Los ciudadanos están saturados y ya no son más permeables a maquillajes y a imposturas
Carles Ramió. Blog EsPublico.- La necesidad de impulsar una reforma de la Administración pública en España es un tema cíclico y recurrente. Desde el primer gran intento serio, impulsado por el ministro Almunia, pero no secundado por el presidente González, en 1988, hasta la CORA de Sáenz de Santamaría y Rajoy de 2012 en la Administración del Estado, pasando por el proyecto CORAME del País Vasco en 1994 hasta el impulso reformista de Cataluña de 2013; todas estas iniciativas, solo por citar las más conocidas, han resultado ser una gran impostura.
Repensarlo todo, querer moverlo todo para no cambiar nada. Es quizás el ejercicio institucional más evidente, en nuestro país, de marear la perdiz. No se ha modificado, durante 40 años, nada significativo del andamiaje administrativo en España (salvo el potente proceso de descentralización protagonizado por las Comunidades Autónomas) pero paradójicamente han cambiado muchos elementos de forma silenciosa y casi espontánea de la mano de modas e imposiciones tecnológicas exógenas: se ha impulsado la Administración electrónica, se han introducido variadas formas de colaboración público-privada, se han incentivado nuevos sistemas de participación ciudadana, se ha optado por modelos gerenciales, se han abrazado diversos sistemas de calidad, han catalizado diversas formas de reingeniería, etc. En definitiva, se ha impulsado una agenda innovadora de baja intensidad de la mano de los tecnócratas (funcionarios, consultores y académicos) que ha ido transformando de manera incremental el paisaje administrativo hasta lograr unas organizaciones públicas precarias en sus modelos, pero eficaces y eficientes en sus iniciativas, políticas y servicios. Aunque llevamos cuatro décadas a la espera de la gran revolución administrativa hemos logrado, en cambio, modernizar parcialmente la Administración pública por la puerta de atrás.
Y ahora, ¿qué deberíamos hacer? ¿Incentivar o provocar una vez más la llegada del mesías con la vieja etiqueta de reforma administrativa? No lo creo ni lo considero necesario. Ya se ha demostrado que las grandes reformas no funcionan en la práctica. Querer transformarlo todo es el mecanismo más seguro para no cambiar nada. En el futuro hay que elegir muy bien unos pocos parámetros que se desean modificar y que éstos sean substantivos y que puedan ejercer un efecto catalizador y multiplicador de otros cambios menores pero también relevantes. Mi propuesta consiste en diseñar una reforma institucional y no una reforma administrativa. Una reforma institucional consiste en cambiar las reglas del juego y la cultura institucional y dejar tranquilos, de momento, a los actores concretos y a sus maquinarias (dimensión organizativa) que van a mudarse sí o sí se transforman las reglas del juego y la cultura política y administrativa. Se trata de cambios institucionales que han impulsado los países más avanzados de nuestro entorno y que, en España o bien se han ignorado o bien se han maltratado.
Las propuestas son las siguientes:
- Diseñar unas instituciones sexys para la ciudadanía por la vía de la transparencia, la rendición de cuentas y la evaluación de las políticas. A mi entender la legitimidad social de las administraciones públicas solo se logra si son transparentes a la hora de tomar decisiones y de gastar el dinero público y, además, si prestan servicios de calidad y de forma eficiente. La actual moda de las leyes de transparencia son un buen primer paso necesario pero en absoluto suficiente. La estrategia no consiste en limitarse a impulsar portales de transparencia sino que se trata sencillamente de ser totalmente nítidos con cada uno de los euros gastados, con la forma de tomar las decisiones (agendas reales de los cargos políticos) e informando sobre el impacto real de las políticas públicas.
- Diseñar un modelo propio de dirección política y profesional. El objetivo de este ítem es lograr la máxima estabilidad de este colectivo en el desarrollo de sus tareas directivas con el objetivo de no perder el conocimiento ni la experiencia que son aportes importantes de la institucionalidad. Para conseguir esta institucionalidad se trata de regular el acceso buscando que éste sea meritocrático y no discrecional para evitar que genere incentivos de carácter clientelar, la permanencia y la salida.
