"Parece que por una especie de maldición bíblica estamos condenados a un bibloquismo estéril, del que nacen inevitablemente gobiernos débiles, rehenes de sus respectivos extremos ideológicos"
Por Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado Hay Derecho blog.- El pequeño revuelo organizado en torno a las declaraciones de Felipe González sobre la conveniencia de los pactos entre los grandes partidos en la presentación del muy interesante monográfico sobre pactos de la Nueva Revista pone de relieve, una vez más, la enorme distancia que media entre las reflexiones de expertos, ex políticos y ciudadanos de a pie sobre la necesidad o incluso la urgencia de pactos transversales sobre lo que podríamos llamar “cuestiones de Estado” o más modestamente reformas estructurales y la realidad del debate político actual, y más en tiempos de campaña electoral.
Efectivamente, parece que por una especie de maldición bíblica estamos condenados a un bibloquismo estéril, del que nacen inevitablemente gobiernos débiles, rehenes de sus respectivos extremos ideológicos -incluidos los partidos que impugnan directamente el consenso constitucional- y que tienden al ruido incesante y a una gestión ideologizada y profundamente inoperante particularmente en torno a las banderas de las guerras culturales o identitarias. Esto no sólo lo hemos vivido en esta última legislatura en el gobierno de coalición, con ejemplos clamorosos de incompetencia técnica e ideologización extrema en el Ministerio de Igualdad, sino que ha sido y es la tónica en los gobiernos independentistas catalanes. Y también ha hecho su aparición también en otros gobiernos autonómicos de la mano de Vox. Es la amenaza que se cierne ahora mismo sobre varios gobiernos regionales tras las elecciones del 28M a la vista de la imposibilidad de pactos más transversales no ya sólo formar Gobierno sino, sencillamente, para abordar temas complejos puntualmente.
Por último, es el marco casi por defecto de los debates políticos en nuestros medios de comunicación, hasta el punto que decir algo tan obvio como que otro tipo de pactos son mucho más necesarios y más deseables para salir de la inercia y del estancamiento y abordar las reformas estructurales pendientes en España desde ya más de dos décadas parece una excentricidad. Algo que parece de un elemental sentido común cuando todos los indicadores apuntan a un estancamiento (cuando no a un empeoramiento) en muchos ámbitos, desde el económico hasta el institucional, pasando por la educación o la sanidad.
Efectivamente, en productividad y renta per cápita no hemos mejorado absolutamente nada desde finales del siglo pasado. En calidad institucional y lucha contra la corrupción empeoramos empeorando lentamente año tras año, como constatan los estudios internacionales. Lo mismo ocurre con la desigualdad. Nos estamos alejando de los países más prósperos y avanzados de Europa e incluso nos superan países que se han incorporado mucho más tarde a la Unión Europea, como los países bálticos y algunos del este de Europa. Los indicadores de Portugal mejoran, los nuestros no. Como ya dijo Carlos Sebastián hace muchos años en su libro del mismo título, España se encuentra estancada. O, puesto en palabras del reciente estudio de Funcas dirigido por Víctor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez después de un primer impulso la sociedad civil española ha entrado en una larga pausa o, si se prefiere, en una relativa decadencia.
Miremos donde miremos es fácil ver los síntomas, ya hablemos de educación, de sanidad, o de unas Administraciones Públicas que empiezan a hacer aguas, acumulando problemas de gestión y de capacidad muy evidentes que empiezan a impactar en la ciudadanía de manera muy directa, ya se trate de tramitar las pensiones, el ingreso mínimo vital, la simple homologación un título, o cualquier otra gestión relativamente sencilla y vital para un ciudadano, por no hablar de la imposición de una cita previa abiertamente para realizar muchos de estos trámites que es abiertamente ilegal. Por lo demás, es un secreto a voces que los empleados públicos no han vuelto a los niveles de actividad previos a la pandemia, por decirlo elegantemente. También hay que recordar las plantillas están muy envejecidas y que no dispone de muchos perfiles que serían críticos para prestar servicios con eficiencia, como los analistas de datos. A cambio, eso sí, seguimos reclutando auxiliares administrativos como en 1980.
