la lotería del nacimiento (haber nacido con talento natural o no) y la exposición a entornos propicios donde ese talento pueda florecer y otras competencias no cognitivas importantes (la aptitud para concentrarse, tener paciencia, perseverar, etc.) puedan desarrollarse en todo su potencial. Ningún sistema social conocido logra paliar por completo las desventajas de los niños que tienen la mala fortuna de nacer en situaciones desfavorecidas, por mucho que nos quieran hacer creer que las excepciones (las personas que se sobreponen a las adversidades y alcanzan logros poco comunes en su estrato social) suponen algún tipo de demostración de que la meritocracia es posible. Honoré de Balzac decía con mucha razón: “La igualdad (de oportunidades) tal vez sea un derecho, pero no hay poder humano que alcance jamás a convertirla en hecho”.

Pero que ningún sistema social conocido pueda asegurar la igualdad de oportunidades no significa que todos produzcan los mismos resultados. Las sociedades desiguales son especialmente dañinas para la igualdad de oportunidades. En ellas, los progenitores más acomodados pueden invertir, comparativamente, mucho más en la promoción de sus hijos, acaparando oportunidades. Y éste es a menudo, como nos muestra el trabajo etnográfico con familias de clases acomodadas, uno de sus mayores empeños: que sus hijos puedan llegar a la vida adulta habiendo disfrutado de las mejores condiciones para cultivar sus talentos y desarrollar facultades que les ayuden en la competición por el logro.

Segregación 

Por el contrario, en las sociedades más desiguales, los más pobres no sólo carecen de recursos necesarios para invertir adecuadamente en sus hijos, sino que las experiencias de adversidad social en sus entornos familiares y sociales, y la segregación en la que viven, lastran su progreso personal y social.

En 2014, la OCDE publicó un interesante estudio en el que analiza alguno de los factores que impiden la promoción meritocrática en los países desiguales. Tuve la ocasión de hacerme eco en Agenda Pública. El estudio constataba que la desigualdad impide la acumulación de capital humano de los grupos que provienen de entornos familiares más desfavorecidos. Los vástagos de familias con menores recursos educativos obtienen, por término medio, puntuaciones estandarizadas en tests de competencias mucho más bajas que los hijos/as de familias con mayores recursos educativos en sociedades desiguales (parte derecha del gráfico), algo que no ocurre en sociedades con los niveles de desigualdad más bajos (parte izquierda), donde las puntuaciones de los hijos de familias de distinta extracción social son bastante más homogéneas.

Las asimetrías cognitivas en función del origen familiar se reflejan en diferencias significativas en tasas de abandono escolar prematuro y de acceso a la educación superior. Mientras en países igualitarios (como los escandinavos), con un índice de Gini inferior a 25, la probabilidad predicha de que los hijos de familias con bajos recursos educativos obtengan sólo el título de educación obligatoria se sitúa algo por encima del 0,2, en los países más desiguales (con Ginis superiores a 36), esa probabilidad se acerca a 0,4. En el otro extremo, la probabilidad de acceder a la Universidad se comporta de forma inversa. En sociedades igualitarias, la probabilidad de que los hijos de familias con bajos recursos educativos obtengan un título universitario es similar a la de familias con recursos medios; mientras que, en las más desiguales, esa probabilidad se desploma. Una diferencia de cinco puntos en el índice Gini (España antes y en el momento álgido de la crisis de 2008-2014) se materializa, por término medio, en una disminución del acceso de los colectivos desfavorecidos a credenciales educativas universitarias de casi cuatro puntos porcentuales.

A estas alturas, si el lector me ha acompañado hasta aquí confío en que albergue ya serias dudas de que salvar lo que puede haber de bueno en la meritocracia pasa necesariamente por frenar las desigualdades. Con ello, posiblemente contribuyamos también a paliar el segundo gran problema que Sandel atribuye a la meritocracia: la generación de sentimientos de humillación entre quienes, situándose en los escalafones más bajos de la pirámide social, deben soportar además que les recuerden que su posición desventajosa refleja la falta de merecimiento. La retórica meritocrática termina muchas veces culpabilizando a la víctima por una supuesta responsabilidad en su situación, algo difícil de digerir y que puede resultar incluso insultante si las élites meritocráticas miran hacia las capas bajas con soberbia y desdén desde una atalaya de abundancia. Sandel está pensando en ciertas retóricas del Partido Demócrata, y muy particularmente de la campaña de Hillary Clinton, que propiciaron el auge y reforzamiento de la reacción populista que encarnó Donald Trump, capaz de cosechar un éxito inédito en votantes de bajas credenciales educativas y limitado logro social.

En un contexto de desigualdad creciente, cuando aparece despojado de cualquier crítica a esos desequilibrios sociales y de propuestas para combatirlos, el relato meritocrático se convierte paradójicamente en un puntal legitimador de la brecha social entre la aristocracia del talento y amplios colectivos perdedores de la competición económica. Hillary Clinton llegó a llamar a estos últimos «cesta de deplorables» por votar al Partido Republicano. No le sirvió rectificar rápidamente.

Muchos otros líderes políticos progresistas comprometidos en frenar el auge populista están a tiempo de armar discursos más robustos y sensibles a la suerte de los más vulnerables. El mérito no es, en sí, progresista, como apuntan algunos planteamientos cegados frente a la desigualdad. En el ideal progresista es esencial que nadie se quede atrás, pero si se queda, como desafortunadamente ocurre de manera inevitable con muchos en tiempos de convulsión económica, no basta con pedir que se resignen tras haber salido perdedores. Deben poder vislumbrar con total certidumbre la posibilidad de re-engancharse, y para ello es prioritario que no pierdan la estela de los que van delante.

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