- Definir un modelo de inteligencia institucional. En nuestras administraciones públicas tenemos un déficit dramático de información de todo tipo: falta información sobre los costes económicos reales de los diferentes programas e iniciativas (tanto estimados como incluso ejecutados), falta información sobre los impactos de las políticas, falta información sobre las percepciones de los ciudadanos sobre la mayoría de políticas y servicios, falta información sobre el funcionamiento y los resultados de las organizaciones privadas con ánimo o sin ánimo de lucro a las que externalizamos servicios públicos, falta información básica sobre aspectos fundamentales de nuestros propios organismos públicos, etc. Para solucionar este problema tenemos que crear en nuestras administraciones un nuevo perfil profesional, un nuevo ámbito funcional: los gestores de información. Y con estos profesionales utilizar los instrumentos que permiten una mayor inteligencia institucional: desde la contabilidad analítica hasta el data warehouse, y el big data.
- Recuperar la meritocracia en la selección de los nuevos empleados públicos. Una selección basada exclusivamente en el mérito es lo que nos permite asegurar la máxima fortaleza y calidad institucional.
- Diseñar un nuevo modelo de recursos humanos. Se trata de la única iniciativa que puede considerarse que posee un carácter organizativo. El objetivo del nuevo modelo es, por un lado, definir de manera restrictiva los ámbitos de gestión funcionarizados: únicamente aquellos que ejercen funciones de autoridad y los que están en contacto directo con la dimensión política y que deben estar blindados de la discrecionalidad y de potenciales prácticas clientelares. El resto de los ámbitos de gestión deben ser laboralizados y mucho más flexibles salvo en su acceso que debe ser también meritocrático. Por otro lado, se trata de aligerar las prácticas barrocas en gestión de recursos humanos restringiendo los derechos corporativos, organizando los efectivos en unos pocos ámbitos funcionales, regulando solo unos mínimos vinculados a la carrera administrativa (básicamente horizontal mediante niveles de competencias) y a la evaluación del desempeño.
Impulsando solo estos cinco vectores de cambio institucional pueden superarse los grandes retos de nuestras administraciones públicas y del entramado institucional. Estos retos solo son tres pero, en cambio, de una gran enjundia: a) la falta de legitimidad social de nuestras instituciones públicas, b) su permeabilidad a prácticas corruptas de carácter político y empresarial, y c) su falta de eficiencia no tanto interna sino relacional en sus correspondencias con las empresas privadas por la vía de los contratos, de los conciertos y de las concesiones públicas. Resolver en gran medida estos tres retos va a aligerar el estrés de nuestras administraciones públicas y a abrirse con naturalidad la puerta a cambios organizativos, también necesarios, como la simplificación de las administraciones nucleares (ministerios, consejerías y los núcleos centrales de los ayuntamientos), la racionalización de las administraciones instrumentales (agencias, organismos autónomos y empresas públicas), la optimización interna y externa de las Tecnologías de la Información y, también, mejorar las capacidades de planificación, organización y control de las políticas y de los servicios públicos. Pero el gran problema reside en que para llevar a buen puerto estos cinco vectores de modernización o palancas de cambio institucional es imprescindible un compromiso, generosidad y liderazgo de carácter estrictamente político.
Si se ha constatado que el reto no era un cambio administrativo sino un cambio institucional hay que finalizar afirmando que el desafío es fundamentalmente un cambio político que consiste en comprender que la desconfianza y la falta de empatía social que están generando la actual crisis institucional solo puede resolverse por la vía de abordar, de una vez por todas, estas cinco grandes iniciativas reformistas. Y atacarlas de forma seria y robusta para transformar de verdad la cultura institucional (cambio de cultura política y de cultura administrativa) y no como una impostora más que se limite solo a tunear el sistema institucional. Los ciudadanos están saturados y ya no son más permeables a maquillajes y a imposturas.
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