“El Gobierno necesita pensar en el porvenir” (Harold J. Laski, La gramática de la política, Comares, 2002, p. 376).
Por Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional blog.- En época electoral hay que cuidar mucho lo que se escribe. La sensibilidad está a flor de piel, más aún en un país altamente polarizado, sin espacios intermedios, que se han achicado hasta la extinción. Sin embargo, hay un tema por el que la atención mediática está pasando de puntillas, siempre más preocupada por el ruido de la política que por su (in)efectividad.
En España, tras el 28 M, se han renovado las mayorías políticas en varias de las Comunidades Autónomas que celebraron procesos electorales. Esa renovación ha alcanzado también a innumerables Ayuntamientos y, asimismo, ha llegado a Diputaciones provinciales y otros gobiernos locales intermedios. Y, donde no ha habido alteraciones de mayorías, ha habido cambios de caras y, asimismo, se advierte un apetito de las fuerzas políticas minoritarias por entrar, allí donde puedan, a morder poder; esto es, a capturar para su particular cesto político cargos públicos que repartir entre sus acólitos y responsabilidades públicas que conlleven presupuesto o permitan ser escaparate de la acción política, aunque a veces tensando la cuerda hasta lo indecible, cuando no tomando medidas estrambóticas que repugnan la más mínima cordura.
Ha llegado, por tanto, época de cambios no solo en las estructuras gubernamentales, sino también, por efecto dominó, en una amplísima nómina de altos cargos y asimilados, de personal directivo de las densas y espesas entidades del sector público autonómico y local, así como de la amplia y extensa nómina de asesores; un personal eventual que aún se sigue configurando con el oscuro e impropio manto “funcionarial”. Lo cierto es que, de ahí los nervios, hay muchísimas poltronas a repartir, sin contar las que vendrán luego de esas también múltiples entidades que cínicamente y sin ningún rubor nuestras leyes llaman “autoridades o administraciones independientes”, (casi) absolutamente colonizadas por los apetitos políticos, que los diferentes partidos utilizan (en espurios y cerrados acuerdos propios de un cártel) para desactivar de raíz un sistema de pesos y contrapesos que en este país nunca ha funcionado, y no lo hará milagrosamente de repente ni tampoco de forma fácil.
España, con sus multiplicados gobiernos y administraciones territoriales, así como con su cultura política caciquil revestida de clientelismo, ofrece (junto a Italia, incluso superándola) una evidente singularidad europea en lo que a intensidad de la colonización de la alta administración por la política respecta. Esa categoría tan hispana, además con reflejo incluso constitucional, de los altos cargos, luego acogida con fervor por las leyes, ha ido ensanchando su perímetro y número hasta adquirir tintes de figura propia de una obesidad mórbida. Pronto la política percibió que debía ampliar su capacidad de penetración en las estructuras gubernamentales y administrativas, y en línea con el spoils system aplicado castizamente penetró con descaro en el virginal cuerpo administrativo con la pretensión de llegar (casi) a sus entrañas. No lo pudo hacer del todo, porque esa voraz política colonizadora tropezó con el aparente valladar de una cada vez más desfigurada y empobrecida función pública profesional (que bien ha procurado la política siempre reducirla a cenizas; y a fuer de ser sinceros lo está casi consiguiendo). Ese pretendido dique de contención de la función pública profesional tenía de siempre agujeros negros que se han ido ampliando, tales como aquellos que toleran nombramientos discrecionales por libre designación y libre cese en la alta función pública, por mucho que se empeñen los tribunales de justicia de poner puertas al mar. También el número de tales nombramientos ha crecido sin medida. La confianza política o personal es su motor. La pérdida de esa confianza, su muerte civil. Hablar de Administración pública profesional con esos mimbres, es un insulto a la inteligencia.
Así las cosas, no cabe dudar lo más mínimo que los cambios de Gobierno comportan en España auténticos movimientos sísmicos en la sensible alta Administración y en la propia alta función pública española. Miles o decenas de miles, según los casos, de posiciones directivas se ven afectadas por esos cambios. En tal contexto, el alineamiento política y gestión es un pío deseo, seimpre incumplido. Con tales oscilaciones, la memoria institucional se borra por completo y el capital directivo, si es que ha llegado a construirse (pues en muchos casos no ha habido ni tiempo ni madera humana para asentarse) se elimina de un plumazo. Quien ha colaborado con el enemigo (nunca adversario) tiene que ser borrado, independientemente de cuál haya sido su gestión directiva y cuáles sean sus competencias profesionales; pues lo determinante no es qué se hizo o cómo, sino con quién. Excelentes profesionales de la gestión son cesados (son las reglas del juego que todos conocen) o, si son funcionarios, reconducidos a matar moscas en un despacho, cuando no recluidos al mero olvido en sus iniciales destinos. Los nuevos gobernantes comienzan, una vez más, con una página en blanco y la preceptiva limpieza política (propia de pueblos bárbaros) de lo hecho, cuando no con la más absurda y estúpida negación de lo antes impulsado y con nuevas caras. Su primera lección es fulminar de un plumazo a los que antes estaban, normalmente sin pestañear ni valorar las competencias y trayectorias de quienes mandan al depósito de cadáveres. Los colaboracionistas con el enemigo no tienen encaje en la nueva nómina del poder. Comienzan a reescribirse las políticas con otros renglones torcidos. Así hasta el infinito.
