La conclusión que extrae el autor no huye de la idea de checks and balances, sino de su aplicación: “Una buena democracia liberal es aquella en la que los tres componentes se mantienen en equilibrio"
"En muchos aspectos, el sistema estadounidense de controles y
contrapesos, comparado con los sistemas parlamentarios, es peor que estos en
cuanto a su capacidad de lograr una acción estatal contundente” (p. 671)
“El descontento con el sistema político y las instituciones
fundamentales de gobierno es un fenómeno mundial y creciente” (Mosiés Naím, El fin del poder, Debate, p. 110)
Rafael Jiménez Asensio.- Blog La Mirada Institucional.- En esta reducida y un tanto arbitraria selección de temas
tratados por la reciente obra de Fukuyama, corresponde terminar esta serie con
las interesantes reflexiones que el autor lleva a cabo sobre la decadencia
política, que representan el cierre del segundo volumen.
En Francia, sin embargo, la
Revolución francesa (mejor dicho, el Imperio napoleónico) llevó el Código civil
a todo Europa continental y creó además un Estado administrativo moderno, pero
como bien señala el autor “no estableció la democracia”. Mientras en el Reino
Unido “la democracia liberal se consolidó pacíficamente”, aunque “fue uno de
los países más lentos en democratizarse plenamente”. Pero el Estado estaba
asentado y el principio de legalidad también
Un recordatorio necesario para entrar de lleno en la
decadencia de la política: “El problema de la democracia en los países
desarrollados –como dice el autor- dependerá de su capacidad para abordar el
problema de la desaparición de la clase media”. Las democracias desarrolladas
modernas “han ido acumulando mucha falta de flexibilidad” y han hecho “que la
adaptación institucional sea cada vez más difícil”. De hecho, concluye, “todos
los sistemas políticos –pasados y actuales- son propensos a la decadencia”. Y
este “refresco” de ideas ya expuestas nos afecta también a nosotros, sin
perjuicio de que dispongamos de instituciones jóvenes. Todo apunta a que muchas
de ellas están en marcada decadencia o (peor aún) en proceso de descomposición.
El análisis de la decadencia política lo afronta Fukuyama
a través de un estudio de caso: Estados Unidos. Retrotrae su mirada a la
creación de una exitosa autoridad independiente (Servicio Forestal de EE.UU) y
nos muestra cómo ha transitado de ser una institución modelo (con una presencia
contundente del sistema de mérito y una burocracia profesionalizada) a
transformarse en una institución denostada por el (mal) ejercicio de sus
plurales funciones. De ahí, el autor extrae una serie de importantes lecciones
sobre cómo llegan a decaer las instituciones.
Decadencia.- Algunas de ellas son, por ejemplo, las siguientes: “Las
instituciones políticas –nos dice- se desarrollan con el tiempo, pero también
están sujetas universalmente a la decadencia política”. El origen de la
decadencia política –como se vio en el volumen I- estuvo en “la incapacidad de
las instituciones de adaptarse a las circunstancias cambiantes”. La decadencia
es una condición del desarrollo político; sin embargo, advierte, sobre las
transiciones extremadamente caóticas y violentas; pueden surgir en cualquier
momento. Es fundamental, por tanto, la adaptación al cambio. La flexibilidad
institucional y de los actores.
La inadaptación al cambio institucional se muestra -según
Fukuyama- por ejemplo en el papel de las élites o de los actores políticos que
impiden esa adaptación. Algunos actores “internos”, como los partidos o las
“corporaciones”, “repatrimonializan” el Estado. Otros, como los sindicatos,
exacerban el papel protector de los empleados públicos y de sus privilegios.
Así concluye: “Este proceso de captación por parte de las élites o de los de
dentro es una enfermedad que afecta a todas las instituciones modernas”. Y esa
tendencia puede explicar de forma fehaciente la imposibilidad material que, por
ejemplo, muestra la política española de adecuar su desvencijado sistema
institucional a las nuevas circunstancias.
Expuesto el marco conceptual, Fukuyama entra de lleno en el estudio de caso: Estados Unidos. Su diagnóstico sobre el estado actual de la Administración pública en su país es demoledor. Pero no cabe ahora detenerse en ese diagnóstico, sino poner de relieve que las tres categorías de instituciones políticas básicas que enunciara al inicio de la obra (Estado, principio de legalidad y responsabilidad democrática) están encarnadas en ese país en los tres poderes (Ejecutivo, Judicial y Legislativo). Pero la política estadounidense ha ido transformándose en “un Estado de tribunales y partidos”. Unos y otros han devorado al Ejecutivo y cerrado su margen de maniobra.
