“El problema era el dinero y la indignidad de vivir sin él” Jonathan Franzen
Por Eduardo Pastor Martínez. Almacén del Derecho.com.- Soy
miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) desde el día en
que tomé posesión de mi primer destino profesional como juez, hace algo más de
once años. La asociación, que todavía es la mayoritaria entre los jueces
españoles, responde a un espectro ideológico conservador. Algunos de los
mejores jueces de España también pertenecen a ella. Y asume en sus estatutos
una noción de juez que considero auténticamente compatible con las atribuciones
constitucionales de tal condición: ser juez como se supone que un juez debería
serlo.
Durante
los últimos días, al igual que ha sucedido con otras asociaciones judiciales,
los miembros de la APM han expresado de forma abrumadora su posible apoyo a una
huelga de contornos todavía imprecisos, pero que se presume por asimilación de
la reciente huelga de los Letrados de la Administración de Justicia. Los
Letrados, claro, tenían derecho a su huelga y ahora pueden celebrar su “éxito”,
que ha consistido en una subida salarial modesta ganada a costa del mayor retraso
en los juzgados y de su propio prestigio. La decisión de los jueces se
enmarcaría en el contexto de un inespecífico “calendario de medidas de presión”
anunciado el pasado día 31 de marzo de 2023, tras la insatisfactoria reunión
sostenida con el Ministerio de Justicia a la finalización de la huelga de los
Letrados. Parece así que todo tiene que ver con lo que los Letrados han
hecho, el premio que han obtenido y nada con lo que los jueces deberían ser.
Advierto,
al menos, tres razones para que cientos de jueces quieran expresar su hartazgo
mediante una decisión semejante.
El
primero de los motivos es el del incumplimiento sistemático y reiterado por los
Gobiernos de ambos signos de la Disposición Adicional Primera de la Ley
15/2003, de 26 de mayo, reguladora del régimen retributivo de las carreras
judicial y fiscal. Los jueces y fiscales son extraídos mayoritariamente del
mismo proceso selectivo y encuentran tratamiento constitucional en el mismo
Título dedicado al Poder Judicial. Por eso se les paga por igual. Y esa norma
no solo previó la actualización anual de su sueldo según los incrementos
retributivos previstos para el conjunto del sector público en los Presupuestos
Generales del Estado, sino también una revisión quinquenal y particular de la
adecuación de sus retribuciones según los principios de la Ley, que en su
expositivo II se refiere a la vinculación existente entre la remuneración de
los jueces y la independencia que reclama su singular posición constitucional
como titulares de uno de los poderes del Estado. Por eso el artículo 1.1 de la
norma señala que su principal objetivo es el de garantizar la independencia
económica de los miembros de la carrera judicial, no a modo de privilegio, sino
como presupuesto para el ejercicio de su función en el asequible enlace con el
artículo 117.1 CE. Desde entonces se han producido incumplimientos adicionales
como el de las previsiones que regulan el abono de complementos salariales de
productividad, es decir, los relacionados con una visión distinta sobre la
organización y promoción profesional de los jueces.
El
segundo de los motivos es el de la cesión del Ministerio de Justicia a las
pretensiones retributivas de los Letrados de la Administración de Justicia,
quienes acumulan dos incrementos particulares durante el último año. No se
trata de lo que deba o no cobrar un Letrado, que es algo que a un juez le debe
importar poco, como tampoco debe perder demasiado tiempo averiguando cómo el
Ministerio retribuye al resto de sus empleados. De lo que se trata es de que,
mediante la concesión de esos incrementos, el Ministerio ha asumido la
narrativa que los soportaba: que los Letrados son figuras asimiladas a los
jueces, que su relación en el juzgado se articula mediante una pretendida
distribución de competencias, que el poder otorgado a los jueces es más bien
una facultad residual para el funcionamiento del juzgado y que son
prescindibles para esa tarea, pues todo descansa sobre la responsabilidad y
desempeño de los primeros. En resumen, que los jueces “solo dictan sentencias”,
a modo de artefacto menor para la solución de un conflicto y siendo que los
juzgados sirven, según parece, para otras cosas. Planteadas las
reivindicaciones salariales de los Letrados en esos términos, no era posible
atenderlas siquiera parcialmente sin denigrar el significado y valor de la
jurisdicción que solo ostentan los jueces y, también, sin faltar a la verdad
sobre lo que sucede en el día a día de nuestros juzgados y la contribución de
todos los empleados públicos que los componen.
El tercero
de los motivos es el de que resulta cada vez más palmario que la Administración
de Justicia persigue sus propios fines y con arreglo a sus propias propuestas y
métodos, abandonando su formulación constitucional de base: todo lo que pasa en
un juzgado sirve para que el juez pueda desarrollar sus funciones o no sirve
para nada. Si el juez queda reducido a la condición de un cuerpo extraño en la
configuración de la Administración de Justicia, es porque esta quiere
reivindicarse como su contrapoder. Los proyectos de Ley de Eficacia
Organizativa y de Medidas de Eficiencia Procesal del Servicio Público de
Justicia, actualmente en tramitación, parecen insistir en el obstinado y miope
propósito de alejar todavía más a los jueces de la Administración de Justicia,
contraponiendo las nociones de tribunal y oficina judicial. Ocurre que la
paulatina marginación de los jueces no se ha traducido en una mejora del
servicio público de justicia. En realidad, ha sucedido lo contrario.
Aunque se
trata de una cuestión superada entre nosotros, me sigue resultando dudoso que
el juez, en cuanto titular de un poder del Estado, ostente el derecho de
huelga. Pero desde luego no es una medida idónea para canalizar sus
reivindicaciones salariales, por tres razones. La primera puede plantearse en
términos de adecuación. La huelga es el derecho al abandono de la actividad
laboral del asalariado frente al empresario, para el reequilibrio de fuerzas de
trabajo y capital y que se desnaturaliza si se aplica fuera de ese contexto.