En mi opinión lo más importante, aunque quizás es menos vistoso, es la incapacidad creciente por parte de cualquier gobierno de gestionar con una mínima competencia y de afrontar políticas públicas transformadoras que, inevitablemente, exigen amplios consensos, capacidad suficiente y plazos más o menos largos para dar frutos. Ya hablemos de sostenibilidad de pensiones, de cambio de modelo productivo, cambio climático, reforma de las Administraciones Públicas, de justicia, de educación, de brecha generacional, de la España vacía, de igualdad -o de lo que cada lector prefiera- ninguno de estos grandes problemas estructurales se puede abordar con unas mínimas garantías de éxito por un solo partido, o por un solo bloque ni a golpe de legislación improvisada y con falta de calidad técnica. Es imprescindible el consenso, el manejo sosegado de los tiempos -esto no va de una legislatura–y la voluntad de aunar todo el talento disponible. Desgraciadamente, no parece que ni nuestra clase política ni nuestros medios de comunicación estén en esa pantalla, como se dice ahora.
Precisamente lo que vemos es todo lo contrario; griterío, frivolidad, incompetencia y un debate público profundamente viciado. Hasta tal punto nos hemos acostumbrado a la situación que no nos damos cuenta de que no es normal que la campaña electoral (y ya todo es campaña electoral) se desenvuelva en torno a comparecencias del presidente del Gobierno en medios que él mismo califica de “hostiles” (suponemos que los demás serán “afines”) para reivindicar no ya su gestión sino su persona. O que el líder de la oposición rehúya los debates electorales o sobre políticas públicas. Tampoco que las entrevistas a uno y otro se hagan en programas de entretenimiento con un formato muy poco adecuado para el discurso político serio. No podemos sorprendernos, por tanto, que la conversación pública gire en torno al último tuit ocurrente o disparatado lanzado muchas veces por los propios partidos. La democracia sentimental (por usar la terminología de Arias Maldonado) consiste, al parecer, en impedir la existencia de un debate público debate mínimamente racional e informado sobre las cosas que de verdad importan.
En ese sentido, el debate electoral se parece más a una especie de combate existencial, donde sólo hay blancos y negros, sin matices. El adversario político es el enemigo a batir o incluso a veces el Mal (así con mayúsculas) con el que hay que acabar como sea, dado que su posible victoria se percibe agónicamente como una amenaza ontológica. De ahí que se actúe en consecuencia: todo vale cuando la propia supervivencia (política, se entiende) está en juego, incluida la instrumentalización de las instituciones de todas puestas descaradamente al servicio de intereses de partido. Proliferan los discursos reduccionistas y profundamente irracionales, fundados en el miedo, una de las emociones más primarias y más destructivas de los seres humanos. La polarización afectiva es un terreno abonado para las guerras culturales y dificulta los pactos y acuerdos transversales, que pueden verse como “traiciones” por parte de un electorado convenientemente enfervorizado.
No obstante, conviene advertir que la polarización en España es un fenómeno “top-down”, es decir, viene de arriba abajo y es una estrategia esencialmente partidista, que ha sido frecuente épocas electorales pero que ahora se ha enquistado. La realidad es muy diferente: en España existen grandes consensos sociales, por ejemplo, sobre el Estado del bienestar, la necesidad de hacer frente al cambio climático, la conveniencia de mejorar la sanidad y la educación públicas, la igualdad de género, etc, etc. En este sentido, los datos que pone de relieve Juan José Toharía en el ejemplar de la Nueva Revista dedicado a los pactos al que me he referido al principio son muy impactantes. No sólo el 84% de los ciudadanos consideran que los actuales políticos y los partidos son un problema, sino que la mayoría son muy favorables a los acuerdos y pactos entre partidos, poniéndose de manifiesto una más que notable discrepancia entre lo que la clase política cree que piensan sus electores y lo que éstos realmente piensan y desean.
En ese sentido, según los datos que ofrece su empresa Metroscopia, la ciudadanía considera que la propensión a dialogar y negociar debe ser permanente y generalizada, no circunstancial y puntual. El 65% piensa, además, que es un signo de madurez política y de responsabilidad. Dicho de otra forma, la ciudadanía no comparte la actitud profundamente antidemocrática de sus representantes de estigmatizar al adversario político como enemigo con el que no se puede llegar a acuerdo alguno. La sociedad está por los pactos, los políticos no. La conclusión, ante unas elecciones generales, es bastante sencilla: nos corresponde a los ciudadanos hacer ver que los pactos transversales sobre cuestiones sobre las que existe un amplio consenso, no sólo son necesarios, sino que deben de ser posibles.
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