Tribunales vs recortes
En un discutible, pero sugerente, planteamiento, Fukuyama echa buena parte de las culpas a la rigidez del sistema de checks and balances establecido en su día por los padres fundadores de la Constitución de 1787, aunque también a la rigidez ideológica actual de los partidos republicano y demócrata. En su opinión, “los tribunales y la asamblea legislativa han usurpado muchas de las funciones propias del ejecutivo”, transformando la tarea de gobierno en algo “a la vez incoherente e ineficaz”. La judicialización de las decisiones político-administrativas y el papel de los lobbies ha provocado una crisis de representación. Fukuyama denuncia que “los tribunales son instituciones especialmente mal preparadas para actuar dentro de las limitaciones presupuestarias”. Y de ello sabemos bastante aquí también.
Particularmente sugerente son las reflexiones que el autor plantea en torno al papel del Congreso. No dejan de ser llamativa su advertencia de que “el cumplimiento de las voluminosas normas sobre confidencialidad y conflicto de intereses se ha convertido en un elemento disuasorio para muchas personas a la hora de plantearse entrar a formar parte de la administración”. Algo de lo que ya advirtió hace varias décadas el sociólogo Juan Linz. Con muy pocos resultados, por cierto. Fukuyama también constata que en el Congreso ya nadie delibera. “La ‘clase política’ está mucho más polarizada que el propio pueblo”. ¿No les suena el mensaje?
En opinión de Fukuyama- “Estados Unidos, como la primera y más avanzada democracia liberal del mundo, padece el problema de la decadencia política de manera más aguda”. Juicio preocupante. Y de todo ello culpa al sistema de “vetocracia”. Veamos.
El sistema constitucional estadounidense nació en un determinado contexto y con unas influencias doctrinales fuertes (Montesquieu y Blackstone). La obsesión entonces era controlar el poder (todo tipo de poder, también el Legislativo y cómo no el Ejecutivo) y para ello se construyó un sofisticado sistema de pesos y contrapesos entre los distintos poderes, que condujo a una concepción de equilibrio constitucional, tomada como paradigma del buen funcionamiento institucional y heredada de la Inglaterra del siglo XVII. Este modelo se configuró –según el autor- en torno a la idea de “veto” que los poderes tenían entre sí y a la existencia, por tanto, de un número de actores con veto muy superiores a los de otras democracias avanzadas. Un Ejecutivo aparentemente fuerte, pero donde la elaboración de los Presupuestos depende en buena medida del propio Congreso y no solo de aquel. Igualmente, un Ejecutivo en el que existen amplias zonas de poder que residen hoy en día en “autoridades independientes”.
También en esto hemos (mal) copiado. Falta, a su juicio, un Ejecutivo “enérgico”, del que hablara Hamilton. Es curioso cómo hay cierto paralelismo (aunque también muchas distancias) entre la censura de un presidencialismo débil que se manifestó en la III y IV República francesa (atentamente estudiado por Pierre Rosanvallon: Le bon gouvernement. Seuil, 2015) y la configuración de un Ejecutivo cautivo en el caso estadounidense, si bien se debe matizar mucho ese último calificativo. La Presidencia de Estados Unidos no es precisamente un poder débil.
Y de ese análisis crítico del sistema estadounidense de checks and balances y de un presidencialismo hipotecado por un sistema institucional de pesos y contrapesos, Fukuyama extrae una serie de conclusiones que, sin embargo, no pueden ser compartidas de forma acrítica o, al menos, sin matices: la primacía del sistema parlamentario sobre el presidencialista, tal como reza la cita que abre este comentario. Bien es cierto que el autor se refiere a países como Alemania, los Estados escandinavos, Países Bajos y Suiza (¿puede este país encuadrarse dentro de una forma parlamentaria de gobierno?). Pero también añade que, si nos centramos en el conjunto de la Unión Europea, las comparaciones no son en absoluto tan favorables. Tal vez esa imagen idílica de la forma parlamentaria de gobierno se desvanecería a ojos de Fukuyama si revisara la obra de Carl Schmitt sobre la crisis del parlamentarismo o el caótico funcionamiento del régimen parlamentario en la III República francesa, donde los gobiernos duraban apenas un año de media. Por no mirar para “nuestra casa” actualmente. Poder fragmentado, que decía Moisés Naím.
La receta de Fukuyama es, cuando menos, sorprendente: “Muchos de esos problemas podrían resolverse si Estados Unidos adoptase un sistema parlamentario de gobierno”. Pero de inmediato advierte que “en la estructura institucional (actual) del país resulta inconcebible”.
La conclusión que extrae el autor no huye de la idea de checks and balances, sino se su aplicación: “Una buena democracia liberal es aquella en la que los tres componentes se mantienen en equilibrio”. No reniega, por tanto, Fukuyama de la noción de balanced Constitutiono de “equilibrio de poderes”. De hecho, la democracia moderna de calidad o el buen gobierno no pueden sino asentarse en un sistema de equilibrio y control del poder, donde la integridad y la transparencia adquieren pleno sentido (aspectos, por cierto, apenas abordados por el autor). Pero en honor a la verdad la separación de poderes y su correcto equilibrio forman parte sustantiva del modelo institucional defendido por Fukuyama. Sin embargo, advierte, “el Estado, la ley y la responsabilidad también pueden impedirse mutuamente sus desarrollos”. Las instituciones como organismos vivos, que también mueren.