Entre quienes llegan de nuevo y son ungidos por la púrpura y los galones del poder, el frenesí por revertir lo puesto en marcha “por los otros” se convierte en letanía. Lo cierto es que quienes son ahora llamados a asumir altos cargos y niveles asimilados deben pertenecer, sin duda, al círculo de amigos políticos o militantes de las fuerzas políticas que asumen el poder: las competencias profesionales y menos aún su acreditación, brillan por su ausencia. La captación de savia directiva en el sector público español se hace por métodos tan peregrinos como buscar a «los nuestros» en los partidos (hoy prácticamente vacíos de talento gestor) y sus aledaños (simpatizantes o no significados nunca «con los otros»), o entre vínculos familiares o de amistades, donde un grado universitario, licenciatura o máster, regalado sin apenas exigencia alguna por ese magnánimo sistema universitario español, se convierte en patente de corso para iluminar un pobre currículum, en no pocas ocasiones sin experiencia laboral previa más allá de los anchos y extensos campos de la política. Debería estar totalmente prohibido asumir cargos directivos o asesores en el sector público sin haber previamente acreditado una experiencia profesional mínima y unos conocimientos sólidos de gestión.
Pero no seamos ingenuos. No se olviden que en un sistema político de partidos atravesado de secular clientelismo esas malas prácticas se han trasladado a todos las fuerzas políticas, las de vieja o las de nueva hornada. El hecho determinante es que nada puede funcionar cabalmente en el sector público de un país que muestra semejante forma de fulminar y reclutar capital directivo en sus organizaciones públicas. Llevo muchos años trabajando y analizando el sector público español (estatal, autonómico, foral y local), particularmente la función directiva, y puedo constatar fehacientemente que, con excepciones muy contadas, el perfil de los altos cargos y del personal directivo ha ido cayendo los últimos años hasta límites casi intolerables. Personas sin ninguna experiencia profesional, con unas competencias muy discutibles o marcadamente orientados por la impronta de satisfacer al partido o partidos que gobiernan, en algunas ocasiones (lo que es peor) sin ningún sentido institucional, son aupadas a responsabilidades directivas públicas. Esa deriva solo se atenúa, en parte, con el nombramiento de altos funcionarios para tales niveles de responsabilidad, pero aún así ser funcionario por sí solo no prevé buen desempeño directivo y, además, siempre puede más el corazón político que la racionalidad gerencial. El corporativismo, que pronto lo veremos reflotar de nuevo, tampoco es la solución existencial a una función directiva desprofesionalizada. Y el funcionario que a ello se presta, será condenado al ostracismo eterno por «los otros»; marcado con una cruz en la frente. Esto va de bandas rivales, por si no se han dado cuenta.
Y, así, no es difícil concluir que nunca en España hubo tantos gobiernos y administraciones públicas, tantos altos cargos y personal directivo, así como tanto personal eventual, o tan generosas retribuciones para los clientes políticos, y nunca funcionó peor el sector público español y (salvo también excepciones muy puntuales) muy rara vez se prestaron peores servicios a la ciudadanía. Lo que a nadie importa, pues en este país, vacua retórica política aparte y más aún en período electoral, el porvenir de España y de sus gentes apenas entra en ninguna agenda política; pues sin transversalidad es imposible llegar a pactos estratégicos ni a soluciones de futuro que no cambien radicalmente con los ciclos políticos. Cuando el motor sustancial de la política (nunca confesable) es, en verdad, intentar por todos los medios mantener o, en su caso, recuperar el mayor número de poltronas que permitirán durante un tiempo vivir a sus huestes enchufadas al presupuesto público o condenadas a buscar (como diría Galdós) un comedero público donde esperar pacientemente a que las tornas vuelvan a su lugar, algo muy serio pasa en este país
Así, no se sorprendan si –según datos proporcionados por Emilio Lamo de Espinosa y Juan Díez Nicolás- casi el 90 por ciento de la ciudadanía española no tiene confianza alguna en los partidos políticos ni tampoco en la propia política. A pesar de ello, erre que erre, los partidos siguen con su grosera e intensa (también corrupta) colonización institucional y su política de vía estrecha. ¿Despertarán algún día? No lo parece; pues esto viene de lejos y no es un problema de leyes (que además deberán aprobar ellos haciéndose el harakiri) ni tampoco de cambios cosméticos, sino de transformaciones profundas. Y esas solo se pueden hacer por medio de pactos de Estado. ¿Renunciarán los actuales partidos de cargos públicos a satisfacer a sus innumerables y respectivas huestes de clientes políticos que han alimentado o tienen expectativas de alimentar con innumerables poltronas en un futuro más o menos lejano? Y si así fuera, lo cual es absolutamente improbable, ¿quién se aproximaría a ellos? Respondan ustedes.
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