Para un funcionario público, la huelga es un acto de boicot del servicio que se
le ha encomendado y que no se traduce en un daño concreto a su empleador, sino
a los ciudadanos que resignadamente la soportarán en el caso de la
Administración de Justicia, pues ya están acostumbrados a su lentitud. La
segunda tiene que ver con la diferencia que existe entre estrategia y táctica.
Si los jueces pretenden que se les trate de manera singular como titulares de
un poder del Estado, ¿por qué amenazan con comportarse de la misma forma que
los funcionarios públicos asalariados del Ministerio de Justicia? La huelga de
los jueces sería, más bien, la misma pataleta de todos los sindicatos de
función pública con presencia en la Administración de Justicia y que se
solaparía con la que ya se ha convocado por estos desde el próximo día 17 de
abril de 2023, con carácter indefinido. La tercera razón tiene que ver con una
cuestión práctica. Si de entorpecer el funcionamiento de los juzgados se trata
para hacer visible el enojo de los jueces, basta con que ajustemos nuestra
dedicación profesional a los estándares de productividad exigibles y sin dejar
de cobrar por ello ni un solo día de nómina.
Mediante
su eventual huelga, los jueces se impondrán a sí mismos un infamante
reconocimiento público sobre lo que, por otra parte, todo el mundo en realidad
ya sabe: que han perdido hace largo tiempo cualquier atisbo de influencia
política. La alternativa, claro, es que los jueces se comporten como jueces y
que reclamen, en su condición de tales y a través de sus órganos de gobierno,
el cumplimiento de las normas que informan una parte de lo que son, es decir,
lo que se les debe pagar. El único cauce posible para el juez cuando interpela
a un ministro debería ser el institucional. Se evidenciaría así que los jueces
no tienen nada que ver con los Letrados de la Administración de Justicia o con
ningún otro funcionario público. Por eso son independientes.
Pero no
es el sueldo, sino la falta de autonomía presupuestaria. Todo lo que pasa en
España con los jueces tiene que ver con el infamante proceso de renovación del
Consejo General del Poder Judicial y la disputa por su control político, que
emponzoña la credibilidad de todo nuestro sistema democrático desde el otoño de
2018 y causa gran alarma entre las instituciones comunitarias. Lo único que
importa es defender la independencia de los jueces. En cada proceso de
renovación del órgano, una parte de los candidatos judiciales designados por el
Partido Popular han sido habitualmente avalados por la APM o escogidos de entre
sus miembros prescindiendo del aval anterior, según las particularidades de ese
proceso, que ha sido revisado durante las últimas décadas, pero siempre para
domeñarlo por los partidos políticos mayoritarios. Ha sucedido lo mismo entre
el Partido Socialista Obrero Español y la asociación judicial Juezas y Jueces
para la Democracia, de signo progresista. La tercera de las asociaciones
judiciales representativas, Francisco de Vitoria, pretende sumarse a ese juego.
El aval de las asociaciones judiciales presta un falsario barniz legitimador
del proceso. Y, en mayor o menor medida, todos los jueces hemos participado de
esa burla: yo he avalado a título personal a dos candidatos en dos ocasiones
distintas. Si la consolidación democrática en nuestro país durante el pasado
siglo pudo justificar la contaminación de los tres poderes del Estado,
perseverar en el actual sistema de selección de miembros del gobierno de los
jueces quienes, a su vez, acuerdan la dotación de los cargos judiciales más
decisivos, es de todo punto contraproducente. El buen ánimo de colaboración
institucional de los jueces ya no justifica una posición distinta de la
denuncia insistente de esta auténtica calamidad para nuestra democracia. Y esa
situación no podría persistir sin nuestra predisposición a participar de ese
proceso y, en lo que a mí me importa, de la asociación judicial de la que formo
parte y ahora barrunta la convocatoria de una huelga.
Mientras
el órgano de gobierno de los jueces no sea auténticamente independiente no servirá
para otra cosa excepto para la resolución de nombramientos discrecionales, que
es lo que interesa al poder político, pero que solo debería integrar un
capítulo menor entre las necesidades de modernización de nuestro sistema
judicial que afectan a la organización, especialización y retribución de
nuestros jueces. Quizás mis colegas deberían mostrar menos entusiasmo en
atormentar a los ciudadanos que sufrirán las consecuencias de una eventual
huelga judicial para convertirse en sus defensores, exigiendo la inmediata
retirada de avales a los candidatos designados por la APM en el proceso de
renovación del Consejo General del Poder Judicial. La recuperación del
prestigio perdido pasa, de manera incuestionable, por ganar la amistad y
confianza de los ciudadanos y por todo lo que, en esencia, tiene que ver con la
independencia de los jueces: nuestro gobierno. Porque solo con un gobierno
propio y digno de ese nombre podrá formularse después un contenido distinto
para nuestras condiciones profesionales y la mejor definición de nuestra
participación en el funcionamiento de la Administración de Justicia.
Una
huelga como la insinuada por la APM en ningún modo presionará al poder político
de la única forma en que un juez sería capaz de hacerlo: imposibilitando de manera
irremediable la renovación del Consejo General del Poder Judicial, por voluntad
de los jueces y no del partido de la oposición parlamentaria. También será una
graciosa licencia concedida a jueces enfadados y frustrados que únicamente
procurará el menoscabo público de su condición y, en mi opinión, les alejará de
la consecución de sus legítimas aspiraciones profesionales.
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