Los frenos del poder.- Esta última parte de la obra va dirigida al público estadounidense. El resto tiene, por el contrario, una mirada global. La censura al sistema estadounidense es clara: “La incapacidad de gobernar eficazmente se extiende, por desgracia, a Estados Unidos. La Constitución madisoniana del país, diseñada deliberadamente para impedir la tiranía multiplicando lo controles y contrapesos en todos los niveles del gobierno, se ha convertido en una vetocracia”. Tal vez es la parte de su excelente obra que personalmente menos me ha convencido. Quizás, en mi caso, puedo estar condicionado directamente por la elaboración del libro que aparecerá en las próximas semanas sobre Los frenos del poder (Marcial Pons/IVAP, 2016). En esta percepción sin duda puedo estar equivocado, pero –sin perjuicio de su decadencia actual- la arquitectura institucional diseñada hace más de doscientos años en Estados Unidos ha perdurado y, aunque sea con dificultades, ha dotado al país de una innegable estabilidad constitucional.
Otra cosa es cómo ha evolucionado el modelo institucional de “contrapesos” y en qué medida esa construcción de la democracia antes del Estado -como bien apunta Fukuyama- no les ha pasado cara factura. A otros, a pesar del complaciente juicio del autor, nos queda tras más de dos siglos construir aún un efectivo sistema de separación y control de poderes, renovando radicalmente un joven modelo institucional sin apenas historia, pero sobre todo erradicando el cáncer del clientelismo político que todo lo anega. Libro, en cualquier caso, de necesaria lectura, sugerente y polémico. Como toda buena obra de ensayo.
Expuesto el marco conceptual, Fukuyama entra de lleno en el estudio de caso: Estados Unidos. Su diagnóstico sobre el estado actual de la Administración pública en su país es demoledor. Pero no cabe ahora detenerse en ese diagnóstico, sino poner de relieve que las tres categorías de instituciones políticas básicas que enunciara al inicio de la obra (Estado, principio de legalidad y responsabilidad democrática) están encarnadas en ese país en los tres poderes (Ejecutivo, Judicial y Legislativo). Pero la política estadounidense ha ido transformándose en “un Estado de tribunales y partidos”. Unos y otros han devorado al Ejecutivo y cerrado su margen de maniobra.
Tribunales vs recortes
En un discutible, pero sugerente, planteamiento, Fukuyama echa buena parte de las culpas a la rigidez del sistema de checks and balances establecido en su día por los padres fundadores de la Constitución de 1787, aunque también a la rigidez ideológica actual de los partidos republicano y demócrata. En su opinión, “los tribunales y la asamblea legislativa han usurpado muchas de las funciones propias del ejecutivo”, transformando la tarea de gobierno en algo “a la vez incoherente e ineficaz”. La judicialización de las decisiones político-administrativas y el papel de los lobbies ha provocado una crisis de representación. Fukuyama denuncia que “los tribunales son instituciones especialmente mal preparadas para actuar dentro de las limitaciones presupuestarias”. Y de ello sabemos bastante aquí también.
Particularmente sugerente son las reflexiones que el autor plantea en torno al papel del Congreso. No dejan de ser llamativa su advertencia de que “el cumplimiento de las voluminosas normas sobre confidencialidad y conflicto de intereses se ha convertido en un elemento disuasorio para muchas personas a la hora de plantearse entrar a formar parte de la administración”. Algo de lo que ya advirtió hace varias décadas el sociólogo Juan Linz. Con muy pocos resultados, por cierto. Fukuyama también constata que en el Congreso ya nadie delibera. “La ‘clase política’ está mucho más polarizada que el propio pueblo”. ¿No les suena el mensaje?
En opinión de Fukuyama- “Estados Unidos, como la primera y más avanzada democracia liberal del mundo, padece el problema de la decadencia política de manera más aguda”. Juicio preocupante. Y de todo ello culpa al sistema de “vetocracia”. Veamos.
El sistema constitucional estadounidense nació en un determinado contexto y con unas influencias doctrinales fuertes (Montesquieu y Blackstone). La obsesión entonces era controlar el poder (todo tipo de poder, también el Legislativo y cómo no el Ejecutivo) y para ello se construyó un sofisticado sistema de pesos y contrapesos entre los distintos poderes, que condujo a una concepción de equilibrio constitucional, tomada como paradigma del buen funcionamiento institucional y heredada de la Inglaterra del siglo XVII. Este modelo se configuró –según el autor- en torno a la idea de “veto” que los poderes tenían entre sí y a la existencia, por tanto, de un número de actores con veto muy superiores a los de otras democracias avanzadas. Un Ejecutivo aparentemente fuerte, pero donde la elaboración de los Presupuestos depende en buena medida del propio Congreso y no solo de aquel. Igualmente, un Ejecutivo en el que existen amplias zonas de poder que residen hoy en día en “autoridades independientes”.
También en esto hemos (mal) copiado. Falta, a su juicio, un Ejecutivo “enérgico”, del que hablara Hamilton. Es curioso cómo hay cierto paralelismo (aunque también muchas distancias) entre la censura de un presidencialismo débil que se manifestó en la III y IV República francesa (atentamente estudiado por Pierre Rosanvallon: Le bon gouvernement. Seuil, 2015) y la configuración de un Ejecutivo cautivo en el caso estadounidense, si bien se debe matizar mucho ese último calificativo. La Presidencia de Estados Unidos no es precisamente un poder débil.
Y de ese análisis crítico del sistema estadounidense de checks and balances y de un presidencialismo hipotecado por un sistema institucional de pesos y contrapesos, Fukuyama extrae una serie de conclusiones que, sin embargo, no pueden ser compartidas de forma acrítica o, al menos, sin matices: la primacía del sistema parlamentario sobre el presidencialista, tal como reza la cita que abre este comentario. Bien es cierto que el autor se refiere a países como Alemania, los Estados escandinavos, Países Bajos y Suiza (¿puede este país encuadrarse dentro de una forma parlamentaria de gobierno?). Pero también añade que, si nos centramos en el conjunto de la Unión Europea, las comparaciones no son en absoluto tan favorables. Tal vez esa imagen idílica de la forma parlamentaria de gobierno se desvanecería a ojos de Fukuyama si revisara la obra de Carl Schmitt sobre la crisis del parlamentarismo o el caótico funcionamiento del régimen parlamentario en la III República francesa, donde los gobiernos duraban apenas un año de media. Por no mirar para “nuestra casa” actualmente. Poder fragmentado, que decía Moisés Naím.
La receta de Fukuyama es, cuando menos, sorprendente: “Muchos de esos problemas podrían resolverse si Estados Unidos adoptase un sistema parlamentario de gobierno”. Pero de inmediato advierte que “en la estructura institucional (actual) del país resulta inconcebible”.
La conclusión que extrae el autor no huye de la idea de checks and balances, sino se su aplicación: “Una buena democracia liberal es aquella en la que los tres componentes se mantienen en equilibrio”. No reniega, por tanto, Fukuyama de la noción de balanced Constitutiono de “equilibrio de poderes”. De hecho, la democracia moderna de calidad o el buen gobierno no pueden sino asentarse en un sistema de equilibrio y control del poder, donde la integridad y la transparencia adquieren pleno sentido (aspectos, por cierto, apenas abordados por el autor). Pero en honor a la verdad la separación de poderes y su correcto equilibrio forman parte sustantiva del modelo institucional defendido por Fukuyama. Sin embargo, advierte, “el Estado, la ley y la responsabilidad también pueden impedirse mutuamente sus desarrollos”. Las instituciones como organismos vivos, que también mueren.
Los frenos del poder.- Esta última parte de la obra va dirigida al público estadounidense. El resto tiene, por el contrario, una mirada global. La censura al sistema estadounidense es clara: “La incapacidad de gobernar eficazmente se extiende, por desgracia, a Estados Unidos. La Constitución madisoniana del país, diseñada deliberadamente para impedir la tiranía multiplicando lo controles y contrapesos en todos los niveles del gobierno, se ha convertido en una vetocracia”. Tal vez es la parte de su excelente obra que personalmente menos me ha convencido. Quizás, en mi caso, puedo estar condicionado directamente por la elaboración del libro que aparecerá en las próximas semanas sobre Los frenos del poder (Marcial Pons/IVAP, 2016). En esta percepción sin duda puedo estar equivocado, pero –sin perjuicio de su decadencia actual- la arquitectura institucional diseñada hace más de doscientos años en Estados Unidos ha perdurado y, aunque sea con dificultades, ha dotado al país de una innegable estabilidad constitucional.
Otra cosa es cómo ha evolucionado el modelo institucional de “contrapesos” y en qué medida esa construcción de la democracia antes del Estado -como bien apunta Fukuyama- no les ha pasado cara factura. A otros, a pesar del complaciente juicio del autor, nos queda tras más de dos siglos construir aún un efectivo sistema de separación y control de poderes, renovando radicalmente un joven modelo institucional sin apenas historia, pero sobre todo erradicando el cáncer del clientelismo político que todo lo anega. Libro, en cualquier caso, de necesaria lectura, sugerente y polémico. Como toda buena obra de ensayo.
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